Por más que hoy en día está muy olvidado, en su momento el escritor australiano Morris West (1916-1999) fue uno de los más populares fabricantes de best-sellers del mundo gracias, sobre todo, al éxito de dos novelas de temática eclesiástica: El abogado del diablo (1959) y Las sandalias del pescador (1963), ambas llevadas al cine. Otros títulos suyos de renombre editados en España fueron La salamandra (1973), también adaptada a la pantalla, Arlequín (1974), El navegante (1976), Los bufones de Dios (1981) y el ensayo Escándalo en la asamblea (1971). Las sandalias del pescador (The Shoes of the Fisherman, 1968), producción Metro-Goldwyn-Mayer dirigida por el británico Michael Anderson en sustitución del inicialmente previsto y también británico Anthony Asquith (quien al parecer dejó mucho trabajo preparatorio y puede que llegara a rodar alguna escena), sigue siendo la más conocida adaptación cinematográfica de una novela de West, por más que cuando se estrenó fue un fracaso comercial.
Las sandalias del pescador sigue las pautas de un estilo de película hollywoodense característico del cine norteamericano de alto presupuesto de la década de 1960, en virtud de las cuales “una gran novela” (ergo, una novela superventas) tenía que convertirse, forzosamente, en “una gran película” (ergo, una película a la altura de la fama del libro que le servía de inspiración), equiparando popularidad literaria con espectacularidad cinematográfica. Se nota, y mucho, que, a pesar del carácter más bien intimista de la trama, la misma está revestida con un formato de gran aparato fílmico destinado a hacer de ella la-más-grande-jamás-filmada. Está rodada en formato panorámico 2.20: 1 (70 mm) y 2.35: 1, lo cual contribuye a la “grandeza” visual, estrictamente formal, del film. Las primeras escenas, la presentación del personaje protagonista, el arzobispo Kiril Pavlovich Lakota (Anthony Quinn), en el campo de prisioneros siberiano donde, se nos dice, ha pasado los últimos veinte años de su existencia, marcan a fuego ese carácter de superproducción. La amplitud de los encuadres en tomas muy abiertas, y la gran cantidad de figurantes que llenan estas imágenes (a finales de la década de 1960 no existían las escenas de masas a base de CGI), nos indican que nos hallamos ante una película “importante”, o que al menos pretende serlo. Idéntica sensación de “importancia” la proporcionan las posteriores escenas de la entrevista del arzobispo Kiril con su excarcelero, el ahora primer ministro de la Unión Soviética Piotr Ilych Kamenev (Laurence Olivier), en el enorme despacho de este último, quien informa a Kiril que va a ser liberado tras años de represión de sus ideas, más religiosas que políticas, y enviado a la Ciudad del Vaticano; o, por descontado, la secuencia “musical” de la llegada de Kiril a Roma (gran partitura del siempre genial Alex North), que incluye todas las estampas “turísticas” de rigor, del Coliseo a la plaza de San Pedro.
Pero, pese a la presencia de esas escenas propias de un gran espectáculo, lo que prima en Las sandalias del pescador es el intimismo. Recién llegado al Vaticano, Kiril tiene una entrevista con el papa (John Gielgud) y es nombrado cardenal. También tiene la ocasión de conocer a otros dos religiosos vaticanos que vienen a simbolizar, respectivamente, las facciones más progresistas y conservadoras de la Iglesia católica: el joven padre David Telemond (Oskar Werner), un religioso sobre el cual penden las sombras de una muerte inminente (sufre una enfermedad incurable que no tardará en acabar con su vida, como así ocurre) y de la sospecha de ser un blasfemo (afirma creer en un “Dios cósmico” creador del universo que vendría a ser una fusión entre el Dios nacido de la fe y el “Dios” nacido de la ciencia); y el veterano cardenal Leone (Leo McKern), un religioso que, por el contrario, se mantiene fiel a la ortodoxia católica y ve en las ideas del padre Telemond una vulneración de toda la doctrina. La trama da un giro fundamental a raíz de la muerte del viejo papa y la constitución del cónclave de cardenales de todo el mundo, reunidos en la Capilla Sixtina, con la finalidad de elegir al cardenal que tendrá el honor de calzarse las sandalias del apóstol Pedro el pescador, es decir, de ser el nuevo pontífice. Contra todo pronóstico, el elegido es Kiril, quien, sin pretenderlo (no ha presentado su candidatura), ha convencido a la mayoría de cardenales de que es el candidato idóneo gracias a la sencillez de su temperamento y su carácter lúcido: Kiril afirma que ningún hombre merece ser papa porque nadie atesora una bondad perfecta; por ejemplo, él mismo –confiesa–, en cierta ocasión, cometió un robo: cogió un pan para alimentar con sus migas a un prisionero del campo de Siberia encerrado en aislamiento; y, en otra, estuvo a punto de matar a un hombre: un guardián que golpeaba sin piedad a otro prisionero que era incapaz de ponerse en pie portando sobre sus hombros una pesada carga. Esa humildad, esa humanidad, inclina la balanza en su favor y, contra todo pronóstico, es elegido papa, cargo que él acepta.
Kiril, que desea ser investido con su propio nombre, Kiril I, es el primer papa ruso de la historia, algo que hoy en día puede no tener tanta relevancia pero que, cuando Morris West publicó su novela y cuando la Metro estrenó esta película, con la Guerra Fría en uno de sus momentos de apogeo, era toda una provocación. Desde este punto de vista, Las sandalias del pescador es un film geopolítico, o puede verse así. Sobre todo, a partir del momento en que la trama insinúa la nada despreciable posibilidad del estallido de la Tercera Guerra Mundial: China, gobernada por el régimen comunista del presidente Peng (Burt Kwouk), está sufriendo las consecuencias de un año de malas cosechas y la amenaza de una hambruna que puede acabar con las vidas de nada menos que 700 millones de personas; si eso no se soluciona, con tal de subsistir China emprenderá una agresiva política militar expansiva que se extenderá a los países de su alrededor, y por ende, al mundo entero. Uno de los puntos culminantes del relato consiste, precisamente, en una entrevista entre el presidente Kamenev y el presidente Peng convocada por Kiril, destinada a limar asperezas e intentar hallar una solución pacífica al conflicto. Solución –muy idealista y, todo hay que decirlo, bastante inverosímil, por más que bienintencionada– que se produce en la –de nuevo– “importante” secuencia final de la coronación del protagonista como papa Kiril I, quien en su primer discurso como sumo pontífice ofrece su tiara papal y todo el tesoro del Vaticano como primer gesto para paliar la hambruna de la población china, con la esperanza de que el resto de los países participen y se evite así la guerra nuclear.
Por más que no se trate de una película con una puesta en imágenes particularmente inventiva, Las sandalias del pescador es un film sólido, agradable de ver, de buen ritmo pese a su larga duración (162 minutos), que se beneficia de la gran labor de un extraordinario elenco de intérpretes: a los ya citados líneas atrás hay que añadir a Vittorio De Sica como el cardenal Rinaldi, aunque si alguien consigue llamar la atención es un absolutamente genial Leo McKern, quien no por casualidad tiene a su cargo dos de las mejores y más emotivas escenas: aquélla en la que, a solas con Kiril, le confiesa los celos que sufrió cuando éste fue elegido Pontífice por encima de él, pero ahora se arrepiente de haber tenido ese ataque de celosía tras haber comprobado por sí mismo la bondad y sinceridad de Kiril; y aquélla otra en la que anima a Kiril (“¡Tú eres Pedro! ¡Tú eres el pescador!”) cuando el protagonista ve flaquear su decisión de asumir el papado como consecuencia de la presión externa de diversos cardenales que siguen sin verle con buenos ojos. Los actores, como digo, contribuyen sobremanera a escenas como la reunión del padre Telemond con el Santo Oficio, donde expone brillantemente sus ideas sobre el Dios cósmico; o la secuencia en la que, recién nombrado papa, Kiril sale de noche a escondidas del Vaticano y se mezcla con el bullicio de Roma, asistiendo incluso a un moribundo judío confortándole con una oración en hebreo: Oskar Werner y Anthony Quinn están inmejorables. Lo peor, lo más innecesario, reside en el personaje del periodista norteamericano George Faber (David Janssen) y todo lo relacionado con su infidelidad a su esposa, Ruth (Barbara Jefford), lo cual no tiene el menor interés: se nota, tal y como está planteado, que la única función del personaje de Faber consiste en proporcionarle al espectador –en formato de reportaje televisivo– una minuciosa explicación de los preparativos del funeral del anterior papa y de la celebración del cónclave del cual saldrá elegido el nuevo sumo pontífice.