Translate

martes, 27 de diciembre de 2016

Plan A, plan B, plan C: “LA DONCELLA”, de Park Chan-wook



[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Lo comentaba hace poco en mi reseña de Animales nocturnos (1), y vuelvo a insistir en ello: hay películas cuyas mejores ideas son mérito de las novelas, obras de teatro, poemas o cómics que adaptan o en los que se inspiran. Aparentemente, La doncella (Ah-ga-ssi, 2016) toma lo más interesante de Falsa identidad (2002; edición española: Anagrama, 2009), el libro de Sarah Waters del cual parte y que lamento desconocer –tampoco he visto la adaptación previa, en formato de miniserie para la televisión británica, de la misma: Fingersmith (Aisling Walsh, 2005)–, aunque, a juzgar por las referencias existentes, lo mejor del film coescrito y realizado por el surcoreano Park Chan-wook ya se encontraba en la novela: su construcción narrativa.


Dicha construcción, aparentemente compleja, es en el fondo más sencilla que lo que los retruécanos argumentales que la acompañan en el film puedan dar a entender: la eficacia de La doncella en particular, y del cine de Park Chan-wook en general, depende mucho de las apariencias. A diferencia del libro de Waters, Park y el coguionista Jeong Seo-kyeong trasladan la acción a la Corea de la ocupación japonesa (1910-1945), durante la década de los treinta. El primer tercio del relato está narrado desde el punto de vista de Sook-Hee (Tae-ri Kim), una joven coreana que entra a trabajar como sirvienta en la mansión donde vive una refinada dama japonesa, Hideko (Min-hee Kim), en compañía de su viejo tío Kouzuki (Jin-woong Jo). En realidad, Sook-Hee es cómplice de un timador que, adoptando la identidad del conde japonés Fujiwara (Jung-woo Ha), pretende engañar a Hideko, aprovechándose de su ingenuidad, a fin de seducirla, casarse con ella y llevársela a Japón, donde, una vez se haya apoderado de su dinero, conseguirá que la encierren de por vida en un centro psiquiátrico. La misión de Sook-Hee es convertirse en la doncella de Hideko, tomar nota de todos los detalles de su vida y pensamiento, y pasarle esa información a Fujiwara para ayudarle en su farsa. Lo que no estaba previsto es que Sook-Hee se enamore de Hideko, y que ambas devengan amantes. Los celos devoran a Sook-Hee, la cual no soporta que Fujiwara toque a Hideko; pero, incapaz de echarse atrás, sigue adelante con el plan, el cual funciona tal y como estaba previsto: Fujiwara consigue seducir a Hideko (por más que esta se niega a renunciar a la compañía, y sobre todo a las atenciones sexuales, de Sook-Hee), y convencerla para que contraigan nupcias y viajen a su país de origen acompañados de la fiel doncella. Pero, una vez allí –y cuando ya llevamos alrededor de una hora de metraje–, el relato da un giro imprevisto: llegado el momento de entregar a la desdichada Hideko al centro psiquiátrico donde será encerrada, ¡será Sook-Hee, confundida con la auténtica Hideko, la que acabará dando con sus huesos en dicha institución!


¿Qué ha ocurrido? Una serie de flashbacks nos lo desvelan: sin que Sook-Hee lo supiera, Hideko no es, ni por asomo, la mujer frágil que aparentaba ser, sino por el contrario una persona astuta que vive encerrada por su tío Kouzuki. Este tampoco es el honorable caballero nipón que parece, sino un depravado que ha obligado desde pequeña a Hideko a convertirse en lectora y actriz de sesiones privadas de lectura de novelas eróticas, para solaz de Kouzuki y su selecto grupo de degenerados amigos. Más aún: la tía de Hideko y esposa de Kouzuki (So-ri Moon) era, en el pasado, la encargada de protagonizar esas sesiones de lectura e interpretación eróticas, y de instruir a la pequeña Hideko en ellas, hasta que, destrozada por la humillación, los maltratos de Kouzuki y la locura, acabó quitándose la vida, ahorcándose en el árbol que corona el jardín de la mansión y que Hideko ve cada noche desde su ventana…


A espaldas de Sook-Hee, Hideko y Fujiwara, que también contra todo pronóstico se ha enamorado de la mujer a la que pretendía embaucar y ha acabado confesándole cuáles eran sus secretas intenciones, han trazado juntos un plan B: Hideko fingirá que Fujiwara ha logrado camelarla para, más adelante y una vez casados e instalados en Japón, encerrar a Sook-Hee en el psiquiátrico haciendo creer a los médicos que ella es la señora, mientras que Hideko fingirá ser la doncella… Un plan diabólicamente perfecto, pero que vuelve a dar paso a otro giro de guion en virtud de la existencia de un plan C: Hideko y Sook-Hee se han confesado la una a la otra lo que ocultaban, y han preparado ese tercer plan, en virtud del cual Sook-Hee será temporalmente encerrada en el psiquiátrico pero logrará escapar gracias a la ayuda de Hideko, la cual mientras tanto se habrá librado de Fujiwara, llevándose consigo todo el dinero para luego huir con Sook-Hee, y dejar a Fujiwara a merced del vengativo Kouzuki y sus sicarios…


El principal problema de La doncella es que, más allá de los dos efectos sorpresa derivados de tan tramposa construcción narrativa, y de algunos curiosos detalles, no ofrece gran cosa. Despojado de esos golpes de efecto, el film es un decorativo pero hueco melodrama erótico-criminal que, en sus peores momentos, Park ilustra con esos trazos de brocha gorda tan característicos de su efectista estilo. Cierto: la película está llena de muchos y muy variados movimientos de cámara, de esos que gustan tanto y que dotan a cualquier director del marchamo de “estilista” (sic); se ha comparado con frecuencia al cineasta surcoreano con Brian de Palma o Dario Argento, pero en la práctica carece de las virtudes de ambos, sobre todo si tenemos en cuenta que sus travellings no son nada más que pirotecnia destinada a rellenar el más absoluto de los vacíos. Un reproche que durante mucho tiempo se les ha formulado a De Palma y Argento, con la diferencia de que estos (en particular, el primero) saben convertir el travelling en un recurso bello, algo atractivo en sí mismo considerado y con indiferencia, cuando no abierto desprecio, hacia lo que se conoce como “funcionalidad narrativa”. Por el contrario, los movimientos de cámara de Park, aparte de ser de una notable fealdad, están ejecutados con la intención de subrayar algo: cf. el vuelo de la cámara, siguiendo la admirada mirada de Sook-Hee la primera vez que entra en la suntuosa mansión de sus nuevos amos japoneses (los movimientos de la cámara son tan rápidos que apenas permiten apreciar la belleza del decorado, y ni mucho menos, compartir el embelesamiento del personaje); o el veloz travelling frontal que, desde el punto de vista de Sook-Hee, nos descubre a Hideko y su tío Kouzuki conversando en la cámara secreta que, como luego sabremos, es el escenario de las performances de Hideko (con el cual se pretende expresar, “artísticamente”, una sensación de sorpresa de Sook-Hee equivalente a la que podría haberse logrado, sin tantas florituras, con un simple zoom).


La mencionada construcción del relato da pie a Park a elaborar, asimismo, un ejercicio de montaje inspirado en los llevados a cabo (con resultados mucho más brillantes) por De Palma. Hasta cierto punto, puede entenderse que la superficialidad del primer tercio de la trama –solo compensada por la excelente interpretación de los actores y la belleza formal de la fotografía– resulta hasta cierto punto “deliberada”, habida cuenta de que, tan pronto como la trama presenta su primera “sorpresa” (el plan B), una serie de flashbacks nos devuelven al primer tercio del metraje, y es entonces cuando descubrimos, por así decirlo, los encuadres que faltaban en las escenas que hemos presenciado antes y que ahora, una vez añadidos, le confieren su auténtico y completo sentido. Descubrimos, así, que cuando Hideko gritó en mitad de la noche, lo hizo para atraer a la doncella a su lecho, y empezar así su proceso de seducción; que, cuando Sook-Hee descubrió a Hideko y Fujiwara apasionadamente abrazados en el bosque, el gesto de los amantes estaba en realidad dirigido hacia la doncella para crearle una falsa impresión; o que, cuando Sook-Hee vio la mancha de sangre en el lecho de Hideko y Fujiwara tras la noche de bodas de estos últimos, certificando aparentemente que Fujiwara había desvirgado a Hideko, en realidad esa mancha no era sino resultado de un corte que Hideko se infligió en una mano con un cuchillo para simular esa desfloración. El resultado, empero, no resulta todo lo enigmático e ingenioso que, se supone, debería ser, sino por el contrario mecánico, pesado y bastante aburrido. De ahí que, una vez establecida esa “mecánica sorpresiva”, el seguro giro de la trama (el plan C) no haga sino acrecentar la sensación de que La doncella es poco más que una gigantesca tomadura de pelo, revestida, eso sí, de una elegancia formal que no es sino un mero paliativo de cara a disimular, sin éxito, su condición de mera pompa de jabón.


Pese a la presencia de algunos detalles que impiden que la película se hunda por completo, hay en ella demasiados aspectos que terminan inclinando la balanza hacia el saldo de lo negativo, tales como la sempiterna costumbre, tan característica del cine surcoreano, de alargar los metrajes más allá de lo estrictamente necesario (sus 144 minutos acaban pesando sobremanera); o el pobre recurso de la voz en off de Sook-Hee en el primer tercio de la trama; o la inacabable secuencia de violencia dirty, cerca del final (tan típica, asimismo, de la cinematografía surcoreana), en la que Fujiwara descubre que el viejo Kouzuki ha reemplazado la satisfacción de una pulsión sexual que, dada su edad, ya se ve físicamente incapaz de saciar, por la satisfacción de una pulsión, más perversa, hacia la tortura: Park Chan-wook no puede decepcionar a los fans que le encumbraron gracias a la mediocre Oldboy (Oldeuboi, 2003), la más conocida chorrada de la carrera de un director cuya filmografía ya tiene unas cuantas, léase Joint Security Area (Gongdong gyeongbi guyeok JSA, 2000), Sympathy for Mr. Vengeance (Boksuneun naui geot, 2002), Thirst (Bakjwi, 2009) o Stoker (ídem, 2013), por limitarme a las que he tenido la desgracia de ver. Asimismo, que La doncella gire alrededor de personajes perversos y plantee situaciones perversas no significa, ni mucho menos, que sea una película perversa: la perversidad es, paradójicamente, la gran ausente de un film que arroja sobre personajes y situaciones una mirada meramente esteticista y complaciente, cuando no burdamente irónica, caricaturesca. Es lo que la diferencia de una película como Elle (ídem, 2016), en la que el veterano Paul Verhoeven arroja, aquí sí, una mirada perversa, cuando no malvada, sobre personajes y situaciones igualmente perversos y malvados, haciendo incómodamente partícipe al espectador de esa vesania mostrándola en toda su crudeza, en toda su humanidad.     

(1) http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2016/12/cobardes-y-vengativos-animales.html

sábado, 24 de diciembre de 2016

Cobardes y vengativos: “ANIMALES NOCTURNOS”, de Tom Ford



[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] No me canso de repetir que el conocimiento de las novelas, obras de teatro, cómics o lo-que-sea previos a sus adaptaciones en forma de películas es esencial a la hora de valorar, en profundidad y con conocimiento de causa, las cualidades de los films adaptadores desde el punto de vista de dicha adaptación. Tampoco descubro nada cuando afirmo que una buena película puede serlo desde un punto de vista exclusivamente cinematográfico y, al mismo tiempo, ser una mala adaptación de la novela, obra de teatro, cómic, etc., que traslada a imágenes, y a la inversa, una película puede ser mala, fílmicamente hablando, pero a pesar o con independencia de ello una buena adaptación del material previo que la inspira. Naturalmente, todo esto plantea una segunda, y necesaria, reflexión: ¿qué se entiende por “buena” o “mala” adaptación? ¿La que sigue fielmente la obra casi al pie de la letra (es decir, la que reproduce tal cual su trama argumental, caso de hallarnos ante obras literarias y/ o gráficas)? ¿O la que, por el contrario, “traiciona” esa fidelidad, pero a cambio refleja eso tan difícil de describir, de expresar, de sentir, que se conoce como el espíritu? Lo cual todavía nos llevaría a una tercera reflexión: ¿qué es o qué entendemos por espíritu de una obra artística, no solo las literarias y/ o gráficas sino incluso las pictóricas, escultóricas, arquitectónicas o musicales?


Esta digresión previa me parece necesaria a la hora de abordar un comentario de Animales nocturnos (Nocturnal Animals, 2016), habida cuenta de que, al menos por lo que da a entender su trama argumental, y a la vista de las informaciones existentes al respecto, sospecho que este film escrito y dirigido por Tom Ford depende, y mucho, de la novela en la que se inspira: Tony and Susan (1993), de Austin Wright, publicada en España como Tony y Susan por Destino (1994), y luego reeditada por Salamandra (2012) como Tres noches. Vaya por delante que Animales nocturnos me parece una buena película, interesante en sí misma considerada, pero mi desconocimiento de la novela de Wright me hace pensar que no pocas de las mejores ideas del film son mérito de esta última, sobre todo teniendo en cuenta que la trama de la película de Ford gira alrededor de la literatura, y en concreto, de la idea de una novela/un film dentro-del-propio-film, habida cuenta de que en el libro hay, también, una-novela-dentro-de-la-propia-novela.


Susan Morrow (Amy Adams) es una galerista de arte, casada en segundas nupcias con Hutton Morrow (Armie Hammer); el matrimonio de ambos no va bien: su relación es cada vez más fría y distante, más incómoda, y Susan sospecha –con acierto– que Hutton tiene una amante. Todo cambia cuando recibe un borrador de una novela, asimismo titulada “Animales nocturnos” y escrita por Edward Sheffield (Jake Gyllenhaal), su primer marido, del cual se divorció hace ya diez años, quien le pide que se la lea y le exprese su sincera opinión. La novela de Edward, que Tom Ford visualiza, planteando así una película-dentro-de-la-película, gira en torno a Tony Hastings (también interpretado por Jake Gyllenhaal), un padre de familia que viaja por carretera en su coche con su esposa Laura (Isla Fisher) y su hija adolescente India (Ellie Bamber). Una noche, el coche de los Hastings es apartado de la carrera por el vehículo de tres indeseables: Ray Marcus (Aaron Taylor-Johnson), Lou (Karl Glusman) y Turk (Robert Aramayo). Tras un conato de pelea, Tony se ve brutalmente separado de Laura e India. Es abandonado en medio del desierto por uno de sus agresores, y escapa por poco de morir cuando dos de ellos regresan a donde le han dejado, con toda seguridad para acabar con su vida. A la mañana siguiente, tras pedir ayuda a la policía, la tragedia se consuma con el hallazgo de los cadáveres de Laura e India, desnudas, violadas y asesinadas, la esposa a golpes, la hija por estrangulación. Pero, con la ayuda de un teniente de la policía local, el detective Bobby Andes (Michael Shannon), Tony seguirá la pista de los asesinos, movido por la venganza.


A lo largo de Animales nocturnos se produce una continua interacción entre la trama que relaciona, digamos, en el “mundo real” a Susan, Edward y Hutton, y la de la novela escrita por Edward. Por ejemplo, una de las claves de ambas tramas, la “real” y la “imaginaria”, está estrechamente vinculada con la idea de la cobardía. En el libro de Edward, su protagonista masculino, el mencionado Tony Hastings, se reprocha sobre todo la cobardía que, según él, demostró a la hora de defender a su esposa e hija de la agresión de Ray, Lou y Turk; de hecho, es lo que más lamenta de la tragedia que ha vivido, pues su convencimiento de que no actuó adecuadamente cuando la situación lo requería, que no supo o no pudo ser todo lo valiente que cree que debería haber sido, es lo que les costó la vida a Laura e India. Al hilo de la lectura de la novela de Edward, Susan rememora cómo fue su relación con su exmarido, y recuerda precisamente que una de las cosas que ella siempre le reprochaba, hasta el punto de provocar su divorcio, es que no se decidiera a encarrilar su carrera de escritor hacia opciones “de éxito”; o, dicho con otras palabras, siempre estaba echándole en cara su “cobardía”. A mayor ahondamiento, es a partir de los recuerdos de Susan sobre su vida junto a Edward, visualizados mediante los preceptivos flashbacks, cuando vemos por primera vez al escritor y descubrimos que está interpretado por el mismo actor que encarna a Tony, esto es, Jake Gyllenhaal. Entonces comprendemos que la desazón que la lectura de Animales nocturnos provoca en Susan se deriva no tanto de su dureza, que también, como de lo que tiene de simbólico, grotesco retrato encubierto de determinados aspectos de su vida junto a Edward.


Hay ocasiones en que Tom Ford emplea el montaje para forzar la relación entre los dos planos narrativos del relato mediante asociaciones visuales destinadas a crear paralelismos entre situaciones parecidas, al menos, a nivel visual (por más que no siempre vengan a significar lo mismo). Es el caso, por ejemplo, del plano medio en picado sobre Tony, echado sobre el lado derecho de una cama, que por corte se asocia con un plano medio en picado prácticamente idéntico de Susan asimismo echada en otra cama pero ocupando el lado izquierdo del lecho; de este modo, se establece una relación entre ambos personajes, el “real” (Susan) y el “imaginario” (Tony), pero casi “real” en la imaginación de la primera en cuanto es una representación simbólica del “auténtico” Edward; y, de paso, se sugiere la soledad de ambos personajes, en virtud de la ausencia de un ser amado que compartía su cama, su vida, con ellos, en el caso de Susan, Edward, y en el de Tony, su asimismo “imaginaria” esposa Laura, en la cual podemos ver un trasunto de la Susan de carne y hueso (de hecho, ¿no hay una cierta semejanza física entre las actrices Amy Adams e Isla Fisher?). Otro ejemplo de ese tipo de asociación por medio del montaje se da en la escena en la que Susan lee en la novela de Edward (y Tom Ford visualiza) el terrible momento en que Tony, Bobby Andes y otro agente de policía descubren los cadáveres de Laura e India: madre e hija muertas han sido depositadas, desnudas, sobre un viejo sofá situado en medio de las ruinas de una casa abandonada en medio del campo; los cadáveres están dispuestos sobre ese sofá como si estuvieran delicadamente abrazadas y mirándose la una a la otra. La descripción de esa dura escena impulsa a Susan a detener su lectura y efectuar una rápida llamada telefónica a su hija adolescente Samantha (India Menuez), fruto de su matrimonio con Hutton, la cual en ese momento está durmiendo, también desnuda, abrazada a su amante, en una pose prácticamente idéntica a la de los cadáveres de Laura e India.


Animales nocturnos es, como digo, una interesante película tanto por lo que cuenta como por el cómo lo cuenta, por más que en relación a esto último afloren algunas debilidades inherentes al estilo cinematográfico que ha demostrado Tom Ford tanto aquí como en su anterior largometraje, el a pesar de todo no menos atractivo Un hombre soltero (A Single Man, 2009). Me refiero, principalmente, a cierta delectación esteticista que, si bien a ratos resulta pertinente –como comentaba hace poco el amigo Tonio L. Alarcón en su crítica para Imágenes de Actualidad, el brillante contraste entre el acristalado apartamento donde vive Susan, expresión de su propia frialdad de carácter, y los escenarios calurosos, soleados, casi febriles donde transcurre la mayor parte de la acción de la novela escrita por Edward–, en ocasiones le proporciona a la película una relativa altivez “artística”, una cierta pátina relamida, que más bien favorece una determinada desconexión (quizá deliberada) con el drama de los personajes. Pienso, por ejemplo, en la chocante secuencia de los títulos de crédito, consistente en una serie de planos de antiguas cheerleaders maduras y obesas, bailando desnudas y a cámara lenta, que en realidad no forman parte sino de una provocativa exposición de arte contemporáneo que se exhibe en la galería de Susan. O en escenas como aquélla en la que Susan se fija por primera vez en un enorme cuadro que está colgado en la galería de arte que dirige, y que consiste en unas enormes letras negras y chorreantes, como si estuvieran ensangrentadas, donde se lee “REVENGE” (venganza); más adelante, y una vez llegados a la secuencia final, se hará evidente algo que venía a señalarnos esa pintura abstracta: que el propósito de Edward al enviarle su novela a Susan, y luego citarla a una cena a solas, no era otro que la revancha: restregarle por la cara que, finalmente, logró escribir una buena novela, y además, dejarla plantada en el restaurante, tal y como ella hizo con él en el pasado… Ello no obsta, insisto, para que el resultado final se incline más hacia lo positivo que hacia lo negativo, a lo cual resulta de justicia añadir la excelente labor de sus intérpretes.


jueves, 22 de diciembre de 2016

“IMÁGENES DE ACTUALIDAD” de ENERO 2017, a la venta



¡Ya es año nuevo en Imágenes de Actualidad! El núm. 375 dedica su portada a la más vistosa de las películas de las cuales se ofrecen sendos avances en la sección Primeras Fotos: Spider-Man: Homecoming (2017), de Jon Watts. Otros films de los cuales también se brindan esos avances en la misma sección son Guardianes de la Galaxia Vol. 2 (Guardians of the Galaxy Vol. 2, 2017), de James Gunn; La momia (The Mummy, 2017), de Alex Kurtzman; Fast & Furious 8 (The Fate of the Furious, 2017), de F. Gary Gray; y War for the Planet of the Apes (2017), de Matt Reeves.


Aparecen asimismo destacados en portada tres de los principales estrenos previstos para este mes de enero: Múltiple (Split, 2016), que se complementa con una entrevista con su director, M. Night Shyamalan, y con el artículo Personalidades escindidas; La ciudad de las estrellas – La La Land (La La Land, 2016), de Damien Chapelle; y Vivir de noche (Live by Night, 2016), complementado con una entrevista con su director y protagonista, Ben Affleck.


Hay más, mucho más: los reportajes dedicados a Silencio (Silence, 2016), de Martin Scorsese; Loving (ídem, 2016), de Jeff Nichols; Train to Busan (Busanhaeng, 2016), de Yeon Sang-ho; Shin Godzilla (Shin Gojira, 2016), de Shinji Higuchi e Hideaki Anno; La luz entre los océanos (The Light Between Oceans, 2016), de Derek Cianfrance; La tortuga roja (La tortue rouge, 2016), de Michael Dudok de Wit; Solo el fin del mundo (Juste la fin du monde, 2016), de Xavier Dolan, que se complementa con un retrato de una de sus protagonistas femeninas, Léa Seydoux; Underworld: Guerras de sangre (Underworld: Blood Wars, 2016), de Anne Foerster; Los del túnel (2016), de Pepón Montero; La autopsia de Jane Doe (The Autopsy of Jane Doe, 2016), de André Ovredal; xXx: Reactivado (xXx: The Return of Xander Cage, 2017), de D.J. Caruso; y Toni Erdmann (ídem, 2016), de Maren Ade. Y las secciones Además…, con el resto de estrenos del mes; Noticias; Stars; Hollywood Babilonia, de Héctor Adama; Hollywood Boulevard, de Ramón Cudeiro; Él dice, ella dice; ¿Sabías que…?, del profesor Moriarty; Se rueda, de Boquerini; Zona sin Límites, de Ángel Sala; Diccionario Fantástico, del Dr. Cyclops; Libros, de Antonio José Navarro; y BSO y DVD & Blu-ray, de Miguel Fernando Ruiz de Villalobos.


El estreno de Silencio, de Scorsese, me permite hacer referencia a otra famosa película de temática relativamente similar dentro de la sección Cult Movie: La misión (The Mission, 1986), de Roland Joffé. “A la vista de las mediocres películas firmadas por Roland Joffé posteriores a “La misión”, esta última se erige en uno de sus mejores trabajos junto con “Los gritos del silencio”, si no el mejor. Buena parte de sus méritos residen en el inteligente guión de Robert Bolt, el cual, más allá de sus posibles inexactitudes históricas, sabe exponer con agudeza el conflicto entre fe y pragmatismo, entre idealismo y realismo, que se encuentra no solo en la base del argumento de “La misión”, sino también en la de sus mencionadas colaboraciones para David Lean y en su obra de teatro «A Man for All Seasons»”.


También he escrito para este número las críticas de dos hermosas películas: Aliados (Allied, 2016), de Robert Zemeckis…


…y Vaiana (Moana, 2016), de John Musker y Ron Clements.  


Facebook “Dirigido por…”: www.facebook.com/#!/dirigidopor
Facebook “Imágenes de Actualidad”: www.facebook.com/imagenesdeactualidad
Twitter “Dirigido por…”: www.twitter.com/#!/Dirigido_por
Twitter “Imágenes de Actualidad”: https://twitter.com/ImagActualidad
E-mail redacción: redaccion@dirigidopor.com
E-mail pedidos libros, números atrasados y suscripciones: suscripciones@dirigidopor.com
Publicidad cine: publicidad@dirigidopor.com

lunes, 19 de diciembre de 2016

Misión suicida: “ROGUE ONE: UNA HISTORIA DE STAR WARS”, de GARETH EDWARDS



[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] De entrada, que Rogue One: Una historia de Star Wars (Rogue One: A Star Wars Story, 2016) sea una película pensada para complacer a los fans de la franquicia galáctica creada por George Lucas y actualmente gestionada por Disney no tiene nada ni de bueno ni de malo, salvo que no se encuentre un equilibrio entre el homenaje puro y simple y la expresión personal de quien está tras las cámaras. En este sentido, que el film que ha realizado Gareth Edwards dependa tanto de la fama de los seis largometrajes escritos, producidos y en su mayor parte realizados por Lucas entre 1977 y 2005, y que esa dependencia se haga palpable por medio de la inclusión de numerosas referencias/ numerosos guiños centrados, sobre todo, en la popularmente conocida como trilogía original –La guerra de las galaxias, El Imperio contraataca y El retorno del Jedi–, es un inconveniente con el que tendrá que cargar cualquier director que pretenda firmar una nueva entrega de la saga, sea un Episodio o un spin-off. J.J. Abrams salió, a mi entender, bastante airoso del reto (por más que ni siquiera él pudo desprenderse por completo de esa “operación deleite”), y habrá que ver qué quieren o qué pueden hacer Rian Johnson y Phil Lord & Chris Miller en un futuro próximo.


El problema de Rogue One es que, sin ser en absoluto una mala película (tiene suficientes elementos que la hacen, cuanto menos, estimable), se nota demasiado, mucho más que en el caso de la ya de por sí excesivamente referencial Star Wars: El despertar de la Fuerza (1), esa dependencia de la franquicia preexistente. La diferencia principal con esta última es que Abrams fue consciente desde el primer momento de ese inconveniente y, en vez de obviarlo, jugó con él (a mi entender, inteligentemente), consiguiendo un film autoconsciente de su condición de continuación-de-la-saga-más-famosa-de-la-historia-del-cine, extrayendo interesantes resultados que, sospecho, siguen sin haber sido apreciados en su justa medida. Edwards, que es un cineasta que ha demostrado anteriormente cierta personalidad –Monsters (ídem, 2010), Godzilla (ídem, 2014)–, ofrece en Rogue One un trabajo tan solvente como impersonal, tan bien construido y ensamblado como carente de auténtica inspiración, una sólida película que juega con la mitología de la serie pero que no consigue ir más allá de la misma, por más que lo intenta en ocasiones. El peaje, en sí mismo considerado, no sería molesto si no se notara tanto.


Rogue One arranca con el consabido plano general del espacio estelar combinado con un movimiento de cámara que nos desvela la superficie de un planeta y una nave espacial del Imperio disponiéndose a aterrizar en su superficie; la diferencia con los siete episodios anteriores es que, en esta ocasión, no hay un rótulo de introducción poniéndonos en antecedentes, lo cual se agradece. Rogue One se presenta, así, como lo que es: un spin-off, una trama paralela al argumento principal de la franquicia, que dentro de la cronología de la misma se sitúa años después de la acción de La venganza de los Sith, pero inmediatamente antes de La guerra de las galaxias, caprichosamente retitulada a posteriori por Lucas como Una nueva esperanza. Y de esperanza se habla, y mucho, en Rogue One, cuyo intríngulis consiste, básicamente, en explicarnos lo que no se detalló al principio de La guerra de las galaxias, o sea, cómo consiguieron los rebeldes robar los planos de la Estrella de la Muerte que luego la princesa Leia Organa confiaría a los androides C-3PO y R2-D2. Pero, como decía, ese arranque es tan solo el primero de una larga serie de guiños, los cuales incluyen –sin ánimo de extendernos demasiado en esto, pues empieza a resultar cansino– las apariciones estelares, nunca mejor dicho, de Darth Vader –de nuevo con la voz, en V.O., de James Earl Jones, y las “perchas” de los actores Daniel Naprous y Spencer Wilding– e incluso de Grand Moff Tarkin –con el actor Guy Henry convertido, digitalmente, en una inesperada réplica de Peter Cushing–, así como la recuperación de determinados temas musicales de John Williams insertados en la partitura –por lo demás, muy competente– de, cómo no, Michael Giacchino. Todo ello rematado por una secuencia final (y, si todavía no han visto esta película, dejen de leer aquí si quieren “sorprenderse” cuando lo hagan) que no es sino lo-que-no-vimos en La guerra de las galaxias, esto es, la princesa Leia –la actriz Ingvild Delia “transformada”, digitalmente, en Carrie Fisher– recibiendo la información que tanta sangre y sufrimiento ha costado recabar: los planos de la Estrella de la Muerte.


Edwards se entrega al homenaje con el entusiasmo de un niño con zapatos nuevos, ese mismo niño que probablemente devoró durante su infancia las películas galácticas de Lucas y que ahora se encuentra firmando él mismo una contribución a una saga que, mal que pese y guste o no, tiene ganado el afecto de millones de espectadores. Salvo error de apreciación, me inclino a pensar a la vista de lo que sugiere el film que Edwards no ha querido jugar con las convenciones del universo Star Wars –como sí hizo, dentro de un orden, Abrams– y se ha entregado a placer a las mismas, rindiéndoles pleitesía sin intentar cuestionarlas o, al menos, matizarlas. El problema es que ese exceso de respeto e incluso de cariño hacia la saga da como resultado una película con una inevitable sensación de déjà vu que, vuelvo a insistir, aunque también se daba en buena parte del metraje de El despertar de la Fuerza, al menos dejaba cierto margen para la acotación personal, cosa que aquí no se da.


Naturalmente que una opción perfectamente válida consiste en intentar ver Rogue One olvidándose de que pertenece a la franquicia Star Wars (cosa difícil cuando eso es recordado al espectador a cada minuto de metraje de manera constante), y concentrarse en la variación argumental más o menos diferenciadora que propone. De ahí que, dejando aparte las ¿inevitables? apariciones de Vader, Tarkin, Leia, Williams y, sí, 3PO y R2, el primer rasgo diferenciador de la película consiste en la presentación de nuevos personajes, si bien son dos los que centran la mayor atención. El primero es Jyn Erso (Felicity Jones), una especie de desperado galáctica que es reclutada a la fuerza por la rebelión porque su padre, el científico Galen Erso (Mads Mikkelsen), es uno de los principales creadores de la Estrella de la Muerte, y Jyn posee la clave para contactar con él e intentar que suministre los famosos planos de aquélla. El film incluye un prólogo, bastante convencional, en el que vemos a Jyn en su infancia, siendo testigo de cómo el oficial del Imperio Orson Krennic (Ben Mendelsohn) obligó a su padre a participar en la construcción de la nueva arma imperial, secuestrándole tras haber asesinado a la esposa de Galen y madre de Jyn, Lyra (Valene Kane); además, descubrimos que la pequeña Jyn se crió hasta llegar a adulta en compañía del excéntrico Saw Gerrera (Forest Whitaker), líder de una especie de facción anarquista e independiente de los rebeldes. La trayectoria de Jyn contiene el germen de uno de los aspectos más interesantes, arriesgados y conseguidos de Rogue One: el hecho de ser un personaje marcado, desde el inicio de su existencia, por el estigma de la violencia, y, en consecuencia, por un fatalismo que la llevará –recuerden que les he avisado– a encontrar la muerte junto con todos los miembros del Rogue One, el equipo de voluntarios rebeldes que participarán en la misión suicida del robo de los planos de la Estrella de la Muerte. Por desgracia, la pésima interpretación de una Felicity Jones que, literalmente, no se cree el papel, consigue dar al traste con el interés del personaje (no hay más que compararla, sin ir más lejos, con las ganas que le echó Daisy Ridley al suyo en El despertar de la Fuerza).


El segundo personaje principal del relato, el capitán rebelde Cassian Andor (Diego Luna), es otro de los más trabajados de la función, por más que su caracterización no rebase el nivel de lo estereotipado (y a pesar de que, al contrario que Jones, Luna es un buen intérprete). Cassian no tiene nada que ver ni con la inocencia casi naíf de Luke Skywalker ni con la arrogancia burlona de Han Solo: en una escena que también puede calificarse como de arriesgada, dentro del contexto de espectáculo para todos los públicos que es la saga Star Wars en general y Rogue One en particular, vemos cómo Cassian asesina, por la espalda, a un confidente que le ha “soplado” una información de importancia vital para la rebelión. Más adelante, los superiores de Cassian le ordenan que acompañe a Jyn para que ambos encuentren a Galen y le traigan consigo, si bien las instrucciones específicas que Cassian recibe a espaldas de Jyn consisten en que debe asesinar a Galen tan pronto como le tenga a tiro. Y, precisamente en uno de los mejores momentos de la película –que, siendo generosos, evoca un poco al Fritz Lang de El hombre atrapado (Man Hunt, 1941)–, se producirá un cambio substancial en el comportamiento y la actitud de Cassian: teniendo a Galen a tiro en la mirilla telescópica de su rifle láser, el personaje advierte de repente que Krennic no solo ha ordenado asesinar a los compañeros científicos de Galen, sino que además está a punto de hacer lo mismo con este último, lo cual no cuadra con la imagen de científico al servicio leal del Imperio que Cassian tenía de aquél, y eso le hace recapacitar.  


Los personajes secundarios tampoco rebasan ciertos estereotipos, más allá de algunas pinceladas exóticas y/ o extravagantes. Dejando aparte los ya mencionados del villano Krennic –una mera variante de Grand Moff Tarkin, y ello sin perjuicio de la siempre excelente labor de Ben Mendelsohn–, y Saw Gerrera –un Forest Whitaker algo salido de madre–, hallamos a K-2SO (Alan Tudyk), el androide del Imperio reprogramado para servir de ayudante de Cassian, que es poco más o menos una variante, más aguerrida, de 3PO. Chirrut Înwe (Donnie Yen, una clara concesión al mercado cinematográfico asiático), el guerrero ciego que en sus letanías oratorias afirma constantemente que la Fuerza está con él, no va más allá de su enunciado; como tampoco lo hace su fiel amigo y compañero de armas, el robusto Baze Malbus (Wen Jiang). Y Bodhi Rook (Riz Ahmed), piloto al servicio del Imperio ahora pasado al bando de los rebeldes –un desertor, como el personaje encarnado por John Boyega en El despertar de la Fuerza–, ejerce las funciones de “secundario cómico”.


Lo mejor de Rogue One hay que encontrarlo en otra parte. Por ejemplo, en ese fatalismo, ya mencionado y que resulta sorprendente en el contexto de una superproducción hollywoodiense más o menos “familiar”, en cuanto rompe por completo las expectativas más reconfortantes del público. Sin entrar en muchos detalles, esa decidida inclinación hacia la fatalidad proporciona al film una inesperada pátina adulta que, si bien no compensa todas sus imperfecciones, al menos le confiere una personalidad particular, e incluso, cierta simpatía al conjunto. Dicho de otro modo: no habrá Rogue One 2, por la sencilla razón de que los protagonistas de esta película son personajes, en cierto modo, “sentenciados a muerte” desde el principio del relato y cuyo único pecado consiste en el mero hecho de ser los protagonistas de un accesorio de la saga de los Episodios: alguien robó los planos de la Estrella de la Muerte, se nos contó al principio de La guerra de las galaxias, y ninguno de los que participaron en esa hazaña heroica sobrevivió para revelar el detalle fundamental de esos planos: la existencia de un fallo de seguridad introducido expresamente por Galen Erso.


Otro aspecto positivo consiste en el esporádico vigor de la puesta en escena de un Gareth Edwards que, pleitesías aparte, en ocasiones se esfuerza por conferirle a Rogue One una pátina estética relativamente diferente a la del grueso de la saga. Y a pesar de que, en una secuencia muy concreta, a Edwards le sale el tiro por la culata, dado que una de las más bellas escenas del film, si no la que más, es un desvergonzado acto de genuflexión a la mítica creada por Lucas –la primera aparición de Darth Vader, rodada con “solemnidad” y realzada por un juego de luces y sombras a lo Michael Curtiz–, a pesar de ello, el realizador huye, en la medida de lo posible, de la “estética Lucas”. Hay un atractivo tratamiento “sucio”, realzado por el uso de cámaras ultraligeras de última generación, que destaca sobre todo en las secuencias de acción, en particular las que transcurren en tierra firme (las escenas de batallas de naves espaciales son, en este sentido, más tradicionales, por más que su resolución sea, en sus líneas generales, irreprochable). El tercio final, la larga operación de sustracción de los famosos planos del arma destructora de planetas creada por el Imperio, atesora asimismo los momentos de acción mejor resueltos de un espectáculo, en definitiva, bastante digno, pero del cual, quizá, se esperaba más de lo que pretendía ofrecer. Puede que, por comparación, El despertar de la Fuerza sea revalorizada al alza.


(1) Véase El Cine según TFV: http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2015/12/viejos-heroes-miradas-renovadas-star.html + El Cine de Atticus Finch: http://atticusfinchcinefilia.blogspot.com.es/2016/03/golpes-de-estado-e-hijos-abandonados.html

sábado, 10 de diciembre de 2016

“DOCTOR STRANGE (DOCTOR EXTRAÑO)” + “ANIMALES FANTÁSTICOS Y DÓNDE ENCONTRARLOS”

[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTOS FILMS.]



Magos (I): Doctor Strange (Doctor Extraño) (Doctor Strange, 2016), de Scott Derrickson. Adecuadamente subtitulada Doctor Extraño –para refrescar la memoria de quienes conocimos por ese apelativo al personaje creado por Steve Ditko en las primeras ediciones españolas de los cómics Marvel a cargo de la desaparecida Ediciones Vértice–, lo peor de Doctor Strange, más que en su convencional construcción dramática, destinada a mostrarnos de nuevo, como suele decirse, “el origen” del personaje, reside en su a ratos excesivamente chirriante sentido del humor, patente, sobre todo, en un exceso de réplicas “graciosas” puestas en boca de su personaje protagonista. Se ha dicho hasta la saciedad que, dentro de la actual producción superheroica hollywoodiense, las películas de Warner o de Fox basadas en personajes de DC Cómics o de Marvel hacen gala de una severidad, una sombría seriedad, que las películas superheroicas producidas por Marvel y distribuidas actualmente por Disney intentan evitar/ contrarrestar mediante mayores dosis de humor. Eso puede estar bien a la hora de tratar personajes “ligeros” como Spiderman, o para suavizar y/ o relativizar las connotaciones políticas de otros tan espinosos como el Capitán América, pero cuadra mal con uno como el quiromántico Doctor Strange. Más teniendo en cuenta que, dejando aparte todas esas pinceladas de humor (barato) diseminadas aquí y allí en los diálogos del protagonista –y que, si se hacen mínimamente soportables, es porque al menos se ha tenido el cuidado/ la decencia/ la astucia de ponerlas en boca de un actor tan excelente como Benedict Cumberbatch–, el trasfondo de un personaje como el Doctor Extraño es, mal que pese, inquietante, macabro y siniestro, por mucho que se disfrace de ligereza. Así parece haberlo entendido el realizador a cargo de la función, el estimable Scott Derrickson, quien, tras una sólida trayectoria previa en el terreno del cine fantástico, variantes terror –El exorcismo de Emily Rose (The Exorcism of Emily Rose, 2005), Sinister (ídem, 2012), Líbranos del mal (Deliver Us from Evil, 2014)– y ciencia ficción –su nada despreciable remake de Ultimátum a la Tierra (The Day the Earth Stood Still, 2008)–, afronta con firmeza esta incursión en el cine de superhéroes, pero sin olvidar las lecciones aprendidas en su paso previo como director, y también como guionista, por los terrenos del fantastique.


Consciente de estar metido en otro juego y con otras reglas, Derrickson factura la que, con todos los defectos mencionados, me parece una de las más interesantes películas superheroicas de Marvel (las cuales, mal que pese, mejoran considerablemente cuando hay un realizador con talento/ habilidad/ astucia para sacar provecho de producciones tan estandarizadas como las de Kevin Feige: ahí están el Joe Johnston de Capitán América: El primer Vengador/ Captain America: The First Avenger, 2011 –1–, y el Peyton Reed de Ant-Man/ ídem, 2015, quienes han firmado los films de los Marvel Studios mejor dirigidos allí donde fracasaron Jon Favreau, Louis Leterrier, Kenneth Branagh, Shane Black, Joss Whedon, Alan Taylor, James Gunn o los hermanos Russo). Doctor Strange brilla en particular en todas sus escenas fantásticas, que son las que ocupan la mayor parte del metraje, lo cual consigue que la balanza se incline bajo el peso de lo positivo. No le falta razón al amigo Diego Salgado cuando comentó, en su crítica de este film publicada en Dirigido por…, que, por más que a simple vista la influencia más notoria de determinadas secuencias de Doctor Strange sea Origen (Inception, 2010, Christopher Nolan) y sus famosos “edificios plegables”, la referencia más notoria de la película de Derrickson es, en realidad, la saga Matrix de los Wachowski. Tanto esta última como Doctor Strange comparten un substrato muy parecido, esto es, el cuestionamiento de la noción de realidad, la posibilidad de vivir y explorar en dimensiones paralelas a la nuestra, y en definitiva, el muy cuestionable sentido de nuestra existencia en función de ese engaño que ha venido en llamarse el ser dueño del propio destino. La diferencia, fundamental, es que Derrickson y su coguionista, Jon Spaihts, exponen este discurso de una forma más directa y más mordaz, menos pretenciosa, que como lo hacían los Wachowski. En este sentido, la evolución del personaje de Stephen Strange, un médico cirujano tan brillante como pretencioso, tan eficiente como pagado de sí mismo, y su conversión en algo más allá de sus sueños, más allá de su imaginación, tras haber sufrido un aparatoso accidente automovilístico que le abre las puertas a un cambio radical en su existencia, me parece un discurso sobre esa relatividad del sentido de la vida al que me refería líneas arriba mucho más eficaz, y humano, que el expuesto en Matrix. Además, me gusta la ligereza –esta sí– con la que Derrickson trata las escenas de acción, convirtiendo los combates entre Strange, su colega Mordo (Chiwetel Ejiofor) y su maestro, la mujer paradójicamente llamada El Anciano (Tilda Swinton), contra el malvado hechicero Kaecilius (Mads Mikkelsen) y sus esbirros, en un festival de poderes mágicos repleto de una gran inventiva visual: la primera batalla del Anciano contra Kaecilius y sus seguidores, el primer combate de un inexperto Strange contra el mismo villano en la sede oculta de los magos en Londres, o el clímax en las calles de Hong Kong, son extraordinarios. Asimismo tiene gracia –esto también– la utilización cómica, pero con humor de buena ley, del interés amoroso de Strange, la doctora Christine Palmer (Rachel McAdams): lo que, para Strange, es algo que ahora forma parte de su actividad “normal” como mago –abandonar su cuerpo mediante el viaje astral–, es para Christine lo que sería para cualquier persona normal y corriente, es decir, una experiencia aterradora: de ahí que Derrickson planifique desde el punto de vista de Christine las escenas del hospital de la segunda mitad del film, como si pertenecieran a una genuina película de terror.  



Magos (II): Animales fantásticos y dónde encontrarlos (Fantastic Beasts and Where to Find Them, 2016), de David Yates. Nunca he sido un fan de la saga Harry Potter. En lo que se refiere a los libros, tan solo he leído uno, el último, Harry Potter y las Reliquias de la Muerte, que me pareció una actualización del estilo de literatura juvenil practicado en su momento por la, entonces, muy popular (hoy, quizá, ya no tanto) Enid Blyton, autora de las famosísimas novelas (hoy, quizá, tampoco tanto) protagonizadas por Los Cinco. Y, en cuanto a la franquicia cinematográfica, los ocho films que lo componen me parecen en sus líneas generales excesivamente largos, a ratos aburridos (sobre todo, los firmados por David Yates) y, desagradable sorpresa, no demasiado imaginativos, lo cual es grave teniendo en cuenta que giran alrededor de la magia, esto es, la imaginación por excelencia. De ahí que, sin pretender tampoco lanzar las campanas al vuelo, me he llevado otra sorpresa, en este caso más agradable, con Animales fantásticos y dónde encontrarlos, que, como es bien sabido a estas alturas, no es sino un spin-off de la saga literario/ fílmica de Harry Potter, el cual parte de un guion original de la misma autora de los libros de Potter, J.K. Rowling, inspirado a su vez en una premisa ya presente en aquéllos: las aventuras de Newt Scamander (Eddie Redmayne), un joven mago que, en la década de 1920, escribió, a partir de sus propias experiencias como –se nos dice– “magizoólogo”, experto en animales fantásticos, el volumen que da título tanto a esta nueva película como a, recordemos, una de las obras de consulta de Potter mientras estudiaba en Hogwarts. La sorpresa es doble teniendo en cuenta que Animales fantásticos y dónde encontrarlos viene firmada por el citado (y temible) David Yates: el mismo que, hace poco, estrenó una de las más aburridas películas jamás realizadas a partir de la creación de Edgar Rice Burroughs, La leyenda de Tarzán (The Legend of Tarzan, 2016).


Con todos sus defectos, Animales fantásticos y dónde encontrarlos depende menos de lo que cabía esperar de la previa franquicia literario-cinematográfica de Harry Potter. Hay un importante cambio no solo de época, sino también de escenario (del Reino Unido y Hogwarts a Nueva York), y, sobre todo, de personajes, que ahora no son niños, sino adultos. Y, si bien es verdad que, pese a esto último, el relato mantiene un tono ligero, en correspondencia con su carácter de superproducción familiar, el resultado es menos blando de lo esperado. Ayuda sobremanera el hecho de que, en esta ocasión, la perspectiva de los seres humanos normales y corrientes, los no-magos –llamados “muggles” en el universo potteriano previo, y “nomajs” en su acepción típicamente estadounidense–, esté más acentuada que en las anteriores peripecias de Harry Potter & Cia., un “universo” cerrado en sí mismo y solo apto para iniciados y/ o interesados cuyas adaptaciones al cine tan solo interesaban a ratos a esos no iniciados/ no interesados (pero eso, claro está, era un problema derivado de las deficiencias de las películas). En este sentido, un personaje que acaba siendo fundamental es el “nomaj” Jacob Kowalski, un humilde ser humano que intenta que el banco le financie su modesta pastelería, no solo gracias a la magnífica labor de Dan Fogler (el mejor del reparto), sino también a que su presencia parece estimular la calidez humana del resto de personajes “mágicos” que le rodean, y en cuyas aventuras mágicas se ve involucrado a la fuerza: no es el caso del excéntrico Newt Scamander –al cual Eddie Redmayne, histriónico, le confiere una cualidad que no es de este mundo–, pero sí el de sus compañeras de aventuras, las magas Tina Goldstein (Katherine Waterston) y su hermana Queenie (Alison Sudol), cuyas actitudes transmiten mayores cargas de humanidad a ras de suelo. Otro tanto puede afirmarse del resto de personajes adultos del relato, en particular lo que atañe a los “villanos”: por un lado, el director de seguridad Percival Graves (Colin Farrell), y por otro, el freak Credence Barebone (Ezra Miller), que ejerce de espía para el primero: las escenas que comparten a solas sugieren, contra todo pronóstico, un poso de sordidez en su relación que, dado el contexto de fantasía para-todos-los-públicos del film, resulta como mínimo chocante. Cierto es que la blandura es la que se impone: el conato de romance entre Newt y Tina, o sobre todo el que se da entre Kowalski y Queenie (a los cuales se dedica un epílogo “reconfortante”), así como la ambigüedad de la relación entre Graves y Credence, nunca va más allá de lo planteado. Pero, contra todo pronóstico, los personajes y su descripción se erigen en lo mejor de una función menos infantilizada de lo que cabía prever, sin perjuicio de que ceda a la tentación del gran despliegue final de efectos visuales, reiterando la ya a estas alturas muy tópica demolición de edificios gracias a la “magia” de la imagen digital.

(1) http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2011/08/apuntes-sobre-el-cine-del-verano-el.html