Existe un relativo consenso a la hora
de considerar La noche de Halloween (Halloween,
1978), La niebla (The Fog, 1980) y La cosa (The Thing, 1982) las tres
mejores películas de John Carpenter, y no seré yo quien diga otra cosa; es más,
caso de tener que elegir tan solo una, tendría problemas a la hora de decidirme
entre la milimétrica construcción narrativa de la primera o la densa atmósfera
lovecraftiana de la tercera, por más que a la hora de la verdad, y acaso por
cuestiones muy subjetivas de sintonía personal, quizá acabaría inclinándome por
la segunda de las mencionadas. De ahí que, sin por ello despreciar ni La noche de Halloween ni La cosa, La niebla me parece, si no la mejor película de su director, sin
duda la más atractiva.
Desde cierto punto de vista, puede
entenderse la obra de Carpenter como una completa revisión de las convenciones
del género fantástico bajo una perspectiva estilizada que busca al mismo tiempo
respetar, como suele decirse, las “esencias del género”, y al mismo tiempo
proponiendo sotto vocce un esquinado
discurso sobre esas convenciones, digamos, “clásicas” del fantastique observadas bajo el prisma de la modernidad. De este
modo, el fantástico de Carpenter vendría a ser el resultado del contraste entre
la tradición del género y su estado en la época contemporánea. No me parece
casual que muchos films de su director giren alrededor del efecto, por así
llamarlo, “chocante” que se produce entre los elementos puramente terroríficos
y/ o sobrenaturales que pueblan sus ficciones tan pronto como entran en relación
directa y conflicto abierto con una realidad cotidiana que, por definición,
excluye a los anteriores. Más que de una perturbación de lo cotidiano,
que suele ser el axioma sobre el cual se ha sostenido la mayor parte de
construcciones teóricas alrededor de la naturaleza del cine fantástico, lo que
Carpenter ofrece en sus películas es más bien una suerte de interferencia o de injerencia de lo fantástico en lo cotidiano, de tal manera que lo
primero no perturba a lo segundo, en el sentido de que no lo transforma, sino
que más bien lo obliga a convivir con él. Bajo esta perspectiva, puede verse el
cine de Carpenter no como crónicas de una realidad cotidiana perturbada por lo
sobrenatural, sino más bien como digresiones sobre la difícil o imposible
convivencia de lo sobrenatural y lo cotidiano.
La niebla
vendría a ser una nueva digresión sobre la injerencia de lo sobrenatural en el
contexto de lo cotidiano, pero yendo incluso más lejos que nunca. Aquí lo
sobrenatural se alimenta previamente de lo cotidiano: los fantasmas de los
tripulantes leprosos del velero Elizabeth Dane fueron, en vida, las víctimas
desgraciadas de seis conspiradores que, gracias a que provocaron el naufragio
de su barco donde aquéllos murieron y les quitaron su cargamento de oro, luego
fundaron la localidad costera de Antonio Bay. Pero, a la inversa, aquí también
hallamos en lo cotidiano el germen de lo sobrenatural: la localidad de Antonio
Bay celebra el centenario de su fundación, efeméride que coincide con los cien
años transcurridos desde que los seis conspiradores hundieron el Elizabeth
Dane; como comenta el padre Malone (Hal Holbrook), la conmemoración de ese
centenario también es la celebración, sin que los actuales habitantes del
pueblo lo sepan, del asesinato de los leprosos. Es por ello que puede decirse
que los espectros del Elizabeth Dane no vienen a perturbar la cotidianeidad de
Antonio Bay, en el sentido de transformarla, sino más bien a complementarla mediante la convivencia,
por lo general a la fuerza, de dos universos o planos de la existencia que en
un momento dado coinciden en un mismo tiempo y lugar.
Al hilo de esta digresión, puede
verse el cine de Carpenter en general y La
niebla en particular como una suerte de ejercicio
de convivencia de formas fantásticas de antaño y formas realistas del
presente, de manera que esa injerencia de lo fantástico en lo cotidiano se
traduce, en términos visuales, en una especie de juego anacrónico. La noche de Halloween no pretendía
disimular sus referentes (Psicosis,
los primeros slashers de Wes Craven, Tobe
Hooper y Bob Clark), sino que los asumía como lo que son, una herencia
cultural, para a partir de la misma renovarla en la medida de lo posible
por la vía de la estilización. La niebla
también recurre a elementos de la imaginería del fantástico anclados en una
larga tradición que viene de lejos (fantasmas, niebla, maldiciones) y los
incrusta en una cotidianeidad presentada con notable realismo, a fin de crear un
efecto parecido o equivalente a la estupefacción: la certeza de que lo
imposible acaba siendo posible, y de que lo sobrenatural deviene, en cierto modo,
“natural”. De ahí el sentido del extraordinario arranque del film, uno de los
más bellos jamás rodados por su autor, en el cual el anciano Sr. Machen (John
Houseman) relata a la luz de una hoguera y alrededor de la medianoche la
leyenda de los leprosos del Elizabeth Dane, siendo sus oyentes un puñado de
niños, entre ellos Andy (Ty Mitchell), el hijo de la locutora de la emisora de
radio local Stevie Wayne (Adrienne Barbeau). Con este prólogo, Carpenter viene
a decirnos que hemos de ser un poco como niños ante el relato que se va a
narrar a continuación, crédulos y abiertos a la imaginación (y al miedo); no descubro
nada cuando afirmo que el apellido del anciano narrador se corresponde con el
del escritor de literatura fantástica Arthur Machen (1863-1947), del mismo modo
que hallamos a lo largo del film a diversos personajes cuyos nombres coinciden
con los de amigos de Carpenter relacionados con el mundo del cine, tal es el
caso de Nick Castle, Tommy Wallace o Dan O’Bannon.
Toda la admirable progresión
narrativa de La niebla gira
constantemente alrededor de esa idea de la injerencia fantástico-cotidiano: cabe
anotar, después del prólogo, la no menos admirable secuencia que se desarrolla
al compás de los títulos de crédito, en la cual asistimos, entre las 24 h. y la
1 h. de la madrugada (la hora en la que, hace cien años, se reunieron los
conspiradores para preparar su crimen), a una serie de fenómenos inexplicables
en diversos puntos de Antonio Bay: temblores en las estanterías de un
supermercado, alarmas de coches que se disparan a la vez que se encienden sus
faros… Ahondando en lo apuntado, las apariciones de los espectros del Elizabeth
Dane vienen precedidas de un espeso y extrañamente luminoso banco de niebla
dentro del cual vemos “navegar”, en un plano de belleza felliniana, el velero
de los fantasmas, y que parece transportar a los vengativos espíritus tanto
sobre la cubierta de un pesquero como apareciendo, surgidos de la nada, ante
las puertas de las casas o en el interior de la iglesia. Llama la atención el
sentido del detalle desarrollado aquí por Carpenter, de manera que, en virtud de
un sencillo pero efectivo plano/ contraplano, es capaz de crear momentos de
gran fuerza poética tales como esa escena en la que el pequeño Ty ve o cree ver
un antiguo doblón de oro sobre una roca lamida por las olas que, a sus ojos, se
transforma en un fragmento de madera donde se lee: “…Dane”.
Pero si por algo resulta destacable La niebla en el contexto del cine de
Carpenter reside en el hecho de ser (de nuevo, y a riesgo de parecer
reiterativo, junto con La noche de
Halloween y La cosa) una película
en la que hasta los gestos más cotidianos son en ocasiones anuncios
premonitorios de esa fuerza maligna que parece estar al acecho en los márgenes
del relato, incluso en las escenas teóricamente más “tranquilas”. Resulta
significativo el personaje de Elizabeth (Jamie Lee Curtis); además de que su
nombre de pila coincide, claro está, con el del velero embrujado, su llegada a
Antonio Bay haciendo autostop coincide con la primera noche en la cual se
manifiestan los primeros indicios fantasmales; hay un momento en el cual Elizabeth
dice algo así como que: “a mí siempre me
pasan cosas…”, lo cual, teniendo en cuenta que la actriz Jamie Lee Curtis
acababa de protagonizar La noche de
Halloween con Carpenter no deja de tener su guasa; pero, más allá de este
guiño irónico, el hecho de que, efectivamente, la llegada de la chica coincida
con el inicio de la actividad espectral en el pueblo contribuye a la aureola
maldita de una localidad en la que, a partir de esa primera noche y antes de
llegar a la crucial segunda noche, cada gesto parece una invocación al Mal:
véase ese instante en el cual Kathy Williams (Janet Leigh) entra en la iglesia
del padre Malone, y este aparece detrás suyo, en la oscuridad y asustándola;
más allá de lo que esta escena tiene de sobresalto para el espectador, la misma
contribuye a reforzar esa misma aureola maldita, habida cuenta de que, como no
tardaremos en saber, el padre Malone es el descendiente de uno de los seis
antiguos conspiradores, y un personaje, por tanto, condenado a sufrir la
venganza de los espectros, tal y como veremos en el plano de cierre de la
película.
Un aspecto de La niebla que particularmente siempre me ha llamado la atención
consiste en su curioso parecido a nivel visual con otra famosa producción de
temática fantástica o cuanto menos limítrofe con el género. No me refiero, por
descontado, a los frecuentemente comentados ecos que guarda del film de Alfred
Hitchcock Los pájaros (The Birds, 1963)
(1), comenzando por el parecido del nombre de las localidades donde
ambas películas transcurren, Antonio Bay y Bodega Bay, como en la idea del
aislamiento del lugar ante el cerco de lo sobrenatural. En cambio, no suele
hablarse de los curiosos puntos de contacto que hay entre La niebla y la famosa película de Steven Spielberg Tiburón (Jaws, 1975), algunos de los
cuales, cierto es, también relacionan a esta última con Los pájaros (como la ubicación en una localidad frente al mar): Tiburón y La niebla empiezan de noche y a la luz de una hoguera; en esa
primera noche, el terror lleva a cabo su manifestación inicial; en Tiburón, el veterano marinero y pescador
Quint (Robert Shaw) impregna de inquietud la noche en la que relata a sus
compañeros de aventuras la terrible odisea del destructor Indianápolis; el
pueblo de La niebla está a punto de
celebrar su centenario, al igual que el de Amity en Tiburón está a punto de inaugurar su exitosa campaña de turismo
veraniego… Por no hablar de los singulares efectos estéticos que consigue
Carpenter con la iluminación fantasmagórica de la niebla, que tanto recuerdan a
las fugas de luz típicas del Spielberg de Encuentros
en la tercera fase (Close Encounters of the Third Kind, 1977). Acaso no sea
tan descabellado concluir que tanto Tiburón
como La niebla no dejan ser, cada una
a su manera y estilo, sendas digresiones sobre el miedo al mar.
(1) http://elcineseguntfv.blogspot.com/2020/01/el-fin-del-mundo-en-bahia-bodega-los.html
No hay comentarios:
Publicar un comentario