Pete Walker (n. 1939) es un realizador muy olvidado hoy en día, sobre todo en España, donde, salvo error del que suscribe, tan solo Terror sin habla (Frightmare, 1974), La casa del pecado mortal (House of Mortal Sin, 1976) y Esquizofrenia (Schizo, 1976) llegaron a conocer estreno comercial en salas. Durante la década de los setenta, Walker se labró una considerable reputación en su país de origen gracias a una serie de thrillers rebosantes de sexo y violencia –a las citadas hay que añadir, entre los más conocidos, Die Screaming, Marianne (1971; o sea, “Muere gritando, Marianne” editada en vídeo, en un alarde de comicidad involuntaria, como No grites, simplemente muere –sic–), la muy interesante House of Wipcord (1974), The Comeback (1978; también editada en vídeo y parece ser que asimismo emitida por televisión como Los crímenes del ático) y Home Before Midnight (1979; editada en DVD como Regreso a medianoche)–, los cuales acostumbraron a convertirle en el blanco de las iras de la censura británica y en uno de los realizadores “malditos” por excelencia del cine de bajo presupuesto producido por esos años en el Reino Unido. De ahí que sorprenda que, a principios de los años ochenta, Walker firmara la que acabaría siendo la última película de su filmografía como realizador, House of the Long Shadows (1983; copia fechada en 1982), producida por la célebre Cannon de Menahem Golan y Yoram Globus, y que lo hiciera además con una producción relativamente extraña dentro de su filmografía, en cuanto formalmente alejada de las procacidades que hicieron de él un “director de culto”.
House of the Long Shadows, que si no me equivoco nunca se estrenó en cines españoles, conoció una primera edición en el formato VHS y se encuentra reeditada en DVD y Blu-ray como La casa de las sombras del pasado, es un curioso film que, sin resultar particularmente meritorio, bien vale la pena echarle un vistazo, habida cuenta de que ofrece un puñado de alicientes. Primera llamada de atención: se trata de una adaptación de Earl Derr Biggers (1884-1933), novelista y dramaturgo norteamericano famoso por haber sido el creador del personaje del detective chino Charlie Chan, figura central de una larga serie de películas de Serie B, y cuya primera novela, Las siete llaves (Seven Keys to Baldpate, 1913), de la cual existe una edición española de 1952 a cargo de Molino, se encuentra en la base de La casa de las sombras del pasado y de una comedia dirigida y protagonizada tan solo tres años después por Gene Wilder, Terrorífica luna de miel (Haunted Honeymoon, 1986), con la diferencia de que la película de Walker parte tanto del libro de Biggers como de una adaptación teatral del mismo, firmada nada menos que por el célebre dramaturgo y compositor George M. Cohan. Segunda llamada de atención: La casa de las sombras del pasado fue la única vez que coincidieron en la gran pantalla cuatro de las más grandes estrellas del cine fantástico de todos los tiempos: los norteamericanos Vincent Price y John Carradine, y los ingleses Peter Cushing y Christopher Lee; también sería la última vez que Cushing y Lee, quienes colaboraron en más de veinte films, trabajaron juntos. El título de esta película resulta expresivo en más de un sentido, habida cuenta lo que tiene de simbólica reunión final de cuatro excepcionales intérpretes que ya en el momento de su estreno eran “sombras” pertenecientes a un pasado, el constituido por una determinada manera de entender el cine de terror, que resultaba lejana en el tiempo, y hoy más que nunca. (Nota bene: Parece ser que, en un primer momento, estaba previsto que otra veterana vinculada al cine fantástico, la “novia de Frankenstein” Elsa Lanchester, también interviniera en la película, de cara a completar el juego irónico-cinéfilo.)
Más allá de estas curiosidades, La casa de las sombras del pasado funciona con cierta eficacia gracias, en gran medida, a que asume desde el principio su condición de film-homenaje, y sabe sacarle partido a la misma por medio de un astuto guion, obra de Michael Armstrong –otro habitual del cine de terror trash inglés de los setenta: fue el guionista y director de Crímenes en la oscuridad (The Haunted House of Horror, 1969) y Las torturas de
La hipotética posibilidad de que, como en todo buen relato gótico, en una de las habitaciones superiores de la mansión esté encerrado desde hace cuarenta años un hermano menor de los Grisbane, un psicópata llamado Roderick –como el Sr. Usher imaginado por Poe e interpretado en el cine por Price a las órdenes de Roger Corman–, que fue confinado por haber cometido a la tierna edad de 14 años un terrible asesinato –lo cual guarda ecos de una poco conocida película de terror protagonizada por Cushing: The Ghoul (Freddie Francis, 1975)–, da pie a un pequeño festival de atrocidades, en un juego macabro a lo Diez negritos (y perdón por la incorrección política): un cadáver putrefacto adorna la sórdida habitación de Roderick; el cuerpo sin vida de Victoria aparece con una cuerda de piano enroscada alrededor de su cuello; Diana halla una muerte horripilante cuando alguien cambia el agua de una palangana para lavarse la cara por ácido sulfúrico; su marido, Andrew, no tarda en seguirla, envenenado con un vaso de ponche emponzoñado; Sebastian aparecerá ahorcado; su hermano Lionel será destrozado a hachazos… Todo muy efectivo (también muy convencional), hasta que, en un triple giro, descubriremos que: 1) todo no ha sido más que la puesta en escena de una puesta en escena, organizada por Allyson para sorprender al escéptico McGee; 2) toda esa puesta en escena no era sino… el argumento de la novela que, efectivamente, McGee ha logrado escribir en tan solo 24 horas (lo cual explica que McGee –y el espectador– sepa cosas en las cuales no ha estado presente, pues a fin de cuentas todo es un producto de su imaginación); y 3) en un último toque, descubriremos que el camarero del club donde McGee se ha reunido con Allyson para entregarle su novela no es sino… Vincent Price; también se añadirá, de paso, una –tonta– concesión al “final feliz”: McGee, que estaba enamorado de Mary, ha acabado perdiéndola porque, en realidad, era una actriz casada con el actor que interpretaba a “Andrew”, pero, claro, eso era dentro del argumento de su propia novela: una vez “fuera” de la misma, la rubia secretaria de Allyon se presentará en el pub, soltera y sin compromiso, para alegría del protagonista…
Contemplada desde la perspectiva de semejante artificio –hasta el espectador menos avezado no habrá tardado en sospechar que detrás de ese desfile de personajes en una mansión teóricamente abandonada se escondía algún tipo de complot–, La casa de las sombras del pasado se erige en un estimable e irónico ejercicio meta-fílmico. Desde este punto de vista, ¿no resulta acaso coherente que un escritor como McGee, quien afirma despreciar la novela gótica y por eso está firmemente convencido de que él es capaz de escribir una tan buena –o tan mala– como, según él, lo son todas, en un solo día, acabe viviendo una inesperada “experiencia gótica” protagonizada por los rostros legendarios del cine de terror, que no son sino los referentes góticos inmediatos de alguien de la edad de McGee? Eso explica que todas y cada una de las entradas que hacen en el relato las grandes estrellas del género que lo protagonizan estén rodadas a modo de “aparición” –siempre les vemos surgir de la oscuridad, literalmente como esas sombras del pasado a las cuales hace referencia el título del film–, de la misma manera que sus respectivas performances no son sino una (deliberada) repetición de las poses, los gestos y la dicción sobre los cuales cimentaron su fama. En este sentido, resulta una pena que Pete Walker no termine de emplearse a fondo en lo que, con un poco más de arrojo e inventiva de su parte, hubiese podido ir más allá de una estimable digresión sobre los mecanismos narrativos del cine de terror gótico, y más contando con la admirable prestación de unos extraordinarios intérpretes que participan en el juego con plena conciencia del mismo.
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