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miércoles, 11 de marzo de 2020

El altar de los muertos: “LA CHAMBRE VERTE”, de FRANÇOIS TRUFFAUT



A en Joan Anton. La teva llum sempre estarà enceça en el nostre record.


Como explica Pilar Pedraza, La chambre verte (1978), de François Truffaut, es en parte una adaptación del relato de Henry James conocido, según las ediciones, como El altar de los muertos: “El relato de James es más abstracto y monótono que el film de Truffaut. Su protagonista, George Stransom, es un caballero mortecino a quien la viudedad ha dejado abandonado a sí mismo, desolado y obsesionado con la idea del paso del tiempo y el recuerdo de seres queridos que van cayendo víctimas de él. En su madurez declinante, Stransom se dedica a vivir para los muertos. Siente que uno tiene que hacer algo para ellos, Aunque no es religioso, gusta de las bellezas y la paz de las iglesias y de los recintos sagrados, de modo que pide permiso al obispo para dedicar al culto a los muertos, sus muertos, una capilla abandonada. (…) El obispo accede llevado por un impulso de comprensión humana y hasta de humor. Stransom funda y cuida su capilla de luz para sus muertos, representado cada uno por una vela, hacia la que no tarda en sentirse atraída una dama también de luto, también dañada por la muerte del ser amado. Muy lentamente, traban una amistad que sufre algún altibajo ocasionado por el hecho de que el hombre llorado por ella es precisamente un amigo de Stransom a quien la vida convirtió en enemigo. Finalmente, tras largos años de amistad y culto mortuorio compartido, Stransom muere en la capilla, entre los brazos de ella” (en su ensayo Espectra. Descenso a las criptas de la literatura y el cine. Valdemar. Colección Intempestivas, n.º 12. Madrid, 2004).


En la película, George Stransom se convierte en Jules Davenne, personaje que encarna el propio Truffaut, en una de sus relativamente habituales incursiones como intérprete en sus propios films. Jules también es viudo pero, al contrario que Stransom, todavía un hombre bastante joven. Además de la viudedad, se destaca el hecho de que la muerte se encuentra muy presente en la vida y los pensamientos de Jules: la película se abre con una serie de imágenes documentales de la Primera Guerra Mundial, sobre las cuales se superpone una imagen de Jules, con uniforme de soldado y una cámara en las manos; más adelante, le veremos enseñándole al pequeño Georges (Patrick Maléon), el hijo sordomudo de su casera, una serie de diapositivas que muestran, primero, dibujos de insectos, y a continuación, dado que estos últimos no captan la atención del niño, fotografías de soldados muertos tomadas por el propio Jules en las trincheras; además, Jules trabaja en un periódico local como redactor de necrológicas, especialidad dentro de la cual tiene una notable reputación. Como el Stransom de El altar de los muertos, el Jules de La chambre verte tiene una amiga que comparte su dolor, aunque no todos sus puntos de vista sobre la vida y, en particular, la muerte: Cecilia Mandel (Nathalie Baye), una joven que, al igual que en el relato de James, llora la muerte de un hombre, aquí llamado Paul Masigny (Serge Rousseau), que fue una de las personalidades más destacadas del pueblo y un antiguo amigo de Jules con el cual este último se enemistó; Cecilia y Masigny eran amantes en secreto, dado que el ahora difunto Masigny estaba casado. De este modo, Jules y Cecilia comparten hasta cierto punto la necesidad de honrar a sus muertos, el primero a su esposa Julie (Laurence Ragon), prematuramente fallecida a la edad de 22 años, y la segunda a Masigny; comparten, además, la incomprensión generalizada de los demás, dado que no entienden que Jules todavía siga enamorado de su esposa y que ni siquiera conciba la más remota posibilidad de volver a casarse, mientras que la condición de amante de un hombre casado de Cecilia la condena, de entrada, al ostracismo social.


Pero si en el relato de James se proclama el respeto a los muertos, la necesidad de mantenerlos vivos en el recuerdo a fin de que así no desaparezcan del todo del mundo de los vivos, en la película de Truffaut –para el que suscribe, una obra maestra y quizás el mejor trabajo de su autor– ese culto a los muertos es, para Jules, un canto a la vida: no se trata de recordarlos en la muerte, sino en la vida; porque, para Jules, recordar a los muertos es proclamar que estuvieron vivos y que, en cierto modo, siguen estándolo porque todavía son importantes para aquéllos que les recuerdan. En este sentido, y en contra de lo que las apariencias puedan dar a entender, La chambre verte es un relato vitalista que, desde la oscuridad de la muerte, proclama la grandeza de vivir por encima del hecho irrefutable del fin de la existencia humana.


Son muchas las cualidades que hacen grande a esta extraordinaria obra de Truffaut, quien a mi entender nunca logró un trabajo tan emotivo y a la vez tan reflexivo, tan sombrío y al mismo tiempo tan hermoso, como La chambre verte, una de esos raros films que justifican por sí solos una filmografía llena, para mi gusto, tanto de buenas películas como de unas cuantas mediocres o sobrevaloradas, pero que se hacen perdonar ante el brillo majestuoso del título que aquí comentamos. Muchas cualidades, como digo, pero sobre todo me gustaría resaltar, particularmente, una. Me refiero a aquello que hace de La chambre verte un gran logro, esto es, que sea un film tan vitalista e incluso, en el fondo, optimista, partiendo de una base argumental tan aparentemente tenebrosa. La chambre verte es una apología de la vida expresada a partir del final de la misma, es decir, de la muerte. Y a pesar de que el relato está lleno de elementos fúnebres, cuando no directamente funerarios (ataúdes, necrológicas, velatorios, funerales, cementerios, capillas), de todo ello se desprende un amor a la vida que se sitúa muy por encima de las connotaciones pesimistas inherentes a toda esa siniestra parafernalia. He hecho referencia al optimismo: La chambre verte es un film con un trasfondo optimista, cierto, pero eso no significa en absoluto que se trate de una película ingenua y sentimental: creo que nunca como aquí Truffaut supo ser tan idealista y a la vez tan mordaz, tan sentimental y trágico sin caer al mismo tiempo en lo sentimentaloide. El film está lleno de formidables apuntes al respecto. Por ejemplo, en la primera secuencia Jules asiste al velatorio de una joven y hermosa mujer rubia prematuramente fallecida; el viudo, desconsolado, llega al extremo de aferrarse al cadáver de su esposa y suplicar su propia muerte para reunirse con ella; en este momento, espléndido, queda perfectamente dibujado el temperamento del personaje de Jules, quien echa a un párroco de la sala del velatorio alegando que su presencia allí es innecesaria si no es capaz de hacer lo único que realmente consolaría al viudo o a cualquier persona que ha perdido a un ser querido: devolverle la vida a la persona fallecida. Queda claro, por tanto, que la actitud de Jules ante la muerte es espiritual pero no religiosa: ha nacido como consecuencia de haber visto demasiadas muertes (recuérdese su labor como fotógrafo durante la Gran Guerra) y es el resultado de una actitud moral y ética, de ese amor a la vida que se inspira en el propósito inquebrantable de mantener intacto el recuerdo de su querida Julie. Pero, más adelante, esa actitud tiene su contrapunto en esa escena magistral que tiene lugar tiempo después, y en la cual vemos a aquel mismo viudo inconsolable en compañía de una nueva mujer con la cual ha rehecho su vida hasta el punto de anunciar su próxima boda con ella; actitud que, claro está, escandaliza a Jules, que ve en ello una especie de traición e incluso de “infidelidad” de aquel hombre hacia su primera esposa.



Lo que para el resto de las personas sería algo morboso e inquietante, es algo natural para Jules. El protagonista se embarca en una serie de acciones que demuestran esa fascinación por la muerte (mejor dicho: por la vida de los que han muerto), a las cuales él se enfrenta con pasmosa naturalidad, y que la película muestra, en consonancia, de manera sobria y “natural”, sin tremendismos de ningún tipo. Jules tiene en una habitación (la chambre verte del título) una serie de fotografías y recuerdos de Julie que convierten la estancia en una especie de monumento funerario a su esposa: cuando un incendio accidental destruya parte de la misma, Jules se lo reprochará de manera personal, como si no hubiese sabido proteger a Julie después de muerta… Más adelante, descubrirá una capilla abandonada en el cementerio del pueblo, la comprará y la reformará para convertirla en una suerte de templo en memoria tanto de Julie como del resto de familiares, amigos y conocidos suyos que ya han fallecido, colocando una vela encendida en homenaje a cada uno de ellos (como le comenta a Cecilia, llega un momento en la vida en el cual se conoce a más gente muerta que viva…). También veremos a Jules visitar a un fabricante de maniquíes que, por encargo suyo, ha construido una réplica a escala de Julie; pero, al verla (una muñeca sin vida: sin alma), le ordenará destruirla delante suyo: tal y como también apunta Pedraza en su ensayo citado, Truffaut planifica la destrucción del maniquí colocando la cámara fuera del taller donde ha sido construida, de tal manera que esa distancia, digamos, “pudorosa”, respeta de este modo el sentimiento del protagonista. De hecho, todas las escenas que se desarrollan en el interior de la capilla, cuyas paredes están cubiertas por fotos de las personas que han formado parte de un modo u otro de la vida de Jules, e iluminada por docenas de velas encendidas (Néstor Almendros logró aquí uno de sus más bellos trabajos como operador), no tienen un tono tenebroso, sino como de ensueño. Es en esta capilla donde tiene lugar la patética resolución del relato, con Jules falleciendo prematuramente, enfermo y derrotado ante la actitud de un mundo que no comprende ni le comprende, y Cecilia llevando a cabo su última voluntad: encender una vela en su honor y colocarla con las demás de la capilla, a modo de simbólica (re)unión eterna de Jules con sus seres queridos, muertos para el mundo pero vivos en la muerte.



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