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lunes, 26 de agosto de 2024

La mamba negra: “VENENO”, de PIERS HAGGARD



Producida por el productor norteamericano Martin Bregman –recordado, sobre todo, por haberle producido a Sidney Lumet Serpico (ídem, 1973) y Tarde de perros (Dog Day Afternoon, 1975)–, pero realizada íntegramente en el Reino Unido, y basada en una novela del escritor sudafricano Alan Scholefield originalmente publicada en 1977 que desconozco, Veneno (Venom, 1981) es una rareza más famosa hoy en día por sus estrafalarias vicisitudes de producción que por sus méritos (que, a pesar de todo, los tiene). Buena parte de su relativa popularidad se debe a la presencia en su reparto del actor alemán Klaus Kinski, quien en su autobiografía Yo necesito amor (una de sus ediciones en castellano más recientes es la de Tusquets) afirmaba que había aceptado esta película en vez de En busca del arca perdida (Raiders of the Lost Ark, 1981) porque le pagaban mejor y porque el guion del film de Steven Spielberg le parecía «idiota» (sic). Kinski amenizó el rodaje de Veneno enfrentándose continuamente con su compañero de reparto, el no menos conflictivo Oliver Reed, lo cual sin duda redundó en beneficio del dibujo de la tensa situación que se produce entre los personajes que ambos intérpretes –por lo demás, excelentes– asumen en esta película: Jacques Müller (Kinski), un delincuente internacional especialista en secuestros, y Dave Averconnelly (Reed), el chófer que trabaja para los Hopkins, una adinerada familia residente en Londres formada por el retirado cazador y director de safaris norteamericano Howard Anderson (Sterling Hayden), su hija Ruth Hopkins (Cornelia Sharpe) y su nieto Phillip (Lance Holcomb), que es el principal objetivo del secuestro que ha planeado Müller con la complicidad de Dave y de la amante de este –y también amante de Müller…– Louise Andrews (Susan George), la criada de la familia.



La singularidad de Veneno reside, de entrada, en su complicada adscripción genérica, o dicho de una forma sencilla, su carácter inclasificable desde el punto de vista del cine de género, dado que se plantea inicialmente como un thriller policíaco, pero el relato está sazonado por un raro elemento de guion –la introducción, por error, de una mamba negra en la casa de los Hopkins, amenazando con su veneno mortal a cualquiera que se le ponga a tiro–, que bastaría para incluir a Veneno en el subgénero del «terror animal». La presencia de esa serpiente venenosa añade, sin duda, dosis adicionales de tensión y «suspense» a una trama que si por algo llama la atención es por el peso que el azar, la mala suerte o el infortunio (llámese como se quiera) tiene en el conjunto, afectando, sobre todo, a los personajes de los delincuentes, sin duda alguna de los más desafortunados de la historia del policíaco cinematográfico británico. Jacques Müller tiene lo que él cree es un plan perfecto para secuestrar al pequeño de los Hopkins y conseguir a cambio un importante rescate, pero los hados parecen haberse girado en su contra: como consecuencia, ya lo hemos apuntado, de un error, el pequeño Phillip, que ha heredado de su abuelo el gusto por los animales exóticos, recoge en una tienda de mascotas una mamba negra en vez de una serpiente completamente inofensiva; el peligroso animal, apenas liberado, hinca sus colmillos ponzoñosos en Louise, acabando con ella; para colmo de males, el violento Dave, movido por los nervios, dispara mortalmente contra un suboficial de policía, el sargento Nash (John Forbes-Robertson), que en ese momento llama a la puerta de la casa; las fuerzas del orden, supervisadas por el comandante William Bulloch (Nicol Williamson), rodean la vivienda, lo cual obliga a Müller a retener a Phillip, su abuelo Howard y la doctora Marion Stowe (Sarah Miles), una toxicóloga que se ha dado cuenta de la confusión cometida con las serpientes, usándolos como rehenes para obtener dinero y un vehículo para huir.  

 


Veneno
es un relato que tiene mucho de agobiante, y eso es así en base no tanto a la presencia, en segundo término, de esa mamba negra siempre dispuesta a aparecer de improviso, atacar, morder y envenenar, sino sobre todo al carácter no menos «animalesco» de los personajes, y no solo los de los criminales que quieren secuestrar al niño. Müller y Dave son, cada uno a su manera, más «animales» que humanos, frío, astuto y cerebral el primero, impulsivo, irracional y brusco el segundo; pero no lo es menos, en cierto sentido, Howard Anderson, experto en safaris y, por tanto, buen conocedor de la conducta y el comportamiento de los animales: no es de extrañar que Müller obligue a Howard a buscar a la mamba negra en una habitación a oscuras e iluminándose tan solo con la luz de una lámpara de mesita, en una excelente secuencia de «suspense» virtuosamente iluminada por Gilbert Taylor. El realizador a cargo de la función, el británico Piers Haggard, saca un óptimo partido de sus actores, y sabe imprimir ese tono «animalesco» que hemos mencionado en momentos como la muerte, envenenada, de Louise, que Haggard filma con una crudeza llamativa; la escena en la que la mamba negra ataca a Dave… introduciéndose por la pernera de su pantalón y subiendo por su cuerpo hasta justo llegar a su entrepierna (sic); o la pelea final a cámara lenta de Müller y el reptil en el balcón, que se mezcla con los disparos de los francotiradores de la policía. Veneno es una muestra honesta y contundente de cine de género con espíritu de cinema bis, que sorprende por su extravagancia de planteamiento, la crudeza de su tonalidad dramática y el vigor de su narrativa, ágil y dinámica, todo lo cual la sitúa muy por encima de lo que su delirante trama argumental puede dar a entender.


“DIRIGIDO POR…”, septiembre 2024, a la venta



DIRIGIDO POR…
, n.º 553, dedica la mayor parte de su número de septiembre de 2024 a la primera parte de un dosier en dos entregas dedicado al que, sin duda, es el mejor director de cine español de todos los tiempos: Luis Buñuel. El número se completa con un artículo, Italian Pulp. El cine policíaco italiano, que a modo de avance se centra en este género, al cual el inminente Festival de Cine de San Sebastián 2024 va a dedicarle una retrospectiva. A todo ello hay que añadir críticas de las más recientes películas de Francis Ford Coppola (a quien hemos entrevistado), Jawad Rhalib y Wim Wenders, entre otros.



Mi contribución se centra principalmente en mis aportaciones al mencionado dosier Buñuel: por orden cronológico, la antología de Susana (1951); el artículo Contrastes made in USA, centrado en las dos raras coproducciones mejicano-estadounidenses realizadas por Buñuel: Aventuras de Robinson Crusoe (1954) y La joven (1960); y las antologías de Viridiana (1961) y El ángel exterminador (1962).



A ello añado las habituales reseñas de actualidad: Alien: Romulus (ídem, 2024, Fede Álvarez), un film ni tan bien ni tan mal como se ha dicho; Gru 4. Mi villano favorito (Despicable Me 4, 2024, Chris Renaud y Patrick Delage), enésima variante de la “fórmula Gru”; Twisters (ídem, 2024, Lee Isaac Chung), no tan malo como el original, pero tampoco como para lanzar las campanas al vuelo; y, para la sección Streaming/TV, las críticas de El ministerio de la guerra sucia (The Ministry of Unglentlemanly Warfare, 2024, Guy Ritchie), que no está nada mal, aunque por debajo de los últimos e interesantes trabajos de su realizador; Superdetective en Hollywood: Axel F. (Beverly Hills Cop: Axel F., 2024, Mark Molloy), asimismo menos mala y más honesta de lo previsto; y Detonantes (Trigger Warning, 2024, Mouly Surya), ésta sí una soberana tontería reservada a los fans que puedan quedarle a una Jessica Alba haciendo aquí de “Ramba”.



Anunciar, finalmente, que DIRIGIDO POR… dedicará en un próximo número un dosier al gran Max Ophuls, analizando toda su filmografía.  

 

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miércoles, 21 de agosto de 2024

El “affaire” Dreyfus: “EL OFICIAL Y EL ESPÍA”, de ROMAN POLANSKI



Resulta fácil poner en relación la trama de El oficial y el espía (J’accuse, 2019) con las circunstancias personales de su realizador, Roman Polanski, de manera tal que su reconstrucción del tristemente célebre affaire Dreyfus vendría a erigirse en una representación simbólica de las vivencias personales de un cineasta que, todavía hoy, sigue estando perseguido por la sombra del procesamiento judicial por violación en los Estados Unidos que pende sobre su cabeza. Es, como digo, una facilidad, y más en estos tiempos en los que el cotilleo y el virus (este, aparentemente incurable) de la “corrección política” parecen haberse apoderado de los medios de comunicación, más interesados, por ejemplo, en resaltar que la actriz Adèle Haenel abandonó, indignada (ella sabrá), la ceremonia de entrega de los premios César en el momento en que se anunció que Polanski acababa de conseguir el galardón al Mejor Director, que en destacar lo mucho que El oficial y el espía tiene de relevante en el panorama internacional del cine actual.



También es fácil, demasiado fácil, limitarse a afirmar que El oficial y el espía no es más (o poco más) que una incursión de Polanski en el género/subgénero/variante genérica conocido como “melodrama histórico”, y ello por el mero hecho de que su trama, escrita por el propio Polanski de nuevo en colaboración con Robert Harris y a partir de una novela de este último –Harris ya colaboró con Polanski en su magnífica El escritor (The Ghost Writer, 2010)–, está, como suele decirse, basada-en-hechos-reales; esto es, la investigación llevada a cabo a finales del siglo XIX por el coronel del ejército francés Georges Picquart (Jean Dujardin) que llevó al esclarecimiento de la inocencia del excapitán del mismo ejército Alfred Dreyfus (Louis Garrel), falsamente acusado y condenado por un tribunal militar por espionaje y alta traición hasta que un movimiento popular encabezado, entre otros, por Émile Zola (André Marcon) –autor de un famoso artículo, titulado J’accuse, que proporciona su título original tanto al film de Polanski como a la famosa película homónima de Abel Gance de 1919–, condujo a la liberación y rehabilitación pública de Dreyfus, sobre quien siempre recayó la sospecha de que su condena sin pruebas de cargo había tenido lugar, principalmente, por el hecho de ser judío.



Desde luego que El oficial y el espía es eso, un “melodrama histórico”, pero, tratándose de Polanski, no es solo eso. Es, también, una aguda digresión sobre los mecanismos del poder que el veterano cineasta polaco parece construir teniendo en mente a dos de sus realizadores de cabecera: Alfred Hitchcock y Fritz Lang. Del primero recupera la temática del falso culpable (el personaje de Dreyfus), pero, a diferencia del cineasta británico, centra su atención no en el sufrimiento de la persona que se sabe inocente y a quien nadie cree, sino en los avatares, a veces penosos, de la persona que también sabe de esa inocencia (Picquart) y trata de demostrarlo a los ojos del mundo. Lang, quien ya se hallaba, asimismo, muy presente en las imágenes de El escritor, es quien parece inspirar a Polanski esa visión oscura de una sociedad capaz de condenar a un inocente por el hecho de su condición racial (en lo que puede verse un apunte sobre cómo muchos de los horrores racistas y genocidas del siglo XX ya se gestaron a lo largo de la centuria anterior), y que el autor de El cuchillo en el agua visualiza convirtiendo el desarrollo de El oficial y el espía en una especie de siniestro paseo por un laberinto de oficinas y despachos donde se cuecen las decisiones del poder, y sobre todo, se decide arbitrariamente el destino de los seres humanos.



A lo largo de 132 minutos que hacen gala de una agilidad narrativa pasmosa, en los que prácticamente cada plano está insertado para expresar algo o enseñar algo, haciéndolo además sin demagogia ni falsos artificios, El oficial y el espía atesora, además, el sentido del mundo, de la vida y, por ende, de la imagen característicos del creador de El quimérico inquilino. Ya he mencionado el carácter laberíntico de los escenarios en interiores, fríos compartimentos administrativos que tiene mucho de claustrofóbico, de agobiante; a riesgo de que parezca un chiste fácil, Polanski es el cineasta del confinamiento, y aquí vuelve a demostrarlo con creces. A ello añadiría su sentido dinámico del plano, patente en momentos tan brillantes como el duelo de honor a florete entre Picquart y el maquiavélico mayor Henry (Grégory Gadebois), o en particular, la extraordinaria escena del atentado contra el abogado Labori (Melvil Poupaud). Por si fuera poco, El oficial y el espía describe, sotto vocce, los años finales del siglo XIX como una época de transición entre lo viejo y lo nuevo, un período a caballo entre la irrupción de las nuevas ideas sociales y su confrontación con el decadente pensamiento decimonónico: ahí está la, a mi entender, para nada gratuita relación amorosa de Picquart con Pauline Monnier (Emmanuelle Seigner), una mujer casada que, a pesar de su condición de tal, y de que posteriormente se divorcia de su tradicional marido, se niega a casarse con Picquart cuando este se lo pide, mostrándose así como una mujer avanzada a su tiempo. Otro detalle simpático a caballo, de nuevo, entre la tradición y la modernidad, reside en el hecho de que Polanski aprovecha la descripción de la estancia de Dreyfus en la Isla del Diablo para ilustrarla rindiendo, de paso, un explícito homenaje al cine silente, virando la imagen en sepia.


lunes, 19 de agosto de 2024

La venganza de Eva: “HISTORIA MACABRA”, de JOHN IRVIN



Historia macabra
(Ghost Story, 1981) se estrenó en una época en la cual el cine de terror norteamericano atravesaba una etapa de transición entre las películas de bajo presupuesto –representadas, principalmente, por el éxito de La noche de Halloween, de John Carpenter, y la franquicia Viernes 13–, y aquellos títulos producidos por los grandes estudios y protagonizados por “respetables” estrellas tanto del Hollywood Clásico como del Nuevo Hollywood: La profecía (Richard Donner) y sus secuelas, La centinela (Michael Winner), Drácula (John Badham) o El resplandor (Stanley Kubrick). Como pueden ver, mucho antes de que se hablara de esa mera etiqueta comercial llamada elevated horror, ya existía dentro de la cinematografía estadounidense cierta preocupación por “legitimar” el género, en este caso mediante la presencia en los repartos de figuras “respetables” (o consideradas como tales). Es por eso que, en el momento de su estreno, a nadie le extrañó –más bien fue motivo de celebración– que Historia macabra estuviera protagonizada por un elenco tan venerable como el formado por Fred Astaire, Melvyn Douglas, Douglas Fairbanks Jr., John Houseman y Patricia Neal; de hecho, contribuyó a reforzar el lanzamiento de Historia macabra como “película de terror de qualité”, junto con la presencia en su ficha de nombres de tanto peso como el guionista Lawrence D. Cohen –quien había escrito la Carrie de Brian de Palma a partir de la novela homónima de Stephen King–, el genial director de fotografía Jack Cardiff, los especialistas en efectos visuales Albert Whitlock (matte paintings), Dick Smith, Rick Baker y Carl Fullerton (efectos de maquillaje), y el compositor Philippe Sarde, firmando una elegante partitura que, por cierto, recupera un tema musical de su banda sonora para El gato (Le chat, 1971, Pierre Granier-Deferre), por la cual, se dice, fue contratado para crear la música de Historia macabra.



El componente del equipo de responsables de Historia macabra que gozaba de menos prestigio en el momento de su realización era, precisamente, su director, el británico John Irvin, quien había conseguido cierta reputación gracias a su adaptación de una novela del por aquel entonces famoso y hoy muy olvidado Frederick Forsyth –Los perros de la guerra (1980)–, y que fue quien se llevó los peores “palos” de la crítica (exagerados, como ahora veremos, dado que su labor en particular, y el film en general, no son tan despreciables). A muchos les extrañó que Irvin se hiciera cargo de Historia macabra, dado que su nombre estaba y siguió estando vinculado, sobre todo, al género policíaco y de acción –donde consiguió uno de sus mejores trabajos: Shiner (2000)–, aunque parece ser que los productores le contrataron porque les había gustado un telefilm suyo de temática terrorífica titulado Haunted: The Ferryman (1974), a partir de una novela de Kingsley Amis adaptada por Julian Bond. Sea como fuere, no hay que olvidar que Historia macabra se basa en una celebrada novela de Peter Straub, Ghost Story (1979), publicada en España por Bruguera como Fantasmas (como mínimo, y si no me equivoco, antes del estreno de la película, que entre nosotros tuvo lugar el 1 de mayo de 1982). Habiéndola leído, estoy convencido de que buena parte de la irregularidad del film se debe, precisamente, a la de la propia novela, que combina elementos excelentes con ideas dignas del peor Stephen King: la estrafalaria pareja de “ayudantes del espectro”, formada por Gregory y Fenny Bate (Miguel Fernandes y Lance Holcomb), son lo peor del libro y de la película.



Pese a esa irregularidad, Historia macabra presenta un curioso y a ratos interesante vaivén entre las formas –o los tópicos, según se mire–, digamos, tradicionales del cine de terror norteamericano, variante venganzas fantasmagóricas, y las que se estaban imponiendo gracias a la implantación de los esquemas narrativos del slasher y al recurso, cada vez mayor, de la supeditación de la efectividad de la trama a la de los efectos especiales de maquillaje (que, vistos a ojos de hoy, han devenido, sin pretenderlo, pura artesanía cinematografía como, pongamos por caso, los monstruos “gigantes” a base de muñecos animados stop-motion de Ray Harryhausen). Las formas más pegadas a la tradición de las ghost stories son las que acaban triunfando, como si Irvin se sintiera más cómodo con ellas que con los puntuales golpes de efecto que tiene que introducir para resaltar los truculentos maquillajes, y que tanto se llevaban, a fin de “meter miedo” al espectador. Pero, a la hora de la verdad, lo que realmente funciona en Historia macabra son sus apuntes más góticos: el relato de Sears James (Houseman) a la luz rojiza de la chimenea que brinda a sus viejos colegas de la Sociedad Gastronómica de Milburn, Nueva Inglaterra, con ese inserto irreal del hombre atrapado dentro de su ataúd y arañando la tapa del mismo…; el rostro borroso de la muchacha –Eva (Alice Krige)– que aparece en la antigua foto de la Sociedad Gastronómica; el grito de terror de Eva/Alma, sumergida en la bañera, evocando un horror de su pasado; la visualización, dentro un largo flashback de estética retro, de ese mismo horror: la cruel escena de la muerte de Eva, todavía viva y atrapada en el asiento trasero del coche arrojado al lago (idea que, como apuntara José María Latorre, sería retomada, tal cual, por Brian de Palma para En nombre de Caín, 1992); el fantasma de Eva arrastrando el blanco vestido de novia que nunca llegó a utilizar mientras baja las escaleras… La película se beneficia mucho de sus intérpretes, en particular una extraordinaria Alice Krige –para mi gusto, la mejor encarnación que ha tenido en cine Mary Shelley, en la curiosa Haunted Summer (Ivan Passer, 1988)–, cuyas miradas ambiguas transmiten toda la turbulencia interior de su personaje: pocas veces un desnudo de mujer ha resultado tan poco erótico y, por el contrario, tan inquietante, gracias a la labor gestual y corporal de la actriz.