[ADVERTENCIA:
EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE
REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Hay que reconocer
que una primera e importante virtud de esta nueva versión de Suspiria (ídem, 2018) con respecto a la
película homónima original realizada en 1977 por Dario Argento (1) es que trata de alejarse al máximo
de esta. La trama delirante, la exuberancia del diseño de producción y de los
colores, y sobre todo, el descarado desprecio del verosímil exhibido por
Argento en la que, sin duda, es una de sus mejores películas, deja paso en la
versión realizada por Luca Guadagnino, a partir de un guion escrito por David
Kajganich –a quien se le debe el libreto de la injustamente infravalorada Invasión (The Invasion, 2007, Oliver
Hirschbiegel)–, a un sombrío relato narrado con parsimonia, de decorados fríos
y colores pálidos, que hace gala de una puesta en escena seca y cerebral.
Como
no podía ser menos tratándose de un film estrenado en 2018, la Suspiria de Guadagnino es una película
cinéfila, si bien lo es de una manera no tan descaradamente posmoderna como es
habitual hoy en día, es decir, alardeando del guiño por el guiño o de la cita
por la cita. Por el contrario, la cinefilia exhibida por este film tiene, al
menos, una determinada intencionalidad
(se esté de acuerdo, y guste o no, la misma). La acción tiene lugar en la
ciudad de Berlín en 1977, es decir, el mismo año que se estrenó la Suspiria de Argento; pero, como ya he
señalado, Guadagnino no pretende imitar a aquélla, lo cual es de agradecer,
sino más bien fijar un tiempo (finales de los años setenta del pasado siglo) y
un lugar (Berlín, en vez de la Friburgo de Argento), con vistas a ofrecer, sotto vocce, un retrato del contexto
social y político de dicha época y dicho lugar. Llama la atención, por tanto,
que la Suspiria de Guadagnino dedique
una generosa porción de su ya de por sí largo, muy largo metraje (¡152
minutos!), a incluir referencias a sucesos de la crónica político-negra de la
época –los atentados de la banda terrorista Baader-Meinhof–, y en particular,
detalle con minuciosidad las vicisitudes de un personaje secundario: el doctor
en psiquiatría Josef Klemperer, el mismo que, al principio de la película,
recibe en su humilde despacho a Patricia (una Chloë Grace Moretz vista y no
vista), una asustada alumna de la escuela de baile Helena Markos, y de quien
luego se nos contará, como digo muy detalladamente, sus esfuerzos por conocer
lo que ocurre en la mencionada escuela visitando una comisaría de policía, lo
cual le exige pasar los pesados controles burocráticos que se imponían a todos
aquellos que iban y venían al otro lado del famoso Muro de Berlín. Insisto en
que se puede estar o no de acuerdo con esta opción por parte de Guadagnino,
pero lo cierto es que su versión de Suspiria
pretende ser, también, un retrato de la
Berlín de 1977. Otro aspecto cinéfilo llamativo reside en el hecho de que el
elenco de actrices que interpreta al equipo de profesoras de la escuela de
baile de Helena Markos está integrado en parte por viejas glorias del cine de
autor europeo de los años setenta y ochenta: ahí están las alemanas Ingrid
Caven (Miss Vendegast) y Angela Winkler (Miss Tanner) y la holandesa Renée
Soutendijk (Miss Huller), por citar a las más notorias. Evocación de un cine de
otra época que Guadagnino refuerza introduciendo, subrepticiamente, zooms y reencuadres (no muchos, por
fortuna) característicos de aquélla. Más convencional, y metida con calzador,
resulta la aparición, en plan “estrella invitada”, de la protagonista de la Suspiria de Argento, Jessica Harper,
interpretando a la supuestamente fallecida esposa del Dr. Klemperer.
El
problema de todas esas referencias, que no están mal en sí mismas consideradas,
consiste en que nunca terminan de integrarse satisfactoriamente en el conjunto
del relato, dando la impresión de que su inclusión obedece a la intención de
dotar a esta nueva Suspiria de un
aire de “respetabilidad”, a fin de que no se diga –horror– que se trata “tan
solo” de una “película de terror”. Porque Guadagnino, encumbrado recientemente
al podio de los autores gracias a la reputación de sus dos anteriores trabajos,
Cegados por el sol (A Bigger Splash,
2015) y Call Me by Your Name (ídem,
2017), parece mirarse el género fantástico desde una fría distancia intelectual
durante la mayor parte del metraje de “su” Suspiria,
hasta el punto de que, como digo, las peripecias del personaje del Dr.
Klemperer, el trasfondo del Berlín de los setenta y la presencia icónica de las
mencionadas actrices europeas parecen pertenecer a otra u otras películas
completamente diferentes de aquella en la que están incluidas, no aportando
nada específico al meollo principal del relato. No resulta de extrañar que el
film dure más de dos horas y media, pues con semejante planteamiento podría
haberse ido tranquilamente a las tres horas de metraje. Y más si tenemos en
cuenta que, en resumidas cuentas, las referencias a la Baader-Meinhof no
aportan nada substancial a la trama, salvo, quizá, para sugerir una especie de
contraposición entre el terror “real” de las acciones violentas de la Fracción
del Ejército Rojo y el terror “irreal”, sobrenatural,
que se produce dentro de los muros de la escuela, pero que, tal y como está
planteada, carece del más mínimo interés; y que los guiños al cine europeo de
los 70-80 por mediación de la presencia de las excelentes veteranas que lo
representan no tiene más valor que el anecdótico, como anecdótico resulta el
suicidio de Miss Griffith (Sylvie Testud), la silenciosa profesora que no
parece encajar con el resto de sus diabólicas compañeras y que se quita la vida
en un gesto que tiene mucho de liberador.
Lo mismo puede decirse del hecho de que Tilda Swinton interprete –por lo demás,
tan excelentemente como siempre– nada menos que a tres personajes: el
mencionado Dr. Klemperer (su labor, aquí, es particularmente brillante), así
como a la profesora de baile y reputada coreógrafa Madame Blanc y a la
mismísima Helena Markos; más allá de la exhibición de poderío dramático de la
actriz británica, esa triple performance,
fuera de su valor en sí misma considerada, no tiene ningún sentido, y, si lo
tiene, particularmente el que suscribe no sabe vérselo.
Mal
que le pese a Guadagnino, “su” Suspiria
funciona mejor cuando se decide a ser lo que, en principio, se supone que es:
una película de terror. En este sentido, y a pesar de las muchas pegas que se
le pueden poner al film (y tan solo acabo de empezar), hay que reconocer que a
esta nueva Suspiria no le faltan ni
buenos momentos de “suspense” ni una más que aceptable atmósfera, por más que,
voy avanzándolo, la película acumula asimismo fragmentos que dejan bastante que
desear (sobre todo lo que refiere a su horrible clímax), y acaba resultando
mucho más convencional de lo que, probablemente, a Guadagnino le hubiese
gustado. Pero, como digo, sería injusto no reconocerle algunos méritos, que los
tiene. El arranque del film, con la llegada de la protagonista, Susie Bannion
(Dakota Johnson), a la escuela, resulta sugestivo: como ya he indicado, la
frialdad del decorado y la calculada precisión de los movimientos de cámara,
hasta cierto punto muy a lo Kubrick de El
resplandor (The Shinning, 1980), contribuyen a ir creando una densa atmósfera.
Dentro de esos primeros minutos, se produce el que, sin duda, es el mejor, más puramente terrorífico momento de toda la
película: la dura y cruel escena en la que el baile de Susie en presencia de
Madame Blanc y el resto de alumnas provoca un doloroso efecto en el cuerpo de
Olga (Elena Fokina), la bailarina que ha decidido abandonar la escuela; sobre
la base de un angustioso montaje en paralelo, vemos cómo –gracias a un “toque
mágico” de Madame Blanc en los pies y manos de Susie– los movimientos de baile
de la protagonista se traducen en golpes, caídas y roturas de huesos de Olga,
encerrada en otra sala de baile de la escuela cuyas paredes están recubiertas
de espejos.
Otros
recursos se revelan, empero, más convencionales, tal es el caso de las
abundantes pesadillas de Susie, según parece como consecuencia de una infancia
traumática, en la cual vio morir a su propia madre (Malgorzata Bela) en tristes
circunstancias: Guadagnino recurre al inserto de planos cortos de imágenes de
impacto, muchas de ellas entrevistas en los tráileres promocionales (unas manos
arañando el suelo, una chica reptando de
manera imposible por el marco de una puerta, otra con el rostro cubierto de
gusanos, Susie y Madame Blanc enzarzadas en una extraña coreografía, etc.), que
pretenden crear una sensación de malestar, pero eso se consigue tan solo a
medias. Funcionan mejor los recursos, por así decirlo, más “clásicos”: cf. las
incursiones del personaje de Sara (Mia Goth), la mejor amiga de Susie en la
escuela, por los tenebrosos pasillos de esta, tras descubrir una puerta secreta
escondida en la sala de baile de los espejos.
Pero
incluso en esos momentos, por lo demás correctamente resueltos, se hace patente
que, mal que le pese a Guadagnino, “su” Suspiria
funciona cuando el realizador abraza las convenciones del género, y en cambio empeora
cuando intenta alejarse de ellas mediante recursos “artísticos” mal entendidos
y peor resueltos. Es el caso, sin ir más lejos, de la segunda y definitiva
incursión de Sara por los pasillos de la escuela, al mismo tiempo que Susie y
el resto de las bailarinas interpretan una sofisticada coreografía de Madame
Blanc ante el público. Dejando aparte el hecho de que la secuencia está, de
entrada, mal planteada –no se entiende que, en una película tan larga como
esta, Guadagnino sitúe a Sara directamente en medio de un oscuro pasillo,
maquillada y vestida para participar en el ballet, sin que hayamos visto cómo
ha llegado hasta ahí–, dicha secuencia se acaba resolviendo sobre la base de un
(otro) montaje en paralelo, tanto o más previsible que el de la secuencia del
asesinato “mágico” de Olga: mientras Susie y sus compañeras van bailando, Sara
va siendo acosada por horripilantes apariciones y sufre la aparatosa rotura de
una de sus piernas, en un vano intento por parte de Guadagnino de convertir la
escena en una especie de “sinfonía del horror”.
Pero
nada de esto sería particularmente grave si no fuera porque, finalmente, la Suspiria de Guadagnino concluye con la
que, con franqueza, me parece la peor secuencia que haya dado el cine de terror
de estos últimos años: la del aquelarre presidido por Helena Markos y organizado
por Madame Blanc, en el cual participan, desnudas, todas las maestras y alumnas
de la escuela, la cual incluye una revelación que le da la vuelta por completo
a la Suspiria de Argento –¡Susie es,
en realidad, la reencarnación humana de Mater Lacrimarum, la Madre de las
Lágrimas!–, y “culmina” en un aborrecible festival de explosiones de cuerpos
humanos y salpicaduras de sangre rodadas con feos ralentíes, tan mal planteado
y, sobre todo, tan mal filmado, que hace pensar en los peores momentos de
Lamberto Bava o Joe D’Amato. Como lo oyen. Y, a pesar de que, en sus minutos
finales, la Suspiria de Guadagnino
recupera el tono sobrio de la mayor parte del relato, la secuencia del
aquelarre ha dejado antes tan mal sabor de boca que pone fácil, muy fácil,
destrozar los méritos parciales (que, a pesar de todo, los tiene) de una
película no exenta de ideas en sus líneas generales, pero que en la práctica no
desarrolla bien la mayoría de ellas.
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