En la década de los setenta, y dejando aparte la a mi entender poco conseguida Comando en el mar de China (Too Late the Hero, 1970) o la decididamente mediocre Rompehuesos (The Longest Yard, 1974), Robert Aldrich firmó algunas de sus mejores y más intensas películas, marcadas en su mayoría por una desesperación casi nihilista, una urgencia y una violencia explosiva, las cuales brillaron en todo su esplendor en títulos tan memorables como el western La venganza de Ulzana (Ulzana’s Raid, 1972), esa cruda evocación de
La banda de los Grissom es una adaptación de una celebrada novela del especialista en literatura “negra” James Hadley Chase, No Orchids for Miss Blandish (1939), también conocida como The Villain and the Virgin (sic) y como El secuestro de Miss Blandish en su edición española, la cual ya había conocido una primera versión para el cine de nacionalidad británica, titulada asimismo No Orchids for Miss Blandish, aunque también se la menciona como Approved y Black Dice, realizada por St. John Legh Clowes en 1948. A partir de la novela de Chase, Aldrich elaboró una tragedia cínica y sangrienta, utilizando magníficamente la estética retro, de tal manera que la misma deja de ser un mero ornamento esteticista para convertirse en una parte sustancial del meollo del relato. Aquí la época de
Ni que decir tiene que el panorama humano que muestra Aldrich en La banda de los Grissom es tan áspero, cruel y sin entrañas, que no resulta de extrañar que la violencia entre los personajes brote aquí más espontáneamente que nunca en la carrera de este virulento cineasta. Resulta inolvidable al respecto la dura secuencia en la que, tras haber rechazado los avances con miras sexuales de Slim (Scott Wilson), el más joven y mentalmente retrasado miembro de los Grissom, Barbara reciba una dura paliza a puñetazos por parte de Gladys “Ma” Grissom (Irene Dailey), una émula de “Ma” Baker a la que su miserable existencia ha convertido en una mujer brutal y sin escrúpulos. De hecho, ninguna de las relaciones humanas que se entablan en el film hace gala del menor signo de afectividad: “Ma” Grissom detesta a su marido, Doc (Don Keefer), porque le parece un cobarde y un pusilánime (de ahí que, en el violento clímax final, todavía tenga tiempo, antes de iniciarse el tiroteo con la policía, de aprovechar que Doc se da la vuelta, tras decirle que la abandona, para acribillarle por la espalda); el millonario John P. Blandish (Wesley Addy) mira con desprecio al detective privado que ha contratado, Dave Fenner (Robert Lansing), porque le parece alguien “inferior” a él (sic), aún tratándose del único hombre que puede recuperar a su hija con vida; Anna Borg (Connie Stevens), la amante de otro miembro de la banda de los Grissom, Eddie Hagan (Tony Musante), es una fulana que tan solo piensa en triunfar como bailarina en Broadway y que esconde una pistola en su mesita de noche; entre los miembros de la banda hay, asimismo, considerables dosis de resentimiento, sobre todo a raíz del momento en que “Ma” Grissom decide que lo mejor que pueden hacer con Barbara después de haber cobrado el rescate es acabar con ella: ese anuncio pone sobre aviso a Slim, que en su locura se ha enamorado de Barbara y, con tal de protegerla de su familia, está dispuesto, incluso, a matar a su propia madre, a la que amenaza con su navaja.
La mirada sobre la violencia es frontal, directa, brutal: aquí, primero se golpea, se acuchilla o se dispara, y luego se piensa. Al principio, Barbara es secuestrada por la banda de ladrones liderada por Joe Bailey (Matt Clark), los cuales tan solo quieren robarle el collar de 50.000 dólares que luce en el escote, pero el asesinato accidental a tiros de Jerry (Alex Wilson), el acompañante de Barbara, les obliga a llevarse a la chica para que no testifique contra ellos. Joe y los suyos se esconden con Barbara en la granja de un negro colega suyo llamado Johnny (Dots Johnson), lugar donde luego se presentan los Grissom, quienes asesinarán a los primeros para poder llevarse a la muchacha. Es evidente que todos los miembros de la banda, la madre y el padre incluidos, le tienen miedo a Slim, quien en ocasiones parece comportarse como un niño, pero en realidad es un psicópata cuyos estallidos de violencia son imparables e incontrolables: es particularmente crudo ese momento en que Slim asesina a navajazos a Eddie, después de que este haya intentado violar a Barbara; la escena está resuelta en fuera de campo, sobre la imagen de Barbara gritando, horrorizada, cada vez que oye en off las cuchilladas que Slim asesta en el cuerpo de Eddie. Acorralados por la policía en su nueva casa en la ciudad, los Grissom se atrincheran, dispuestos a vender cara su vida, sin tan siquiera plantearse la posibilidad de entregarse y, de este modo, salvar el pellejo; el resultado, previsiblemente, será una matanza explosiva.
A pesar de su estética retro, La banda de los Grissom no es una película “bonita”, sino, por el contrario, áspera y desagradable, de narrativa seca y concisa. Hay momentos en los que Aldrich parece buscar, deliberadamente, cierta fealdad visual: véase el horrible decorado del dormitorio de colores que Slim le ha preparado a Barbara cuando toda la banda se traslada del campo a su nueva y lujosa casa en la ciudad, reflejo del carácter semi infantil de Slim y el trasfondo ingenuo de su amor incondicional hacia Barbara. También hay en el film cierta tendencia hacia lo grotesco: el tono crispado de los intérpretes, todos magníficos; la sudoración constante en sus rostros; la apariencia ruin de gestos y miradas… Pocas veces Aldrich fue tan “al grano” como en este film, amargo como pocos, que huye del sentimentalismo como de la peste a pesar de que, en determinados instantes, resuelve con sensibilidad el dibujo de la atracción que Slim siente hacia Barbara y el afecto, creciente (aunque muy influido por el instinto de supervivencia), que poco a poco va experimentando Barbara hacia Slim, consciente de que es su única tabla de salvación. El único apunte sentimental viene dado, paradójicamente, por esa misma historia de amor imposible entre Barbara y Slim, la chica rica y el delincuente demente: los dos extremos de una trama que parece moverse, asimismo, entre la soberbia y la locura.
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