The World, the Flesh and the Devil (subtitulada en su edición española en DVD, casi imperceptiblemente, como Los últimos sobrevivientes: esta película nunca se estrenó en cines en España) es una de las mayores y más curiosas rarezas legadas por el cine de ciencia ficción norteamericano de la década de 1950, un período repleto de estimulantes sorpresas que, poco a poco, va viendo satisfecho nuestro conocimiento sobre el mismo gracias a la, en este sentido, inestimable labor divulgativa de la lamentablemente desaparecida firma de ediciones en DVD L’Atelier 13. Apuntemos algunos datos, el primero de ellos que este film, dirigido en 1959 por el guionista y ocasional realizador Ranald MacDougall –del cual, si no me equivoco, tan sólo se estrenó entre nosotros uno de sus títulos como director: el mediocre melodrama Desnuda frente al mundo (Go Naked in the World, 1960)–, es una (relativa) adaptación de la famosa novela de ciencia ficción de M.P. Shiel La nube púrpura, si bien libremente modificada y pasada por el tamiz de otro relato, End of the World, de Ferdinand Reyher, cuyo título era el inicialmente previsto para The World, the Flesh and the Devil. La novela de Shiel se encuentra, también indirectamente, en la base de otro film de ciencia ficción de temática apocalíptica editado en su día por L’Atelier 13, el excelente Five (1951), de Arch Oboler, pero sería la película de MacDougall aquí comentada la que ejercería una influencia notoria en diversas producciones posteriores que abordarían el tema del fin del mundo por mediación de una catástrofe nuclear o similar (y, paradójicamente, la mayoría de ellas mucho más conocidas en España, puesto que casi todas sí que se estrenaron aquí, que su fuente de inspiración visual): es el caso, sobre todo, de las tres adaptaciones de la novela de Richard Matheson Soy leyenda: The Last Man on Earth (1964), de Sidney Salkow, El último hombre… vivo (The Omega Man, 1971), de Boris Sagal, y Soy leyenda (I Am Legend, 2007), de Francis Lawrence.
Dejando aparte estas curiosidades, lo cierto es que The World, the Flesh and the Devil tiene su interés en sí misma considerada, por más que nos hallemos ante una obra con un planteamiento harto atractivo que, no obstante, se malogra considerablemente por culpa de un final acomodaticio y sometido a la convención del happy end, el cual fue una exigencia de producción que MacDougall fue incapaz de soslayar. Si obviamos ese forzadísimo “final feliz” (a pesar de que, como luego veremos, también tiene su punto de curiosidad), la película atesora momentos de una fuerza considerable. Hay que señalar en el saldo de lo positivo el excelente arranque, cuando el minero de raza negra Ralph Burton (Harry Belafonte) –y el dato sobre su condición de afroamericano no es ocioso, como más tarde se verá– queda sepultado vivo durante cinco días en la mina que estaba inspeccionando: cinco días es, precisamente, el tiempo que necesita un virus incurable para infectar a la humanidad, acabar con ella y a continuación destruir completamente los cadáveres. También son espléndidas las justamente célebres primeras escenas en las cuales vemos a Ralph recorrer las calles de una desolada Nueva York, convertida en un gigantesco páramo solitario, repleto de vehículos abandonados y dominado por un aterrador silencio. Imágenes luego imitadas hasta la saciedad, tal y como hemos apuntado anteriormente, en las cuales MacDougall saca un gran provecho del formato panorámico.
Posteriormente, cuando Ralph descubre que, a fin de cuentas, no es el único superviviente del holocausto viral, sino que hay otras dos personas cerca de donde vive, una mujer: Sarah Crandall (Inger Stevens), y otro hombre: Benson Thacker (Mel Ferrer), ambos de raza blanca, es entonces cuando el film se adentra en el terreno de lo dialéctico. Se plantean, naturalmente, cuestiones estrechamente relacionadas con la terrible situación de los personajes: Ralph y Sarah han sobrevivido solos durante alrededor de un año. Tras conocerse, empiezan a hacerse amigos y a intimar. Como resulta de prever, dado que ambos son jóvenes, no tarda en sugerirse entre ellos la cuestión de la sexualidad. Resulta significativa al respecto la escena en la cual Sarah le pide a Ralph que le corte el cabello. El hombre, que ha visto crecer su interés amoroso hacia Sarah y es consciente de que ella no termina de aceptarle, corta y peina con brusquedad los rubios cabellos de la mujer, descargando así la frustración que le atormenta, del mismo modo que el dolor que siente Sarah durante esta incómoda sesión de peluquería connota el deseo sexual que, mal que le pese, también la turba por más que no quiera admitirlo.
La dialéctica se amplía con la incorporación del personaje de Benson, dando pie entonces a un planteamiento en el cual Roger Corman volvería a incidir al año siguiente de MacDougall en su más bien mediocre Last Woman on Earth (1960): la lucha de dos hombres por conseguir a la que probablemente sea la única mujer sobre la faz de
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