Propongo aquí una pequeña digresión que, espero, no produzca víctimas mortales, en torno a un par de películas que, probablemente sin pretenderlo y de manera completamente casual, dejan al descubierto dos de los polos o posturas (no son los únicos) entre los cuales bascula o parece bascular buena parte del cine que se realiza en estos momentos en España. Está, por un lado, Ágora (2009), la superproducción de Alejandro Amenábar y, hasta la fecha, campeona de taquilla del así llamado “cine nacional” de este año (alrededor de 20 millones de euros recaudados en el momento de escribir estas líneas), y por el otro, Los condenados (2009), tercer largometraje y primero de ficción de Isaki Lacuesta y, a priori, un film tan minoritario como los que hasta la fecha ha firmado su realizador. A primera vista, no puede haber films más antitéticos entre sí: una producción de 50 millones de euros, hablada en inglés y protagonizada por una actriz de fama mundial, la británica Rachel Weisz, frente a una producción de coste mucho más pequeño, hablada en castellano e interpretada por un reparto mayoritariamente latinoamericano y prácticamente desconocido para lo que se conoce como gran público. Un fresco histórico sobre la figura real de la astrónoma y matemática del siglo IV de nuestra era Hipatia de Alejandría, contrapuesto a un relato de ficción, aunque con cierto contexto histórico de fondo, sobre un pequeño grupo de antiguos opositores a la dictadura que buscan de manera extraoficial el cadáver de un compañero caído en combate. Una operación con grandes ambiciones comerciales y, como suele decirse, proyección internacional (necesaria para cubrir su enorme coste de producción, que difícil o imposiblemente será amortizado sólo en las taquillas españolas por muy bien que le vaya en ellas), enfrentada a un producto que asume de entrada su carácter minoritario y se contenta en primera instancia con atraer a un sector de público predispuesto a aceptar su propuesta.
Dicho rápidamente, Ágora sería una película “comercial”, y Los condenados, una película “de arte”. La primera colmaría las ansias de cierto cine español que quiere ir allende las fronteras y convertirse en una producción con el máximo alcance popular posible, mientras que la segunda colmaría otro tipo de ansiedad, la que busca convertir al cine español en un referente artístico de calidad. Ágora adopta los ropajes de un género bien conocido y repleto de elementos espectaculares que buscan seducir “al gran público”, en este caso el convencionalmente denominado cine histórico (se ha hablado estos días de peplum, e incluso he leído –horror— que Ágora es un film que dignifica el peplum, opinión que no comparto ni en lo que se refiere al género, pues Ágora no me parece un peplum, ni en lo que se refiere a la dignificación, puesto que el peplum no necesita a nadie que lo dignifique). En cambio, Los condenados no busca la complacencia del público, sino su reflexión y su participación intelectual por medio de un relato sin espectacularidad. Son producciones a simple vista en las antípodas la una de la otra. Es posible que en torno a Ágora y Los condenados se repita un debate que suele darse también en torno al cine realizado en los Estados Unidos, y que parte de la vieja idea según la cual deberían hacerse menos películas como Ágora (o, directamente, no hacerse) y en cambio sí deberían hacerse más como Los condenados (o, mejor aún, que todas las que se hicieran fueran como la de Lacuesta), porque el film de Amenábar vendría a representar un cine sin auténticas inquietudes artísticas, o cuanto menos con inquietudes artísticas de segunda fila o puestas en segundo término en beneficio de las puramente espectaculares y de entretenimiento, mientras que el film de Lacuesta supondría una apuesta arriesgada a favor de un cine que prima el arte por encima de cualquier otra consideración. Sería, poco más o menos, el viejo debate en torno al “cine rico” y, por tanto, insustancial y mediocre, y el “cine pobre” que suple su limitación de medios técnicos a base de fuertes dosis de talento. Bajo este punto de vista, Ágora sería una película ajena a la sensibilidad del espectador actual, mientras que Los condenados sería un film cercano a aquélla porque le ofrece una historia protagonizada por personajes con los cuales puede identificarse mucho más y mejor que con otros que vivieron muchos siglos atrás.
Otra variante de este discurso sería que la película de Amenábar es, dada su condición inicial de espectáculo popular, un film “embrutecedor”, mientras que la película de Lacuesta sería, por el contrario, un film “enriquecedor” o, como suele decirse, con algo que decir. Ágora sería el cine (español o no) “a atacar”, mientras que Los condenados sería el cine (español o no) “a defender”. Exactamente lo mismo que suele decirse, y que aunque no se exprese exactamente con estos mismos términos se hace con otros parecidos o que se encuentra como discurso de fondo en la mayoría de comentarios al respecto, cuando se debate la confrontación entre, pongamos por caso, la última superproducción de Jerry Bruckheimer y la enésima sensación del así llamado cine indie estadounidense, por no alargarnos con otros muchos ejemplos de parecida índole relativos al cine europeo (mejor dicho: al cine de tan sólo los países más famosos de Europa: ¡qué poco cine europeo conocemos realmente!) y al cine oriental (el cual, dicho sea de paso, prima sobremanera el cine de espectáculo sobre el cine de autor, por más que de unos años a esta parte se haya pretendido vendernos la falsa imagen de que Asia se compone, cinematográficamente hablando, de una inmensa mayoría de cineastas “profundos”). De este modo, Isaki Lacuesta vendría a ser una representación del lado Dr. Jekyll de una cierta postura del cine español contemporáneo, que se caracteriza por la búsqueda del resultado artístico por encima de cualquier otra consideración, y que se inclina por la experimentación, la abstracción, la reafirmación de una personalidad fílmica propia y diferenciada y ofrece una determinada visión del mundo. Pero, como todos sabemos a estas alturas (o se debería saber), el bienintencionado Dr. Jekyll tenía una Némesis oscura, Mr. Hyde, que aparecía cuando se tomaba una poción secreta. Alejandro Amenábar sería el diabólico Mr. Hyde que corrompe al bueno de Jekyll y le obliga a hacer todo lo que le dicta su mala voluntad, en este caso un cine comercial y popular, de género y espectacular, que en teoría se caracteriza por su desprecio de lo artístico, su simplicidad de formas y de discurso, y su impersonalidad. Amenábar-Hyde vendría a pervertir con sus malas acciones la labor de Lacuesta-Jekyll, convirtiéndose a su vez en “el malo” al que hay que atacar para salvar “al bueno” al que hay que defender.
Ahora bien, ¿todo esto que hemos dicho en sentido figurado, teórico, funciona así en la realidad práctica? ¿Ágora es la película, el cine, que-hay-que-atacar, y Los condenados es la película, el cine, que-hay-que-defender?
Porque, bajo otro punto de vista, Ágora y Los condenados no sólo no están tan lejos entre sí, sino que incluso comparten muchas cosas. Las dos son, cada una a su manera, miradas al pasado hechas desde la perspectiva del presente; ambas giran en torno a personas que, se supone, fueron injustamente asesinadas, víctimas del fanatismo y la intolerancia, Hipatia de Alejandría en el caso del film de Amenábar y Ezequiel, el compañero de fatigas cuya fosa buscan los protagonistas del film de Lacuesta (y recalco la suposición, porque la protagonista de Ágora es un personaje histórico sobre cuya vida y muerte los historiadores no terminan de ponerse de acuerdo, de ahí que la versión que de la misma ofrecen Amenábar y su coguionista, Mateo Gil, debe considerarse una especie de interpretación sobre la misma; mientras que sobre el personaje de Ezequiel pesan ciertas dudas en torno a su pretendido heroísmo que constituyen una parte esencial del desenlace de Los condenados). Ambos films, como digo, buscan reivindicar la memoria de personas que fueron sacrificadas por una salvaje y retrógrada represión, tanto da en el fondo que una sea real (Hipatia) y la otra imaginaria (Ezequiel); y las dos pretenden arrojar, como digo, sendas reflexiones sobre nuestro presente a partir de ese pasado: el germen del fanatismo religioso y la perniciosa influencia de los integrismos en la política universal en el caso de Ágora, las secuelas de la dictadura y la represión militares en las personas que sobrevivieron a ellas en el de Los condenados. Yendo más lejos, y perdóneseme la siguiente reflexión no del todo cinematográfica, no deja de resultar chocante que tanto Ágora como Los condenados sean en un sentido metafórico, claro está, películas fúnebres en las cuales hay, siquiera en parte, cierta mentalidad de sepulturero o, si se prefiere, de arqueólogo (sobre todo, en este último supuesto, en la de Lacuesta): las dos giran en torno a la exhumación de excelentísimos cadáveres, que diría Francesco Rosi, el de una gran mujer avanzada a su época y el de un hombre que, no por imaginario, no sintetiza menos en su persona la lucha revolucionaria más progresista; una mujer de la cual, se dice, murió por defender la lógica, la ciencia y la razón, y un hombre que, se supone, fue asesinado por defender la libertad y la igualdad entre los seres humanos. Podemos ampliar esa metáfora de la exhumación y decir que, con Ágora, Amenábar saca a la luz no sólo la figura histórica de Hipatia, sino también un concepto del cine-espectáculo ausente del cine español desde hacía muchos años, y en una proporción superior a la del costoso Alatriste (2007) de Agustín Díaz Yanes; mientras que, en Los condenados, la búsqueda y exhumación del cadáver de Ezequiel propuesta por Lacuesta podría interpretarse en el fondo como un intento de devolverle al cine español una profundidad y una gravedad asimismo ausentes en líneas generales en nuestra cinematografía: una densidad que su autor busca, siempre metafóricamente hablando, en las entrañas mismas de la tierra.
Todo lo contrario de lo que hace Amenábar, para el cual esa búsqueda tiene lugar no a ras del suelo, sino desde una perspectiva sideral: algunos de los mejores momentos de su film se producen cuando adopta ese punto de vista cósmico, en consonancia y coherencia con el pensamiento universal de la protagonista, de tal manera que hay numerosas escenas en las cuales la cámara realiza amplios y muy abiertos planos picado sobre las calles de Alejandría, sobre todo en las escenas de lucha, de forma que los sangrientos conflictos que muestra son reducidos, así, a la nada: los problemas y las cuitas de los hombres son una mera insignificancia en comparación con la inmensidad del espacio, el hombre no es más que un insecto que pulula sobre la superficie de uno de tantos entre una inmensidad de planetas colgados en el tapiz universal; y si en algún instante el ser humano es digno de “alcanzar” la inmensidad cósmica que le rodea es a través de un sentimiento noble como el amor y de una expresión artística elevada como la música: véase al respecto esa escena, una de las mejores de la película, en la cual Orestes (Óscar Isaac) dedica una melodía a su amada Hipatia en el teatro y, en un momento dado, la música que brota de su flauta se superpone sobre un nuevo plano general de la superficie de la Tierra. Es el único instante de Ágora en el cual parece insinuarse que el ser humano es ocasionalmente digno de ocupar un lugar, aunque sea modesto, en el infinito. Por su parte, Los condenados también retoma, siquiera en parte, la metáfora de los insectos, aunque lo haga a una escala mucho más modesta; aquí, por medio de la inserción de un par de planos de hormigas que pululan sobre los restos de comida dejados en el suelo o en la mesa por el grupo de arqueólogos, y que hace pensar un poco en los famosos insectos del arranque de Grupo salvaje (The Wild Bunch, 1969, Sam Peckinpah), representativos tanto allí como en Los condenados de la voracidad de la naturaleza, de la crueldad de la vida, de la severidad un mundo que lo devora todo sin piedad –ideas, pensamientos, sentimientos, personas—, reduciéndolo a un montón de huesos. Ágora y Los condenados son búsquedas y/o exploraciones de un pasado que nacen de anhelos, inquietudes e incluso frustraciones del presente.
También me llama la atención, dicho sea sin la menor intención peyorativa ni mucho menos política, la escasa “españolidad” de los dos films: ambos miran hacia épocas y personajes que en principio nada tienen que ver con España, más allá de las posibles connotaciones y/o pretensiones de universalidad que puedan atesorar soterradamente ambas películas. Dicho de otro modo, lo que proponen Ágora y Los condenados podría haber estado ambientado, en un momento dado y respectivamente, en la Iberia romana o en la España contemporánea, y girar por ejemplo en torno a personajes ibérico-romanos con inquietudes parejas o similares a las de Hipatia de Alejandría, o, en su caso, en torno a la exhumación del cadáver de un soldado republicano caído durante la Guerra Civil (de hecho, en el origen de Los condenados se encuentra, tal y como ha explicado Lacuesta estos días, una idea en torno a un documental sobre las fosas comunes donde están enterrados soldados caídos en la batalla del Ebro). Sin embargo, Amenábar y Lacuesta han rehuido, cada uno a su manera, la “españolidad” de sus proyectos, situándolos en tiempos y escenarios alejados de la península y rodándolos el uno en lengua inglesa y con intérpretes de allende nuestras fronteras, y el otro en lengua castellana, cierto, pero con intérpretes de Latinoamérica. Ágora y Los condenados podrían interpretarse, en este sentido, como sendas huidas o fugas del cine español, o mejor dicho, de unas determinadas formas de entender el cine español, más o menos interesantes, más o menos conseguidas (aquí cada cual tendrá su propia opinión), pero coincidentes en su anhelo de ir, cada una a su manera, más allá de determinadas fórmulas preestablecidas en nuestra cinematografía.
En cualquier caso, y con independencia de la valoración que cada cual haga de ambos films, particularmente dudo mucho de que Ágora o Los condenados sean, por así decirlo, “caminos a seguir” dentro del cine español, o por lo menos que sean alternativas que puedan dar frutos a medio o largo plazo. Una superproducción del calibre de la de Amenábar no es algo que pueda hacerse con frecuencia dentro de un tejido industrial como el que ofrece ahora la cinematografía española (y sospecho que al hablar de “tejido industrial” estoy siendo muy generoso…); de hecho, y a pesar de que la película ha funcionado muchísimo mejor de lo que pronosticaban no pocos agoreros (y perdón por el chiste fácil), todavía está por ver si Ágora acabará siendo un producto rentable a corto plazo (puede serlo, dicho ahora en sentido estrictamente crematístico, a medio o largo plazo), habida cuenta de que, a pesar de su excelente funcionamiento en las taquillas nacionales, todavía no se ha cubierto su coste de producción, a la espera de su lanzamiento en el mercado internacional y de su posterior explotación en formatos domésticos. Económicamente hablando –esto es algo que ya he dicho más de una vez, y cada vez que lo hago sé que resulta polémico—, resulta menos arriesgada una inversión relativamente pequeña como la de Los condenados, más fácil o menos difícil de amortizar a corto o medio plazo, e incluso con un margen de beneficios acaso mucho más pequeño pero también mucho más seguro que el de Ágora, por más que sea modesto con el que podría conseguir Ágora si su tirón comercial en ese mercado internacional fuese equiparable al conseguido en el mercado nacional.
Pero, dejando aparte temas monetarios, tampoco creo que Los condenados sea ese supuesto “camino a seguir” por “nuestro” cine (que es “nuestro” en la medida en que, ni que sea en una pequeña proporción, cuenta con alguna que otra ayuda oficial o procedente de entes públicos financiados con nuestros impuestos; dicho sea de paso, si una parte de mi IRPF o de mi IVA ha servido para contratar a Rachel Weisz, la doy por bien empleada…). Sobre todo porque, a la hora de la verdad y mal que pese, el film de Isaki Lacuesta acaba siendo tanto o incluso más tópico que el de Alejandro Amenábar, con el agravante de que, en estos últimos meses y desde su presentación en diversos certámenes cinematográficos, Los condenados ha sido “vendida” (de una forma si no igual, cuanto menos parecida a la de cualquier otra película teóricamente más comercial: todo el cine “se vende”) como una obra artística, sensible, innovadora, creativa y arriesgada, cuando en realidad, y como siempre a mi modesto entender, no es nada o casi nada de todo eso. Ya lo he dicho en otras ocasiones, pero vuelvo a insistir en ello: con todos sus defectos, sus convenciones, sus recursos formularios y su formato narrativo estandarizado, Ágora me parece la película más honesta que ha rodado Amenábar en estos últimos años; es lo que es, y dentro de sus limitaciones funciona a ratos con eficacia y esporádica brillantez; puede que se quede corta en sus pretensiones, pero alcanza unos cuantos objetivos claros y definidos. Cierro aquí el tema Ágora, respecto al cual, insisto, me remito a lo que escribí en el número 296 de Imágenes de Actualidad, y prefiero centrarme en Los condenados.
Los condenados es una película supuestamente artística, o lo que se entiende como tal. Busca apoyarse sobre todo en la sugerencia, reforzar su discurso sobre la imagen, reducir los diálogos a lo esencial, potenciar los gestos y miradas, los reproches y los silencios, en detrimento de las explicaciones. Intenta, lo cual en teoría es muy loable, que el espectador piense. El problema es que, para que el público haga ese esfuerzo, es necesario que el realizador le ofrezca materiales sobre los cuales reflexionar, cosa que no ocurre en Los condenados: parece que cuenta muchas cosas, pero la mayoría de ellas resultan superficiales; hay muchas imágenes supuestamente sugestivas, pero que en realidad expresan poco o nada; se apoya mucho en lo sugerido, efectivamente, pero lo que sugiere es tan pobre y está tan mal esbozado que no va más allá de su enunciado; hay muchos gestos y muchas miradas, pero su pretendido impacto emocional y/o intelectual en el espectador es mínimo. ¿Es, como se ha dicho, una película experimental? Sólo hasta cierto punto: lo más abstracto, en este sentido, sería la descripción del personaje de Martín (Daniel Fanego) y la utilización que el director hace del mismo dentro del contexto del relato. Martín recibe una invitación de su viejo amigo Raúl (Arturo Goetz) para que le acompañe a una excavación supuestamente arqueológica pero cuyo verdadero propósito es localizar el cadáver de su antiguo camarada Ezequiel, asesinado durante la dictadura y cuyo cuerpo fue enterrado en el campo (como explica Raúl: “no estamos autorizados a buscarlo, pero nada nos impide encontrarlo”). Martín acepta la propuesta, de una manera un tanto ambigua: no sabremos exactamente qué es lo que realmente le conduce a hacerlo hasta el tercio final del relato; entonces, descubriremos que Martín no sólo se ha estado callando la localización exacta del lugar donde está enterrado Ezequiel, sino también las circunstancias reales de su asesinato: la verdad es que Ezequiel no murió a manos de los represores, sino de sus propios compañeros, por ser un traidor a la causa. Una vez reveladas estas terribles verdades, que destrozan los ideales de sus viejos camaradas, la función del personaje de Martín ha terminado y, en las escenas finales, literalmente, desaparece: el film se cierra con la búsqueda frustrada de Martín por el campo y en mitad de la noche por parte de sus amigos y compañeros.
¿Los condenados es una película convencional? Rotundamente, sí. Está construida alrededor de ideas tan gastadas como la del reencuentro de antiguos colegas que, tras años y años sin verse, aprovechan la ocasión para dar rienda suelta a añejas rencillas, cuentas que quedaron pendientes, sentimientos no correspondidos o decepciones varias; y del concepto del (fácil) contraste entre las viejas y las nuevas generaciones, aquí patente en el personaje de Pablo (Nazareno Casado), el joven hijo de Vicky (María Fiorentino), quien parece repetir en su persona el antiguo impulso revolucionario de sus progenitores, el deseo juvenil de resolver por la fuerza de las armas las injusticias del mundo sin considerar que con ello contribuye a la continuación de la violencia (resulta penosa y mal contada la aparente fascinación que Pablo siente hacia las armas de fuego, y que da pie a un momento tan demagógico como aquél en el que Martín le quita el rifle a Pablo mientras está practicando la puntería, diciéndole que ya se ha disparado bastante por esa zona; o a esas escenas, redundantes y mal planificadas, en las cuales Pablo mata a una res enferma de un disparo, palpa fascinado la sangre que brota de la herida mortal del animal, y a continuación, cual Poncio Pilatos, se lava la sangre de las manos en el río). Y hay muchas escenas y detalles filmados y montados convencionalmente: el momento en el cual descubrimos imágenes del asesinado Ezequiel por medio del hojeo de un álbum de fotos; los insistentes cruces de miradas, supuestamente “profundos”, entre los personajes; la gratuita secuencia de los chicos bañándose en la alberca, o la posterior en la que Martín y Raúl hacen lo propio bajo la catarata; el típico primer plano del charco pisado por un pie con bota; por no hablar de secuencias tan horribles como la increíble de la conversación de Martín y Andrea (Leonor Manso) sobre los gatos, la de la fiesta nocturna y la borrachera de Raúl, o en particular la de la última cena que congrega a casi todos los principales personajes del relato alrededor de la mesa y bajo un manto de silencio, se supone, “opresivo”…
¿Es una película artística? Sí, lo es; pero en el peor sentido de la expresión… “Artística” como resultado de una impostura, de un previo posicionamiento frío y racional (lo cual explicaría la nula temperatura emocional del relato), de un querer no ser / no narrar como los demás, lo cual en teoría sería meritorio si no se notara tanto: hay movimientos de cámara muy elaborados, pero que no expresan nada; son decorativos, “bonitos”, “quedan bien”…, pero acaban siendo meramente funcionales, de relleno. Así, el travelling que recorre el campo donde los jóvenes colaboradores de Raúl están llevando a cabo el trabajo de excavación, que quizá pretende ser descriptivo pero no consigue ser otra cosa que un mero recurso esteticista (a fin de cuentas, cuando termine la película tampoco sabremos absolutamente nada del resto de componentes del equipo de Raúl, aunque sospecho que no faltará quien hablará entonces de cosas como “mirada distante”, “figuras en un paisaje desolador”, “disolución de la identidad de los personajes en el contexto abstracto del relato”, y majaderías por el estilo; disculpen la franqueza, pero uno empieza a estar un poco harto de que le vendan aire). Véase también el movimiento de cámara que recoge el regreso a casa de esos jóvenes arqueólogos tras finalizar su jornada de trabajo, tomado a través de la barandilla de madera del piso superior de la vivienda y que concluye en el hueco de la escalera por la cual suben, a fin de lograr, asimismo, un mero efecto esteticista; o el plano-secuencia construido en torno a la audición de una canción, en el cual la cámara parte del tocadiscos para ir recorriendo en primer plano los rostros de todos los personajes hasta detenerse, justo cuando termina la melodía, en el de Martín, el personaje intruso, el elemento discordante dentro de este paisaje de figuras silenciosas (algo, además, redundante, habida cuenta de que la condición de Martín como elemento enrarecido ya ha quedado lo suficientemente clara desde el principio). Hay una escena teóricamente interesante, creativa, pero a la postre también inane: ese primer plano fijo de Silvia (Bárbara Lennie), la hija de Andrea y el difunto Ezequiel, en el cual la chica conversa en un bar con Martín, sin contraplanos de este último; en ese largo primer plano, vemos a Silvia hablando e incluso replicando a lo que Martín le está explicando; sin embargo, no oímos la voz de Martín hablándole a Silvia, el diálogo del hombre y el contenido del mismo se deducen a partir de lo que Silvia está diciendo; pero se trata de una idea que el propio realizador destroza: Lacuesta no la lleva hasta sus últimos extremos, dado que en un momento dado la voz de Martín acaba apareciendo en la pista de sonido hacia el final del plano; la labor de la actriz es esforzada, pero insuficiente para aguantar ese primer plano tan prolongado; y la función de dicho plano, si es que tiene alguna (recordemos que nos movemos en el terreno de “lo abstracto”, “lo ambiguo”, “lo volátil”), no es más que la de introducir al personaje de Silvia (cuyo peso en el relato es, asimismo, nulo) y alargar un poco más el misterio que rodea a la actitud callada y expectante de Martín, de cara a la revelación que se producirá en los minutos finales.
viernes, 27 de noviembre de 2009
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Yo personalmete siempre aplico el criterio de Frank Zappa sobre la música: solo hay dos tipos la buena y la mala.
ResponderEliminarPor otra parte da la impresión (y ahora tengo el FICXixon, a pleno funcionamiento) de que el cine supuestamente "artístico" (qué es el arte en el cine o si el cine es arte, es ya otro tema) está anclado o bienestá resucitando conceptos y estilos manoseados hace ya un puñado de décadas, cosas que ya eran coyunturales en su propia época. Y más allá señalar que en una cinematografía sana o mínimamente industrializada la presencia de un "Ágora" sería lo que permitiría la existencia de "Los condenados".
Lo mas molesto de este cine supuestamente artístico es que parece que, a veces, deliberadamente quiere ir "en contra" del espectador. Poner las cosas difíciles, para parecer así un cine más difícil y, por tanto, auténtico.
ResponderEliminarUn ejemplo claro: un amigo que trabajaba en un vídeo-club se cansó de que los clientes le devolvieran "Tiro en la cabeza" protestando que el DVD estaba mal porque no se oía. Cuando se les explicaba que la peli era sí, la respuesta era una mezcla de incredulidad y cabro.
Saludos.
Muy de acuerdo en que la apuesta de Amenabar es realmente arriesgada en lo económico, temático y tambien en lo artístico, porqueestá claro que Amenabar quiere decir muchas y muy loables cosas en las que cree. Pero, ya que hablabas de "tomar como ejemplo", nunca pondría como tal una película tan obvia, tan sosa y olvidable como es, para mí, Ágora.
ResponderEliminarHablando de cine español, incluso en una cinta que me pareció estupenda como Celda 211, eché de menos que nuestros cineastas no sean capaces de hacer puro y duro cine de genero (con la salvedad de la comedia y el terror), sin tener que darles a las películas obligatoriamente un contenido de denunca social o política, que no obstante en el caso de la película de Monzón me pareció muy bien planteada.
Buenas noches a todos
"O cuanto menos con inquietudes artísticas de segunda fila": "cuando menos", no "cuanto menos".
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