A en Joan Anton. La teva llum sempre
estarà enceça en el nostre record.
Como explica Pilar Pedraza, La chambre verte (1978), de François
Truffaut, es en parte una adaptación del relato de Henry James conocido, según
las ediciones, como El altar de los
muertos: “El relato de James es más
abstracto y monótono que el film de Truffaut. Su protagonista, George Stransom,
es un caballero mortecino a quien la viudedad ha dejado abandonado a sí mismo,
desolado y obsesionado con la idea del paso del tiempo y el recuerdo de seres
queridos que van cayendo víctimas de él. En su madurez declinante, Stransom se
dedica a vivir para los muertos. Siente que uno tiene que hacer algo para
ellos, Aunque no es religioso, gusta de las bellezas y la paz de las iglesias y
de los recintos sagrados, de modo que pide permiso al obispo para dedicar al
culto a los muertos, sus muertos, una capilla abandonada. (…) El obispo accede
llevado por un impulso de comprensión humana y hasta de humor. Stransom funda y
cuida su capilla de luz para sus muertos, representado cada uno por una vela,
hacia la que no tarda en sentirse atraída una dama también de luto, también
dañada por la muerte del ser amado. Muy lentamente, traban una amistad que
sufre algún altibajo ocasionado por el hecho de que el hombre llorado por ella
es precisamente un amigo de Stransom a quien la vida convirtió en enemigo.
Finalmente, tras largos años de amistad y culto mortuorio compartido, Stransom
muere en la capilla, entre los brazos de ella” (en su ensayo Espectra.
Descenso a las criptas de la literatura y el cine. Valdemar.
Colección Intempestivas, n.º 12. Madrid, 2004).
En la película, George Stransom se
convierte en Jules Davenne, personaje que encarna el propio Truffaut, en una de
sus relativamente habituales incursiones como intérprete en sus propios films.
Jules también es viudo pero, al contrario que Stransom, todavía un hombre
bastante joven. Además de la viudedad, se destaca el hecho de que la muerte se
encuentra muy presente en la vida y los pensamientos de Jules: la película se
abre con una serie de imágenes documentales de la Primera Guerra Mundial, sobre
las cuales se superpone una imagen de Jules, con uniforme de soldado y una
cámara en las manos; más adelante, le veremos enseñándole al pequeño Georges
(Patrick Maléon), el hijo sordomudo de su casera, una serie de diapositivas que
muestran, primero, dibujos de insectos, y a continuación, dado que estos
últimos no captan la atención del niño, fotografías de soldados muertos tomadas
por el propio Jules en las trincheras; además, Jules trabaja en un periódico
local como redactor de necrológicas, especialidad dentro de la cual tiene una
notable reputación. Como el Stransom de El altar de los muertos, el Jules
de La chambre verte tiene una amiga
que comparte su dolor, aunque no todos sus puntos de vista sobre la vida y, en
particular, la muerte: Cecilia Mandel (Nathalie Baye), una joven que, al igual
que en el relato de James, llora la muerte de un hombre, aquí llamado Paul
Masigny (Serge Rousseau), que fue una de las personalidades más destacadas del
pueblo y un antiguo amigo de Jules con el cual este último se enemistó; Cecilia
y Masigny eran amantes en secreto, dado que el ahora difunto Masigny estaba casado.
De este modo, Jules y Cecilia comparten hasta cierto punto la necesidad de
honrar a sus muertos, el primero a su esposa Julie (Laurence Ragon),
prematuramente fallecida a la edad de 22 años, y la segunda a Masigny;
comparten, además, la incomprensión generalizada de los demás, dado que no entienden
que Jules todavía siga enamorado de su esposa y que ni siquiera conciba la más
remota posibilidad de volver a casarse, mientras que la condición de amante de
un hombre casado de Cecilia la condena, de entrada, al ostracismo social.
Pero si en el relato de James se
proclama el respeto a los muertos, la necesidad de mantenerlos vivos en el
recuerdo a fin de que así no desaparezcan del todo del mundo de los vivos, en
la película de Truffaut –para el que suscribe, una obra maestra y quizás el
mejor trabajo de su autor– ese culto a los muertos es, para Jules, un canto a
la vida: no se trata de recordarlos en la muerte, sino en la vida; porque, para
Jules, recordar a los muertos es proclamar que estuvieron vivos y que, en
cierto modo, siguen estándolo porque todavía son importantes para aquéllos que
les recuerdan. En este sentido, y en contra de lo que las apariencias puedan
dar a entender, La chambre verte es
un relato vitalista que, desde la oscuridad de la muerte, proclama la grandeza
de vivir por encima del hecho irrefutable del fin de la existencia humana.
Son muchas las cualidades que hacen
grande a esta extraordinaria obra de Truffaut, quien a mi entender nunca logró
un trabajo tan emotivo y a la vez tan reflexivo, tan sombrío y al mismo tiempo
tan hermoso, como La chambre verte,
una de esos raros films que justifican por sí solos una filmografía llena, para
mi gusto, tanto de buenas películas como de unas cuantas mediocres o
sobrevaloradas, pero que se hacen perdonar ante el brillo majestuoso del título
que aquí comentamos. Muchas cualidades, como digo, pero sobre todo me gustaría
resaltar, particularmente, una. Me refiero a aquello que hace de La chambre verte un gran logro, esto es,
que sea un film tan vitalista e incluso, en el fondo, optimista, partiendo de
una base argumental tan aparentemente tenebrosa. La chambre verte es una apología de la vida expresada a partir del
final de la misma, es decir, de la muerte. Y a pesar de que el relato está lleno
de elementos fúnebres, cuando no directamente funerarios (ataúdes, necrológicas,
velatorios, funerales, cementerios, capillas), de todo ello se desprende un
amor a la vida que se sitúa muy por encima de las connotaciones pesimistas
inherentes a toda esa siniestra parafernalia. He hecho referencia al optimismo:
La chambre verte es un film con un
trasfondo optimista, cierto, pero eso no significa en absoluto que se trate de
una película ingenua y sentimental: creo que nunca como aquí Truffaut supo ser
tan idealista y a la vez tan mordaz, tan sentimental y trágico sin caer al mismo
tiempo en lo sentimentaloide. El film está lleno de formidables apuntes al
respecto. Por ejemplo, en la primera secuencia Jules asiste al velatorio de una
joven y hermosa mujer rubia prematuramente fallecida; el viudo, desconsolado,
llega al extremo de aferrarse al cadáver de su esposa y suplicar su propia
muerte para reunirse con ella; en este momento, espléndido, queda perfectamente
dibujado el temperamento del personaje de Jules, quien echa a un párroco de la
sala del velatorio alegando que su presencia allí es innecesaria si no es capaz
de hacer lo único que realmente consolaría al viudo o a cualquier persona que
ha perdido a un ser querido: devolverle la vida a la persona fallecida. Queda
claro, por tanto, que la actitud de Jules ante la muerte es espiritual pero no
religiosa: ha nacido como consecuencia de haber visto demasiadas muertes
(recuérdese su labor como fotógrafo durante la
Gran Guerra ) y es el resultado de una
actitud moral y ética, de ese amor a la vida que se inspira en el propósito
inquebrantable de mantener intacto el recuerdo de su querida Julie. Pero, más
adelante, esa actitud tiene su contrapunto en esa escena magistral que tiene
lugar tiempo después, y en la cual vemos a aquel mismo viudo inconsolable en
compañía de una nueva mujer con la cual ha rehecho su vida hasta el punto de
anunciar su próxima boda con ella; actitud que, claro está, escandaliza a
Jules, que ve en ello una especie de traición e incluso de “infidelidad” de
aquel hombre hacia su primera esposa.
Lo que para el resto de las personas
sería algo morboso e inquietante, es algo natural para Jules. El protagonista
se embarca en una serie de acciones que demuestran esa fascinación por la
muerte (mejor dicho: por la vida de los que han muerto), a las cuales él
se enfrenta con pasmosa naturalidad, y que la película muestra, en consonancia,
de manera sobria y “natural”, sin tremendismos de ningún tipo. Jules tiene en
una habitación (la chambre verte del
título) una serie de fotografías y recuerdos de Julie que convierten la
estancia en una especie de monumento funerario a su esposa: cuando un incendio
accidental destruya parte de la misma, Jules se lo reprochará de manera
personal, como si no hubiese sabido proteger a Julie después de muerta… Más
adelante, descubrirá una capilla abandonada en el cementerio del pueblo, la
comprará y la reformará para convertirla en una suerte de templo en memoria
tanto de Julie como del resto de familiares, amigos y conocidos suyos que ya
han fallecido, colocando una vela encendida en homenaje a cada uno de ellos
(como le comenta a Cecilia, llega un momento en la vida en el cual se conoce a
más gente muerta que viva…). También veremos a Jules visitar a un fabricante de
maniquíes que, por encargo suyo, ha construido una réplica a escala de Julie;
pero, al verla (una muñeca sin vida: sin alma), le ordenará destruirla delante
suyo: tal y como también apunta Pedraza en su ensayo citado, Truffaut planifica
la destrucción del maniquí colocando la cámara fuera del taller donde ha sido
construida, de tal manera que esa distancia, digamos, “pudorosa”, respeta de
este modo el sentimiento del protagonista. De hecho, todas las escenas que se
desarrollan en el interior de la capilla, cuyas paredes están cubiertas por fotos
de las personas que han formado parte de un modo u otro de la vida de Jules, e
iluminada por docenas de velas encendidas (Néstor Almendros logró aquí uno de
sus más bellos trabajos como operador), no tienen un tono tenebroso, sino como
de ensueño. Es en esta capilla donde tiene lugar la patética resolución del
relato, con Jules falleciendo prematuramente, enfermo y derrotado ante la
actitud de un mundo que no comprende ni le comprende, y Cecilia llevando a cabo
su última voluntad: encender una vela en su honor y colocarla con las demás de
la capilla, a modo de simbólica (re)unión eterna de Jules con sus seres
queridos, muertos para el mundo pero vivos en la muerte.
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