Tanto David Pirie, en su fundamental El vampiro en el cine (The
Vampire Cinema, 1977; primera edición española: Centropress, S.L. Madrid,
1977), como Denis Meikle, en su no menos espléndido A History of Horrors. The Rise and Fall of
the House of Hammer (The Scarecrow Press, Inc. Lanham, Md., &
London, 1996), coinciden al considerar que tras el origen del
proyecto de Drácula 73 (Dracula A.D. 1972, 1972, Alan Gibson) se
encontraba el deseo de la productora británica Hammer Films de finiquitar lo
que podríamos denominar el período clásico de su “serie Drácula” (1) –la
formada por las memorables Drácula (Dracula, 1958, Terence Fisher), Las
novias de Drácula (The Brides of Dracula, 1960, Fisher) (2) y Drácula,
príncipe de las tinieblas (Dracula, Prince of Darkness, 1966, Fisher), y
las más irregulares, pero interesantes, Drácula vuelve de la tumba
(Dracula Has Risen from the Grave, 1968, Freddie Francis), El poder de la
sangre de Drácula (Taste the Blood of Dracula, 1970, Peter Sasdy) y Las
cicatrices de Drácula (Scars of Dracula, 1970, Roy Ward Baker (3),
planteándose una adaptación de las andanzas del personaje creado por Bram
Stoker situándola en la época contemporánea. Pirie y Meikle también están de
acuerdo que tras la decisión de Hammer se encontraba el deseo de conseguir un
éxito como el que había tenido en los Estados Unidos una producción modesta
pero efectiva que mostraba con cierta habilidad las andanzas de un vampiro
aristocrático estilo Drácula en la Norteamérica del siglo XX: Count Yorga,
Vampire (Robert “Bob” Kelljan, 1970). Una idea con posibilidades que, sigue
diciendo Pirie (y coincido con él), empezó a ir mal ya desde su mismo título,
en inglés Dracula A.D. 1972, destinado desde el principio a quedarse muy
pronto anticuado. De hecho, entre nosotros se tituló Drácula 73
precisamente por eso: porque se estrenó en el año 1973 en cines españoles
(ocurrió lo mismo en Francia), anticipándose así a lo que pasaría de nuevo,
muchos años más tarde, con otra película “draculesca”: Drácula 2001
(Dracula 2000, 2000, Patrick Lussier) (4).
Una
de las pocas cosas buenas de Drácula 73 reside en su primera secuencia,
que, si bien no exenta de defectos –empezando por una pomposa voz en off,
que por suerte dura poco, y que nos sitúa en la última y definitiva batalla
entre el conde Drácula (Christopher Lee) y Van Helsing (Peter Cushing), aquí
rebautizado como Lawrence Van Helsing; y, sobre todo, la enfática puesta en
escena de Alan Gibson, el gran lastre de todo el film–, resulta cuanto menos
atractiva. El vampiro y su eterno rival luchan a brazo partido sobre el techo
de una calesa que corre sin conductor tirada por un par de caballos desbocados,
atravesando a toda velocidad el londinense Hyde Park en el año 1872. La calesa
acaba estrellándose, con tan mala fortuna que una de las ruedas se rompe,
hundiendo uno de sus radios rotos en el pecho del vampiro, circunstancia que un
Van Helsing igualmente herido de muerte aprovecha para, con sus últimas
fuerzas, rematar a Drácula. La escena de la rueda roza el ridículo pero, claro,
la interpretan Christopher Lee y Peter Cushing, quienes milagrosamente la
salvan a fuerza de convicción. Pero un joven caballero (Christopher Neame) ha
sido testigo de este acontecimiento; recoge las cenizas en las cuales se ha
convertido un destruido Drácula y el anillo de su dedo meñique; más adelante,
asistimos al entierro de Lawrence Van Helsing, que tiene lugar en el cementerio
que rodea la iglesia de St. Bartolph; sin que nadie le vea, y paralelamente al
sepelio de Van Helsing, ese mismo joven caballero entierra, subrepticiamente,
una parte de las cenizas de Drácula en otro rincón del camposanto de la
iglesia; una idea bonita, por más que la planificación de Gibson, pródiga en zooms
y reencuadres con teleobjetivo tan típicos del momento de su realización, casi
la estropea por completo. La cámara efectúa una panorámica hacia el cielo y,
por corte de montaje, pasamos a la imagen del vuelo de un moderno avión de
pasajeros. Entran los títulos de crédito: primero aparece “Dracula”, y luego,
“A.D. 1972”. Han pasado cien años. Incluso la partitura musical, obra de
Michael Vickers, cuya sonoridad inicial casi consigue hacernos pensar en James
Bernard, deja paso, apenas entra en pantalla el plano del avión, a una
partitura jazzística más propia del cine policíaco de la década de 1970 que de
un film de terror. De hecho, como pronto veremos, Drácula 73 tiene más
de procedural que de película de horror.
Tras
ese arranque aceptable y más o menos prometedor en sus líneas generales, la
primera secuencia de Drácula 73 es, sencillamente, detestable. Nos
hallamos en un lujoso apartamento de Londres. Un grupo de rock, a cargo de los
auténticos Stoneground, actúa en el salón de dicha vivienda. Se produce aquí un
grotesco, caricaturesco y absurdo contraste entre los anfitriones, una serie de
atildados hombres y mujeres maduros de clase alta y vestidos con ropas
elegantes que miran con caras de asco y estúpida estupefacción a los
“melenudos” que actúan y, sobre todo, a los jóvenes que al parecer se han
colado en la fiesta y que, con sus indumentarias hippies y actitudes
provocativas –una chica baila descalza sobre el piano, una pareja hace el amor
debajo de una mesa, etc., etc.–, “molestan” a los ricachones. La vulgaridad de
la puesta en imágenes –encuadres cámara en mano haciendo primeros planos de los
miembros de Stoneground mientras cantan, feas panorámicas hacia los adinerados
anfitriones embobados por tanta “osadía”– contribuye a que la secuencia se haga
larga, muy larga. Solo un detalle mantiene el interés: el líder del grupo de
chicos y chicas, Johnny, es idéntico al joven caballero a quien hemos visto
recoger y enterrar las cenizas de Drácula, y el hecho de que lo interprete el
mismo actor –Christoper Neame– contribuye a que pensemos, como luego se
confirmará, que Johnny es descendiente del caballero.
Los
lazos de sangre tienen cierta importancia en el desarrollo del film: como
acabamos de apuntar, Johnny desciende de ese misterioso caballero; en el grupo
de jóvenes está Jessica Van Helsing (Stephanie Beacham), nieta de Lorrimer Van
Helsing (de nuevo Cushing), el cual es, a su vez, descendiente de ese Lawrence
Van Helsing que destruyó a Drácula en Hyde Park a costa de su propia vida, y
cuyo retrato al óleo luce, orgulloso, en la biblioteca de Lorrimer… cerca de un
siniestro dibujo del rostro demoníaco de Drácula que –no por casualidad–
también se encuentra en el apartamento de Johnny. Pero la cuestión de la
consanguinidad entre estos personajes no tiene más valor que el anecdótico, más
allá de un detalle tan tonto como que el apellido de Johnny sea Alucard, que no
es sino un anagrama del nombre de Drácula leído al revés, y que ya salía en Son
of Dracula (Robert Siodmak, 1943) y en Santo y el tesoro de Drácula
(René Cardona, 1969).
Johnny
propone a su pandilla hacer algo “excitante”: una misa negra en la iglesia no bendecida
de St. Bartolph, ahora abandonada y en estado de ruina. El detalle de que el
centro para el culto no esté bendecido es importante, como bien recordarán
quienes hayan visto El poder de la sangre de Drácula, en la cual la
decoración religiosa de una iglesia favorece la enésima destrucción del conde
vampiro, y de la cual Drácula 73 copia la idea de la misa negra para
resucitar a Drácula. Johnny oficia dicha misa blasfema, invocando los nombres
de una serie de demonios (entre ellos, Drácula) al servicio del Diablo, y
ofreciendo un ritual sazonado con su propia sangre escanciada en un cáliz,
mezclada con las cenizas de Drácula y luego generosamente derramada sobre el
escote de Laura (Caroline Munro), una chica de la pandilla que se ha ofrecido
voluntaria y con entusiasmo al ritual ante la negativa de Jessica de participar
en él. La secuencia, aunque tan tosca como el resto del film, resulta cuanto
menos efectiva, y atesora, como mínimo, una imagen memorable: el suelo del
cementerio donde hace un siglo se enterró una parte de las cenizas de Drácula
empieza a moverse, a “respirar”, a medida que avanza la misa negra, anunciando
la inminente resurrección del conde.
El
problema es que, tras su enésimo retorno de entre los muertos, Drácula no se
mueve de la iglesia, y, tras haber empezado a saciar un siglo de sed de sangre
atrasada con la de Laura –cuyo cadáver desangrado es descubierto por dos niños
que han entrado en los lindes de la iglesia mientras jugaban–, se limita a
ordenarle a Johnny que le traiga nuevas víctimas, entre ellas Gaynor (Marsha A.
Hunt), otra chica de la misma pandilla, y sobre todo a Jessica, consciente
–nunca sabemos cómo– de que la muchacha pertenece a la familia Van Helsing.
Como muy bien vuelve a señalar Pirie, “los realizadores de Drácula 73 ni
siquiera se plantearon el problema básico de cualquier Drácula moderno, que
consiste en relacionar al vampiro con la sociedad contemporánea. (…) Drácula
aparece en Londres desde el primer momento, pero resulta absolutamente evidente
que este furioso y anacrónico caballero sería completamente incapaz de poner un
pie fuera de la iglesia sin atraer la atención de la ciudad entera”. En cierto
sentido, esta paradoja –la presentación de un personaje tan formidable como
Drácula inserto en un escenario contemporáneo…, por el cual, aparentemente, parece
incapaz de moverse– viene a ser una simbólica representación de los problemas de
coherencia del propio film: sus responsables resucitan espectacularmente al
conde… pero luego no saben qué hacer con él y se ven incapaces de sacarle
partido más allá de los viejos muros de esa vetusta iglesia, la cual sigue
siendo el escenario “natural” de un vampiro de más de 500 años de edad. Por
tanto, lo que podría haber sido, sobre el papel, una atractiva digresión sobre
nuestra sociedad desde el insólito punto de vista de una criatura sobrenatural
ajena a ella, deviene un simple policíaco con vampiro al fondo a partir del
momento en que Lorrimer Van Helsing es consultado por un inspector de policía
llamado –otro pequeño guiño a Stoker– Murray (Michael Coles, quien repetiría su
personaje en Los ritos satánicos de Drácula, The Satanic Rites of
Dracula, 1973, Alan Gibson –5–). Sospechando que Drácula ha resucitado en
base a todos los indicios existentes –las víctimas desangradas, la iglesia no
bendecida, el momento en que Lorrimer descubre a Jessica hojeando un manual
sobre las misas negras–, la acción pasa a centrarse en las pesquisas de
Lorrimer con tal de localizar a Drácula y destruirle antes de que vampirice a
su nieta, mientras el conde, efectivamente, no pone un pie fuera de la iglesia,
lo cual resulta bastante decepcionante.
Johnny
pide a Drácula que le vampirice –ergo, le haga inmortal–, cosa a la cual el
conde accede. Una vez transformado, Johnny hace frente a Lorrimer, quien se ha
presentado en su apartamento siguiendo una pista –pegote de guion– que le ha
proporcionado Anna (Janet Key), otra chica de la pandilla, tras habérsela
encontrado por casualidad. Don Houghton, responsable del libreto, estaría más
afortunado en sus guiones para la mencionada Los ritos satánicos de Drácula
y la memorable Kung Fú contra los siete vampiros de oro (The Legend of
the Seven Golden Vampires, 1974, Roy Ward Baker [y Chang Cheh, no acreditado]) (6).
La secuencia de la pelea en el apartamento de Johnny, aunque tan tosca como el
resto del film, atesora alguna idea aprovechable: el momento en que Lorrimer
rechaza los ataques del joven vampiro aprovechando los reflejos de luz solar
que le lanza usando un espejo de mano; o el plano en contrapicado de Johnny
bajo la blanca luz del sol que entra a raudales por el techo acristalado de su
cuarto de baño. Menos convincente resulta la idea de que Johnny muera por la
acción combinada de la luz solar, y además, sumergido en una bañera llena de
agua limpia, la cual –se dice– también aniquila a los no muertos.
Tal
y como ya ocurría en la secuencia del principio, el final de Drácula 73
se sostiene en no poca medida sobre la solidez interpretativa de Lee y Cushing,
dado que la secuencia de su pelea es, en sus líneas generales, nuevamente
decepcionante. Asoman a la palestra algunos apuntes de interés. Drácula afirma,
arrogante, que cómo cree Lorrimer que va a poder derrotarle a él, que ha tenido
naciones bajo su mando (una vaga referencia al teórico origen histórico del
vampiro y su relación con la figura del célebre Vlad Tepes el Empalador). Hay,
asimismo, una elipsis que tiene cierta gracia: Lorrimer consigue clavarle un
cuchillo de plata a Drácula en el vientre (antes hemos oído explicar a Lorrimer
que la plata no acaba con los vampiros, pero les repele); el conde se precipita
desde un piso de altura, malherido; Lorrimer baja corriendo las escaleras…,
dándose de bruces con Jessica, la cual, hipnotizada por el conde, tiene en sus
manos el cuchillo, extraído del cuerpo del vampiro, y a su lado, a un
recuperado Drácula, sonriendo cínicamente y dispuesto a seguir peleando. Pero la
destrucción de Drácula vuelve a ser un alarde de torpeza narrativa: el momento
en que el conde se precipita dentro de un agujero abierto en el cementerio,
clavándose una de las estacas que sobresalen del fondo del mismo, lo cual ayuda
a Lorrimer a rematarle, clavándole la punta de una pala, es bastante más
ridículo que lo de la rueda de la primera secuencia. No les falta razón a
quienes consideran Drácula 73 el peor film sobre el personaje rodado por
Hammer Films, hasta el punto de que, por comparación, y a pesar de sus
abundantes defectos, la siguiente entrega de la serie y punto final de la
misma, Los ritos satánicos de Drácula, sale muy favorecida.
(1)
A riesgo de caer en la inmodestia, recomiendo mi artículo Drácula en la
Hammer, publicado en DIRIGIDO POR…, n.º 256 (1997), dentro del dosier 100
años de Drácula.
(2)
https://elcineseguntfv.blogspot.com/2024/10/el-legado-del-vampiro-las-novias-de.html
(3)
Véase mi reseña de Las cicatrices de Drácula en DIRIGIDO POR…, n.º 501, julio-agosto
2019, sección Home Cinema: https://elcineseguntfv.blogspot.com/2019/07/dirigido-por-julio-agosto-2019-la-venta.html
(4)
http://elcineseguntfv.blogspot.com/2023/02/el-apostol-caido-dracula-2001-de.html
(5)
http://elcineseguntfv.blogspot.com/2022/01/el-sabbath-de-los-no-muertos-los-ritos.html