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sábado, 14 de marzo de 2020

Una cuestión de honor: “LOS DUELISTAS”, de RIDLEY SCOTT




Revisada en la actualidad, Los duelistas (The Duellists, 1977) hace gala de muchas de las cualidades –no todas ellas meritorias– del cine de Ridley Scott, por más que haya que reconocer que, en sus líneas generales, el tiempo ha tratado considerablemente bien a esta su ópera prima como realizador de largometrajes para el cine tras una larga trayectoria profesional como director de publicidad, hasta el punto de que, si se lleva a cabo el ejercicio de verla o revisarla sin prestar atención a su fecha de realización, prácticamente podría afirmarse con escaso margen de error de que se trata de una producción manufacturada dentro de las primeras décadas del siglo XXI. Expresado, asimismo, de otra manera: Los duelistas revela, a ojos de hoy, que con el tiempo Scott no parece haber variado en demasía sus métodos de trabajo, su forma de planificar y, sobre todo, su manera de iluminar, hasta el punto que la atmósfera “de época” y el componente estético, cuando no desvergonzadamente esteticista, de sus imágenes evoca sin demasiado esfuerzo los posteriores tratamientos plásticos de Legend, 1492: la conquista del paraíso, Gladiator, El reino de los cielos o Robin Hood, por ceñirnos, asimismo, a otros títulos “históricos” “no actuales” o “de época” de su filmografía. En Los duelistas brilla, a simple vista, un sello visual fácilmente reconocible, por más que no fuera exclusivo de su director y el mismo se pareciera, poco más o menos y con las salvedades que pueden y deben hacerse, al estilo practicado por otros realizadores británicos contemporáneos, tales como el en este sentido pionero John Boorman y, poco después, Nicolas Roeg, Alan Parker, Roland Joffé, el Hugh Hudson de Carros de fuego y Greystoke: La leyenda de Tarzán, rey de los monos o Adrian Lyne.


Aprovechando la ambientación decimonónica del relato, Scott jugó en Los duelistas la carta del preciosismo, y lo hizo a conciencia; tanto, que en su momento no faltaron voces que compararon su labor con la llevada a cabo un par de años antes por Stanley Kubrick en su célebre Barry Lyndon (ídem, 1975); yendo más lejos, una de las actrices de esta última, Gay Hamilton, hace asimismo un breve papel en Los duelistas. Bellos paisajes fotografiados preferentemente en plano fijo, o recorridos por funcionales movimientos de cámara; interiores iluminados con luces de tonalidad natural, dando pie a un elaborado juego, según las ocasiones, de luces y sombras, que se traduce en estancias, despachos, tabernas o palacetes alumbrados mediante estratégicas fugas lumínicas a través de puertas y ventanas, o por el contrario sumergiéndolos en un tenebrismo parecido al practicado por Clint Eastwood; la tendencia a llenar el plano de elementos atmosféricos (humo, niebla, nieve, lluvia); el gusto por el primer plano de los actores, tan característico de su director, como si la fisonomía de sus personajes formase parte –y, de hecho, la forma– del mismo juego estético… Alrededor de todo ello se construye una película, por lo demás, sólida, bien ensamblada y excelentemente interpretada, por más que a ratos adolezca de cierta frialdad, sobre todo si se conoce el relato de Joseph Conrad en el que se inspira.


Esta última revisión de Los duelistas ha venido acompañada por mi parte de una rápida y oportuna lectura de la corta novela de Conrad en la que se inspira. Si bien el film de Scott es razonablemente fiel a esta última en sus líneas generales, hay alguna diferencia entre ambas obras que valdría la pena señalar. La principal de ellas consiste en que, a diferencia que en el libro, en la película se da mayor importancia a los personajes femeninos, hasta el punto de añadir respecto al original literario uno, la prostituta Laura (Diana Quick), enamorada de D’Hubert (Keith Carradine), la cual viene a convertirse en el personaje-símbolo que el guionista Gerald Vaughan-Hughes erige en algo así como el Pepito Grillo del personaje de D’Hubert: Laura es la exteriorización de la voz interior de D’Hubert, la expresión de una conciencia que le dice que su prolongado duelo con Feraud (Harvey Keitel) no es más que una locura, un capricho de hombres arrastrados por un caduco sentido del honor y de la virilidad en el sentido militar del término, el cual les lleva a enfrentarse en una serie de lances privados a lo largo de quince años, durante los cuales D’Hubert y Feraud se conocen y se baten por primera vez en duelo cuando los dos todavía sirven en el ejército napoleónico, ambos con el grado de teniente, y van chocando en sucesivas ocasiones mientras van ascendiendo a capitanes, coroneles y generales, tomándose únicamente una tregua al verse obligados a luchar codo con codo en la desastrosa campaña de Rusia.


De este modo, como digo, el guionista pretende suplir, a través del personaje de Laura, lo que la magnífica prosa de Conrad explica tan bien: que la situación protagonizada por ambos antagonistas es un absurdo alargado durante tres lustros que no tiene ninguna razón de ser, y que en las páginas del libro está retratado con una solapada, elegante ironía prácticamente ausente, por cierto, en un film de tono más bien sombrío. El problema es que el personaje de Laura acaba resultando inverosímil, habida cuenta que resulta difícil de creer que una prostituta sin formación aparente sea capaz de expresarse casi como una intelectual, dejando en evidencia su carácter de artificio ideado por el guionista para que el espectador, aparte de ver, “reflexione” sobre lo que está presenciando en base a las contundentes afirmaciones formuladas en voz alta por este personaje. Tampoco tiene mayor relieve que, a diferencia de la novela, el personaje de D’Hubert esté casado con Adele (Cristina Raines) en el momento en que tiene su duelo final con Feraud, mientras que en Conrad la joven es todavía su prometida.  


Ello no obsta para que Los duelistas esté llena de buenos momentos, pero su alcance no va más allá de su enunciado y de la belleza aparente pero un tanto superficial de sus imágenes, sobre todo si se ha tenido la suerte o la desgracia, según como se mire, de haber leído a Conrad: suerte en lo que a leer la novela se refiere, por descontado; y desgracia en lo que a los resultados, correctos pero poco más, de la película que se inspira en tan magnífica obra literaria. Sin duda hay que anotar en el haber del director la elegante resolución de los duelos, por más que en todo momento cada una de esas secuencias de combate –la primera en el campo y a la luz del amanecer, que muestra a Feraud deshaciéndose de un rival muy inferior a él en el manejo del florete; la primera e improvisada pelea entre D’Hubert y Feraud en el jardín; el visceral duelo de ambos hombres en el granero, exhaustos y cubiertos de sangre, polvo y paja; o el decisivo encuentro a pistola en el bosquecillo, por lo demás un fragmento excelentemente planificado y montado– hagan gala al mismo tiempo tanto de una notable energía visual como de una relativa afectación esteticista: nunca está muy clara la frontera entre lo que está rodado porque resulta necesario para el devenir del relato y lo que está rodado por el mero placer de hacerlo. Bien mirado, ¿no sería esta una ajustada definición del estilo que ha practicado desde siempre Ridley Scott?


3 comentarios:

  1. Me gusta la película pero sin entusiasmarme, como casi todo el cine de Scott y he disfrutado de la reseña. Hay algo en que sí estoy en desacuerdo con TFV, creo que los personajes femeninos sí ayudan a la narración. Creo que el contraste de la relación que tiene el protagonista con ambas mujeres sirve para enfatizar el cambio de época y la madurez a la que llega el personaje de Keith Carradine. Con la primera tiene una relación más o menos estable, pero en la que no arrriesga nada por no amarla. De ahí que no le importe, o le importe poco enfrentarse en duelos con el personaje de Harvey Keitel.

    En cambio, cuando ya está casado con la segunda ya es otra historia. No es solo que el entramado social que convertía en "aceptables" los duelos ya no exista (Scott además filma varias veces las ruinas de un castillo durante el duelo final en el bosque), sino que el protagonista ha encontrado el amor cuando menos lo esperaba (en su madurez y en un matrimonio de conveniencia), y por eso quiera zanjar la cuestión de una vez por todas, pues ahora tiene mucho más que perder.

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  2. No deja de ser curioso que, a pesar de haber mantenido Scott muchos de sus rasgos de estilo, "Los duelistas" haya envejecido tan bien, y films suyos más recientes como "Robin Hood" o "Exodus", lo hagan tan mal. Algo había sin duda en aquel Scott de los primeros tiempos que acabó lléndose al garete.

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    1. Perdón por lo de "lléndose". ¡Vaya fallo! Sirva esto de corrección: donde dice "lléndose" debe poner "yéndose".

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