[ADVERTENCIA:
EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE
REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Capitán América: Civil War (Captain
America: Civil War, 2016) atesora/ adolece de las mismas virtudes y defectos
que su predecesora en lo que al personaje titular se refiere, Capitán América: El Soldado de Invierno
(Captain America: The Winter Soldier, 2014) (1), por más que, en la práctica, cada nueva película de los Marvel
Studios no sea sino una “secuela” de la que la precede en cuanto a fecha de
estreno. Dicho de otro modo: Civil War
no es una “secuela” de El Soldado de
Invierno, como pueda parecer a simple vista en función del superhéroe que
encabeza su título, sino del anterior film para el cine –series de televisión
aparte– de la división cinematográfica de Marvel Entertainment, esto es, la
estupenda Ant-Man (ídem, 2015, Peyton
Reed), del mismo modo que El Soldado de
Invierno no era sino una “secuela” de Los
Vengadores (Marvel The Avengers, 2012, Joss Whedon) (2) –hasta el punto de que en su momento ya fue oficiosamente “retitulada”
Los Vengadores 2.0–, y así
sucesivamente.
Los
aspectos positivos de Civil War, que
los tiene, residen en primer lugar, y por encima de todo, en sus méritos de
guion. A falta de conocer por mí mismo el celebrado relato gráfico de Mark
Millar en el que se inspira, la trama ofrece indiscutibles atractivos, el
primero de ellos, y no el menor, consistente en arrojar una mirada crítica
sobre el papel del superhéroe en la sociedad. Como consecuencia de los
destrozos (involuntarios) provocados en los clímax de Los Vengadores, El Soldado de
Invierno y Vengadores: La era de
Ultrón (Avengers: Age of Ultron, 2015, Whedon) (3), la mayoría de los componentes de los Vengadores son sometidos
a los Acuerdos de Sokovia (escenario, este último, de la “batalla final” de Vengadores: La era de Ultrón), un
tratado firmado, se dice, por ciento veintisiete naciones del mundo, en virtud
del cual un comité especial de Naciones Unidas se encargará de supervisar la,
digamos, “actividad súper-heroica”, estableciendo cuándo, dónde y cómo los
superhéroes podrán actuar a requerimiento de los máximos mandatarios del
planeta. La idea, probablemente mérito del original gráfico de Millar que,
insisto, no he leído, tiene su gracia, y lo cierto es –justo es reconocerlo–
que el film lo expone con solidez. Dejando aparte la ausencia, probablemente
justificada por razones de producción, de componentes clave de los Vengadores
como Thor y Bruce Banner/ Hulk, la idea de someter a los superhéroes a un
control gubernamental internacional provoca una escisión entre ellos,
dividiéndose en dos bandos bien diferenciados: por un lado, Steve Rogers/
Capitán América (Chris Evans) y quienes le secundan –sorprendentemente, el aquí
“recuperado” Bucky Barnes/ El Soldado de Invierno (Sebastian Stan), Sam Wilson/
Falcon (Anthony Mackie), Clint Barton/ Ojo de Halcón (Jeremy Renner), Wanda
Maximoff/ Bruja Escarlata (Elizabeth Olsen) y el simpático Scott Lang/ Ant-Man
(Paul Rudd)–; y, por el otro, Tony Stark/ Iron Man, apoyado a su vez por
Natasha Romanoff/ Viuda Negra (Scarlett Johansson), el teniente James Rhodes/
Máquina de Guerra (Don Cheadle), Visión (Paul Bettany), y dos personajes
recientemente incorporados a las producciones Marvel Studios, y con películas
propias en puertas: el príncipe africano T’Challa/ Pantera Negra (Chadwick
Boseman), y su-amigo-y-vecino Peter Parker/ Spiderman (Tom Holland).
Desde un punto de vista estrictamente dramático, dicho conflicto está bien construido. Dejando aparte el hecho de que la animadversión que se daba entre Rogers y Stark ya estaba apuntada en los dos largometrajes de los Vengadores, resulta obvio que, para alguien como Rogers, un “fósil” que combatió a los nazis durante la Segunda Guerra Mundial, cualquier cosa que huela mínimamente a limitación de la libertad y a control de la propia individualidad no puede menos que recordarle al nazismo contra el que luchó más de setenta años atrás. Probablemente por eso mismo, porque el idealismo del Capitán América está fuera de toda duda, el guion lleva a cabo un encomiable esfuerzo en analizar y justificar, en la medida de lo posible, la posición de Stark. En una secuencia de considerable duración, los guionistas se entretienen (dicho sin intención peyorativa) en describirnos la toma de posición de Stark a favor del control de la actividad de los superhéroes. En la misma asistimos a un brillante trampantojo, en virtud del cual lo que, a simple vista, parece un flashback sobre la juventud de Stark –precisamente la última vez que vio con vida a sus padres, Howard (Paul Slattery) y Maria Stark (Hope Davis), antes de que murieran, aparentemente, en un accidente automovilístico–, es la espectacular demostración de un aparato psiquiátrico de realidad virtual diseñado con fines terapéuticos, presentado por el propio Stark ante un numeroso público en plan Steve Jobs. A continuación, Stark recibe el reproche de Miriam (Alfre Woodard), una mujer que resulta ser la madre de un joven universitario que murió en la batalla de Nueva York. El recuerdo de sus padres prematuramente fallecidos, y la conciencia de que las acciones de Iron Man y el resto de superhéroes traen consigo consecuencias catastróficas, le convencen de que ha llegado el momento de que los Vengadores “rindan cuentas”.
El
conflicto se enmaraña, con vistas a potenciar el conflicto entre los dos bandos
súper-heroicos que se forman, gracias a una serie de ardides de guion tales
como la teórica participación del Soldado de Invierno en un atentado que acaba con
la vida del rey africano T’Chaka (John Kani), el padre de T’Challa/ Pantera
Negra cuyo asesinato alimenta el deseo de revancha de este último; las
misteriosas maquinaciones de un personaje con oscuros propósitos –Zemo (Daniel
Brühl)–, con vistas a instigar la “guerra civil”; la batalla en el aeropuerto
de Berlín entre los dos bandos, que termina con Rhodes/ Máquina de Guerra
gravemente herido, como consecuencia de un disparo accidental de Visión, lo
cual no hace sino alimentar el odio de Stark hacia Rogers y sus aliados; y,
sobre todo, en el que sin duda es el más brillante golpe de efecto de la trama –por
más que sea algo deudor del clímax de Seven
(ídem, 1995, David Fincher)–, el descubrimiento por parte de Stark de que el
Soldado de Invierno fue el responsable de la muerte –en realidad, asesinato– de
sus progenitores, cuando aquél todavía tenía el cerebro lavado y, por
tanto, no era consciente de sus actos, lo cual desemboca en la climática pelea
final del Capi y el Soldado de Invierno contra un Iron Man sediento de
venganza.
Todo
esto, que sobre el papel está bastante bien (como ya ocurría, vuelvo a
insistir, en El Soldado de Invierno: the
movie, uno de los mejores guiones, hasta la fecha, del Marvel Cinematic
Universe), no termina de ser todo lo brillante que promete, una vez más, por culpa
de la puesta en escena, correcta y a ratos esforzada, pero en sus rasgos
generales meramente funcional de los realizadores Anthony y Joe Russo. Empero,
hay que reconocerles a estos su esfuerzo con tal de conseguir un buen
espectáculo, bien contado y con un notable sentido del ritmo: los 148 minutos
de duración del film pasan en un suspiro. Otro tanto que cabe apuntar en su
haber es el tratamiento visual que confieren a las escenas relacionadas con el
personaje de Zemo, sobre todo las que ilustran las torturas y asesinatos
cometidos por este último con tal de averiguar lo que le interesa a sus-planes-diabólicos;
dichas escenas tienen un tratamiento relativamente realista, dentro de lo que
cabe y en el contexto, claro está, de una superproducción de Marvel Studios
para público masivo, las cuales ejercen un llamativo contraste con el contexto
fantasioso del resto del relato. Como en El
Soldado de Invierno, vuelven a brillar, nuevamente, las escenas de acción –la
batalla, para ir abriendo boca, del Capitán América, Viuda Negra y Falcon
contra un ejército de terroristas liderado por un viejo enemigo del primero,
Brock Rumlow/ Crossbones (Frank Grillo); la secuencia en la que el Capi ayuda a
escapar al Soldado de Invierno de una redada; la fuga del Soldado de Invierno,
perseguido por el Capitán América y Pantera Negra; o las ya mencionadas batallas
en el aeropuerto de Berlín y la final entre los tres principales personajes–, de
nuevo mérito principal de la segunda unidad. Capitán América: Civil War no es una mala película, como tampoco lo
era Capitán América: El Soldado de
Invierno ni el grueso del cine de los Marvel Studios, pero sigue aquejada –como
ya comenté hace poco en este mismo blog (4)–
de falta de personalidad.
Puede
que, como ya se ha apuntado en ocasiones, el mérito del cine de los Marvel
Studios resida, precisamente, en esa ausencia de una personalidad definida por
parte de los directores que lo ejecutan en beneficio, precisamente, de la
personalidad del relato en sí mismo considerado: un cine, en suma, que no
pretende ser “de autor”, sino más bien un cine “de productor” (Kevin Feige), o
incluso un cine “de argumento”, hecho con vistas a crear, a partir de la suma
de todas las películas existentes y de las que vendrán en el futuro, una
suerte de “súper-relato” que hace gala de la misma ausencia de personalidad
tras las cámaras del grueso de las tan celebradas series de televisión
norteamericanas de estos últimos años, en las cuales la personalidad de los
realizadores o bien brilla tan solo ocasionalmente, o desaparece bajo el peso
de la influencia/ exigencias del showrunner
de turno. La pregunta, en este caso, es la misma que cabe hacerse con respecto
a la actual televisión estadounidense: ¿esa “desaparición” de la personalidad
del director, en beneficio de la personalidad –o más bien marca de fábrica– de
la franquicia, no está provocando una uniformización del lenguaje
audiovisual? ¿No es verdad que, de unos años a esta parte, el audiovisual
norteamericano visto en su conjunto –cine y televisión, y quizá también el
videoclip– empieza a parecerse demasiado a sí mismo? El tiempo lo dirá.
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