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miércoles, 23 de septiembre de 2009

PARADOJAS DE LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL: “MALDITOS BASTARDOS”


Malditos bastardos (Inglorious Basterds, 2009) hace gala al principio de su extenso metraje de una de las más intensas y mejor construidas secuencias que haya realizado nunca Quentin Tarantino, si no la que más que haya firmado hasta la fecha. En la misma, tras un rótulo inicial que nos advierte, de entrada, el tono fabulador y fantasioso que va a presidir el relato (“Érase una vez en la Francia ocupada por los nazis”), asistimos a la visita que el coronel del ejército alemán Hans Landa (Christoph Waltz) realiza a la granja de Perrier Lapadite (Denis Menochet). La secuencia, que arranca con un clásico plano general de “apertura de secuencia” construido de tal manera que recuerda, y mucho, al plano de apertura de Sin perdón (Unforgiven, 1992, Clint Eastwood), sabe establecer, y muy bien, una tensión soterrada en grado creciente: la mirada de Lapadite al ver acercarse el convoy militar alemán, la expectación de sus tres hijas, el juego de dilatación temporal establecido entre los personajes que se acercan y los que los esperan…; la sombra de Sergio Leone, del spaghetti-western (muy habituales en el cine de Tarantino), incluso de Clint Eastwood, planean sobre estas tensas primeras imágenes de Malditos bastardos. Tensión que se relaja en gran medida gracias a la actitud aparentemente cordial, bonachona incluso, del coronel Landa, y que Tarantino rellena con uno de esos largos diálogos suyos tan característicos pero que, a diferencia de en otras ocasiones, sirven para definir el talante de los personajes que las pronuncian; en este caso, una banal charla alrededor de la leche de las vacas de Lapadite, de la cual el coronel Landa se toma con delectación un par de vasos, y de la comparación entre las ratas y las ardillas, que paulatinamente se transforma y da paso, de nuevo, a otro foco de tensión: el auténtico propósito del coronel Landa no es tanto interrogar a Lapadite sobre el paradero de una familia judía de los alrededores que ha huido recientemente del acoso de los nazis como, sobre todo, la constatación de que esa familia judía está en realidad escondida debajo de los tablones que separan el suelo de la cabaña de Lapadite del suelo de la montaña, es decir, justo bajo de los pies de ambos personajes. Y eso Tarantino lo consigue, vuelvo a insistir, muy bien, mediante una subrepticia “interrupción” de la planificación, dominada en su mayoría por planos generales y planos medios largos y sostenidos, que poco a poco van dejando paso a primeros planos (de rostros, de objetos), a modo de sutil advertencia de que algo terrible está a punto de suceder; impresión que se reafirma a partir del momento en que Tarantino nos descubre, mediante un travelling que atraviesa el suelo de madera de la cabaña, que efectivamente la familia judía que está buscando Landa se encuentra allí escondida… Tensión que, finalmente, explota dramáticamente cuando, presionado por Landa, Lapadite confiesa que está escondiendo a los judíos, y estos últimos son cruelmente asesinados por los soldados de Landa.

No será la única vez en que, a lo largo del metraje de Malditos bastardos, Tarantino demuestra algo que siempre se intuye hasta en sus peores trabajos, a mi entender todos los que median entre su ópera prima y todavía hoy su mejor película, Reservoir Dogs (ídem, 1991), y su más reciente –y estimable, aunque muy irregular— film: que sabe hacer cine cuando le da la gana; que conoce perfectamente la diferencia entre una buena película y un simple artefacto para impresionar a sus fans, y en este cupo incluyo Pulp Fiction (ídem, 1994), que siempre me ha parecido el mayor bluff del cine contemporáneo; Jackie Brown (ídem, 1997), algo mejor pero aún así insuficiente; las dos entregas de Kill Bill (ídem, 2003-2004), sorprendentemente, menos insufrible la segunda que la primera; y su segmento para Grindhouse, Death Proof (ídem, 2007), no menos olvidable si no fuera por sus excelentes minutos finales de persecución automovilística, enésima demostración de que, a pesar de todo e insisto de nuevo, Tarantino sabe hacer cine… de vez en cuando. Lo cual, en sí mismo considerado, no tendría nada de malo (la irregularidad suele ser algo consustancial en todo proceso artístico continuado; crear supone arriesgarse, y el riesgo más habitual al respecto es el de equivocarse), si no fuera porque, a pesar de sus frecuentes errores, necedades e incluso torpezas, Quentin Tarantino pasa por ser el mejor, más moderno y original cineasta norteamericano de su generación y uno de los máximos creadores contemporáneos de la cinematografía mundial. Y, bajo esta perspectiva, sus películas no es que chirríen: se hacen añicos apenas se aborda su análisis con un mínimo de rigor.

Empero, como ya he señalado, lo peor del cine de Tarantino en general y de Malditos bastardos en particular es que, en medio de su habitual alud de tonterías del tipo referencias destinadas a buscar la complicidad de los cinéfilos (de las cuales pienso prescindir tanto como pueda en las siguientes líneas para que los árboles no impidan ver el bosque), de esos diálogos larguísimos e inanes que buscan dilatar el tempo narrativo pero que no dicen nada ni cuentan nada salvo para poner de relieve la exhibicionista habilidad de su guionista y director para enlazar digresiones una detrás de otra, de esa búsqueda casi desesperada de la aceptación de sus admiradores, de ese querer hacerse “el gracioso” a toda costa y venga o no a cuenta, todo ese vacío, como digo, a veces viene acompañado por fragmentos cinematográficos más que notables, y esto es lo que impide, en última instancia, que Malditos bastardos alcance las cotas de gratuidad absoluta de la mayoría de sus anteriores trabajos, por más que, como ahora veremos, haya momentos en que se tiene la extraña sensación de que Tarantino hace todo lo posible para estropearse a sí mismo no pocas buenas ideas en ese aparente afán de dejar satisfechos a los cuatro niñatos que le aplauden sus chistes para niñatos. En este sentido, creo que Tarantino es un cineasta de talento atrapado en la imagen que él mismo se ha creado y dentro de la cual parecía haberse acomodado ya sin posibilidad de remisión; y subrayo el pretérito porque, después de haber visto Malditos bastardos, y tras haber comprobado su aceptación popular (en estos momentos la película es, hasta la fecha, uno de los mayores éxitos comerciales de toda la carrera de Tarantino), espero que el cineasta se haya replanteado algunas cosas (su último film, de hecho, replantea y mejora sus anteriores obras), se deje de inventos y acabe ofreciendo en un futuro, esperemos que no muy lejano, algo como lo que era, es, Reservoir Dogs: una película.

Vuelvo a insistir: hay en Malditos bastardos un puñado de interesantes ideas y buenos momentos de puesta en escena que demuestran nuevamente que en Tarantino hay, mal que me/nos pese, un potencial fílmico. Ya he mencionado el virtuosismo de la primera secuencia, que resulta apabullante sobre todo si como, en mi caso, no se comulga con el cine del firmante de Pulp Fiction (y a pesar de que, como afirmaba Hitchcock, Malditos bastardos se resienta un poco del hecho de empezar “demasiado fuerte” un relato, corriendo el riesgo de que lo que le siga a continuación no esté a la altura de lo que inicialmente promete con esa apertura tan brillante; lo cual ocurre en este caso, al menos en parte). En este sentido, y por más que el conjunto sea más compacto de lo habitual en Tarantino, este film ofrece a ratos una de cal y otra de arena. Por ejemplo, en la secuencia/capítulo que viene a continuación, la presentación de los Bastardos, la cosa empieza a chirriar un poco; en este caso, no directamente por culpa de Tarantino –la introducción de esos personajes de “matanazis”, a los cuales les cortan las cabelleras tal y como aprendieron a hacer los pieles rojas de los blancos (esto último es una acotación mía), y su resolución cinematográfica, es irreprochable—, aunque sí indirectamente, ya que a fin de cuentas el director es la persona que, se supone, da instrucciones a sus actores: me refiero a la horrible interpretación de Brad Pitt en el papel de Aldo Raine, el líder de los Bastardos, cuyo repertorio de muecas y tics de la peor calaña demuestra en todo momento que este actor era la elección equivocada para desempeñar un papel que mejor hubiese recaído en manos de un buen intérprete de carácter que supiera transmitir la ferocidad e ironía soterradas del personaje. Y es una auténtica pena que Pitt desentone tanto (por más que su elección debió ser decisiva para Tarantino a la hora de hallar financiación para el proyecto), porque el resto del elenco está muy bien, cuando no magnífico: el realizador Eli Roth, en su papel del “bastardo” Donny Donowitz, ese soldado judío especializado en romperle la cabeza a los nazis con su bate de béisbol, cumple correctamente con su cometido; Mike Myers, como el general Ed Fenech, está impecable; Michael Fassbender (teniente Archie Hicox) se revela un intérprete harto prometedor; Daniel Brühl (Fredrick Zoller), excelente asimismo; los actores secundarios, un lacónico Til Schweiger (Hugo Stiglitz), August Diehl (Hellstrom), etc., funcionan a la perfección; ahora bien, merecen menciones especiales las espléndidas actrices, Mélanie Laurent (Shosanna) y Diane Kruger (Bridget von Hammersmark), y el elogiado trabajo de Christoph Waltz, cuyas intervenciones atesoran el tono irónico y a la vez agresivo buscado por Tarantino y que por sí solas elevan el interés de la función.

Regresando a la entraña de la película, llama la atención de que, a pesar del título, los Bastardos son –como apuntaba hace poco el colega Josep Parera en su comentario para Imágenes de Actualidad— lo menos interesante del relato. Es una suerte, en este sentido, de que hasta el propio Tarantino se dé cuenta de ello y durante buena parte del metraje estos personajes (y Brad Pitt…) desaparezcan de la acción, dosificando sus apariciones al máximo. También resulta meritorio que Tarantino no los muestre como héroes al uso, sino como soldados sedientos de sangre y de venganza que, con la excusa de estar haciendo un, se supone, “bien para la humanidad” (matar nazis), dan rienda suelta a sus propios y oscuros deseos de matar por el mero placer de hacerlo (algo que queda apuntado en la celebrada escena de presentación de Donny Donowitz: Aldo Raine interroga a un suboficial alemán, uno de los pocos supervivientes de un pelotón al cual acaban de destrozar, para que le diga dónde están posicionados el resto de alemanes de la zona, advirtiéndole de que, en caso contrario, le dejará en manos de Donowitz, a quien los atemorizados soldados alemanes apodan El Oso Judío; como el suboficial se niega a hablar, Raine deja que Donowitz haga su trabajo con el bate de béisbol: Tarantino contrapone aquí la dignidad del suboficial germano, que se niega a traicionar a los suyos, con la ira vengativa de Donowitz, quien emerge de la oscuridad de un túnel, haciendo resonar su bate en las paredes a medida que se acerca al exterior, como si fuera un monstruo o una especie de animal fabuloso; más adelante, en el clímax del relato, la delectación con la cual vemos a Donowitz ametrallar a los nazis y a sus esposas y acompañantes no puede menos que hacernos dudar todavía más sobre el estado de su salud mental…).

A riesgo de parecer más pesado que de costumbre, reitero que en Malditos bastardos hay secuencias cuya construcción y resolución resulta tan admirable como la del principio. Hay que anotar en el haber del director momentos tan logrados como, por ejemplo, todo lo relativo a la atracción amorosa que el joven oficial Fredrick Zoller siente hacia Shosanna, la única superviviente de la matanza de la familia judía de la primera secuencia: la primera vez que la aborda en la puerta del cine propiedad de la muchacha, mientras ella cambia los rótulos de la fachada, o su segundo encuentro en la cafetería, están resueltos con elegancia; aquí, los famosos diálogos tarantinianos tienen un sentido y ayudan a dibujar el perfil de los personajes (Zoller aborda a Shosanna y, como excusa para poder hablar con ella, se pone a hablar de cine: más tarde sabremos que Zoller es un héroe de guerra que acaba de protagonizar una película de propaganda nazi, El orgullo de la nación, basada en sus propias hazañas bélicas). Alrededor de Shosanna y Zoller se produce otro momento estupendo: la merienda a la cual el segundo invita –a la fuerza— a la primera, en la cual comparten mesa nada menos que con el famoso ministro de propaganda alemán Joseph Goebbels (Sylvester Groth), y más tarde y en particular, el fragmento en el cual Shosanna se ve obligada a comer un pastel en compañía del coronel Landa, el asesino de su familia: como en la primera secuencia, Tarantino vuelve a recurrir a un subrepticio inserto del primer plano de rostros o de objetos para ir creando una notable tensión, sobre todo a partir del instante en que el interrogatorio de Shosanna por parte de Landa va subiendo en intensidad; es una pena que, previamente, Tarantino haya casi destrozado la secuencia con un burdo pegote –el inserto en el cual vemos a Goebbels “enculando” a la traductora de francés que le acompaña (Julia Dreyfus)—, chiste fácil absolutamente fuera de lugar, y más teniendo en cuenta en que hay otros instantes en los cuales ese inserto de imágenes irónicas está mejor dosificado: por ejemplo, aquél que muestra el expeditivo sistema mediante el cual tres miembros de los Bastardos se apoderan de un vehículo de los alemanes.

Malditos bastardos llega a su tercio final con evidentes síntomas de fatiga; primero, porque, como es habitual en el Tarantino de estos últimos años, su película dura más de lo estrictamente necesario, y en este caso le cuesta llegar a un clímax que se demora en demasía; y segundo, porque los antipáticos Bastardos (¡y Brad Pitt…!) vuelven a tener en este tercio final un protagonismo excesivo. Antes de llegar al clímax en el cine de Shosanna, donde se va a proyectar El orgullo de la nación con la presencia en la sala del mismísimo Adolf Hitler (Martin Wuttke) y la mayoría de la cúpula nazi (Goebbels, Goering, Bormann…), Tarantino brinda al espectador otra set-pièce bien resuelta pero excesivamente alargada, hasta el punto de hacerle perder, casi, toda su eficacia: la reunión secreta de Hicox y Stiglitz con Bridget en una taberna, con los dos primeros disfrazados de oficiales nazis, conversación interrumpida, primero, por un grupo de soldados alemanes que celebran que uno de ellos acabe de ser padre, y luego, por un oficial de las SS, Hellstrom, que se une a la reunión y acaba desenmascarando a Hicox y Stiglitz, con resultados sangrientos… En este punto del relato empieza a resultar evidente que el, digamos, “método Tarantino” de construcción de secuencias empieza a ser siempre lo mismo. Ello perjudica notablemente la consistencia de la cual, en sus líneas generales, ha hecho gala la película hasta ese momento, y más teniendo en cuenta que ese tan esperado clímax en el cine de Shosanna no resulta todo lo brillante que sería de desear, dada la exhaustiva preparación del mismo y a pesar de que contenga algunos golpes de efecto que sí lo sean: esa muy divertida escena –un chiste, sí, pero bien colocado— en la cual Hans Landa se pone a hablar en italiano con Aldo Raine, Donowitz y el tercer Bastardo que les acompaña junto con Bridget (los tres Bastardos, haciéndose pasar por invitados a la proyección fingen que son italianos… cuando apenas tienen nociones de ese idioma); esa inesperada reacción de Landa, estrangulando a Bridget cuando se da cuenta de la condición de traidora a la causa nazi de esta última, momento en el cual comprobamos el alcance real, y personal, de la peligrosidad y brutalidad del personaje del “cazajudíos”; o esa bella imagen, una de las más hermosas de la carrera de Tarantino, en la cual, en medio del caos del atentado preparado por Shosanna, el rostro de la muchacha, riendo, se proyecta sobre el humo del incendio como si fuera una especie de fantasma o de ángel vengativo…

Si al conjunto unimos otras irregularidades, tales como la mayor parte de las escenas centradas en Adolf Hitler, tópicas hasta la náusea; que Tarantino llegue al extremo de insertar planos únicamente para que veamos cómo un personaje, Hicox, atraviesa una habitación, lo cual pone seriamente en entredicho su cacareada maestría como narrador; la precipitación con que se resuelve la conflictiva relación de amor/odio establecida entre Shosanna y Zoller, que hubiese podido dar mucho más de sí; algún defecto de guión garrafal, impropio de alguien que tiene fama por la supuesta perfección de sus libretos (resulta ridículo que el ayudante negro de Shosanna sea capaz de encerrar a todo el mundo en el cine y que no haya ni un solo vigilante en el vestíbulo del local que pueda ver su acción; puede deberse –se insinúa— a cierta relajación deliberada del dispositivo de seguridad de la sala por parte de Hans Landa, mas lo cierto es que ello no queda claro…); y un final que roza lo execrable, otro típico chiste fácil made in Tarantino que parece insertado para que sus incondicionales echen unas risas antes de los títulos de crédito, y rematado con la línea de diálogo más pretenciosa de la historia del cine de autor (“esta es mi obra maestra”); por todo ello nos hallaremos, en suma, con que Malditos bastardos concluye dejando un mal sabor de boca. Lo que podría haber sido, y tan sólo a ratos es, una divertida fantasía cinéfila que recrea una Segunda Guerra Mundial absolutamente imaginaria (el golpe de efecto final en torno a Hitler no deja lugar a dudas), se queda al final por debajo de lo que promete, y a pesar de que Malditos bastardos sea, como evocación y pastiche cinéfilo en torno a las convenciones de un género cinematográfico tipificado, en este caso el bélico, superior a las evocaciones de la literatura pulp, el blaxplotation, el cine de artes marciales y el cine de drive-in de Pulp Fiction, Jackie Brown, Kill Bill y Death Proof: su ironía soterrada al respecto está, aquí, más conseguida (véase la escena en la cual Shosanna se viste y maquilla de forma ritual, saboreando previamente la venganza contra los nazis que va a consumar esa misma noche, bajo el fondo musical, anacrónico, del Putting of Fire de David Bowie/ Giorgio Moroder para el film de Paul Schrader El beso de la pantera/ Cat People, 1981). Reitero por enésima vez, resulta una auténtica pena la irregularidad del resultado, porque vuelve a demostrar que Quentin Tarantino es el primero en tirar piedras a su propio tejado.

miércoles, 2 de septiembre de 2009

“IMÁGENES DE ACTUALIDAD”, “DIRIGIDO POR…” Y “SCIFIWORLD” SEPTIEMBRE 2009, YA A LA VENTA

Un avance de la prometedora nueva versión de Alicia en el país de las maravillas firmada por Tim Burton, cuyo estreno en España está previsto, si no me equivoco, para el próximo mes de marzo, ocupa la portada del núm. 294 de Imágenes de Actualidad. Este mes, y como particularidad, he firmado la sección Cult Movie en colaboración con Antonio José Navarro, dado que la película que la ocupa, ¿Qué fue de Baby Jane?, de Robert Aldrich, no es sino un fragmento del libro sobre la actriz Bette Davis que hemos co-escrito Navarro y yo, a modo pues de avance editorial, y cuya salida está prevista para este mes de septiembre. Seguiremos informando al respecto. Este mes firmo, asimismo, las críticas de Up, de Pete Docter y Bob Peterson, Harry Potter y el misterio del príncipe, de David Yates (que ya comenté, un poco más extensamente, en este mismo blog), y Asalto al tren Pelham 1 2 3, de Tony Scott.

En el número 392 de Dirigido por…, que este mes incluye la primera parte de un estudio colectivo en dos entregas en torno al gran cineasta italiano Luchino Visconti (mi contribución al mismo se publicará el mes que viene), he firmado las críticas de Glory to the Filmmaker!, de Takeshi Kitano, La proposición, de Anne Fletcher, G.I. Joe, de Stephen Sommers, Desgracia, de Steve Jacobs, y La vida ante sus ojos, de Vadim Perelman, así como el artículo Dos clásicos mudos de G.W. Pabst, dentro de la sección Flashback, con motivo de la edición en DVD de un par de grandes títulos de este realizador alemán, la famosa La caja de Pandora y la no tan conocida, pero notable, Tres páginas de un diario. Más variado, imposible.

Finalmente, señalar que mi contribución mensual a la revista Scifiworld, cuyo número 18 aparece con una espectacular portada dedicada a Pinhead, el célebre antihéroe de la serie Hellraiser, se centra en lo que he venido en llamar Terrores viajeros, esto es, películas de temática fantástica cuya acción está relacionada total o parcialmente con monstruos, seres sobrenaturales y demás que emplean medios de transporte humanos para viajar entre nosotros y hacernos la vida imposible.