Lunas de hiel (Biiter
Moon, 1992) no solo no me gustó la primera vez que la vi en el momento de su
estreno, sino que tampoco dudé a la hora de encuadrarla junto con la para mí peor
obra de su autor, Roman Polanski: ¿Qué?
(Che?, 1972). Naturalmente, y dado el tiempo transcurrido desde su estreno en
España, ahora mismo sería incapaz de rememorar con toda exactitud cuáles fueron
los pensamientos y sensaciones que me llevaron a renegar de esta película, mas
sí puedo recordar que mi rechazo se debió principalmente a su contraste con la
lectura de la interesante novela de Pascal Bruckner, Luna amarga, en la
cual se basa y que había leído con entusiasmo poco antes de ver el film. Ni que
decir tiene que los casi treinta años transcurridos han afectado, asimismo, a
mi recuerdo de dicha novela, dado que tampoco la he releído. Pero, hechas estas
precisiones, creo que a pesar de ello estoy en condiciones de comprender y
matizar el porqué de mi rechazo inicial hacia el film de Polanski y el porqué
aquélla ha dejado paso actualmente a un considerable interés; o, dicho de otra
manera, que la revisión de Lunas de hiel
me ha hecho reconsiderarla bajo un prisma mucho más positivo.
Luna amarga, de Pascal Bruckner, es en cierto sentido una novela
“de tesis” que describe, con todo lujo de detalles, el proceso de destrucción
de una pareja de amantes por la vía del sexo. No se vea en ello un discurso
moralista y reaccionario sobre la sexualidad sino, por el contrario, una
sórdida digresión sobre la naturaleza humana, construida en torno a la relación
que se establece entre Oscar, un aspirante a escritor de nacionalidad
norteamericana que vive desde hace años en París intentando labrarse un futuro
con la literatura, y Mimi, una francesa mucho más joven que él y que trabaja
como bailarina y camarera. Lo que empieza siendo un romance, digamos, “puro”
entre un hombre y una mujer que se atraen el uno al otro con una fuerza casi
magnética, va degenerando a medida que ese primer fuego sexual se va apagando,
consumido bajo el peso de la rutina y de lo ya conocido, para ir dejando paso a
una vorágine sexual marcada por prácticas, sigamos diciendo, “anormales” como
el masoquismo y la coprofagia. Narrada en primera persona por el personaje de
Oscar, Luna amarga hace honor a su título proporcionando, mediante
una prosa muy depurada, un áspero dibujo del ser humano, dando como resultado
un relato marcado principalmente por dos tonalidades: la intimidad y la
subjetividad.
En cambio, la película de Polanski,
quien firma el guion en colaboración con Gérard Brach y John Brownjohn, y a
pesar de que respeta el planteamiento íntimo y subjetivo de la novela, de manera
que recoge la narración en sucesivos flashbacks
que el personaje de Oscar (Peter Coyote) le relata al de Nigel (Hugh Grant)
sobre su relación con Mimi (Emmanuelle Seigner), por otro lado, no respeta esas
mismas tonalidades, resultando por comparación fría y cruel. Y puede que fuera
ese mismo contraste entre la intimidad y subjetividad del libro y la frialdad y
crueldad de la lectura llevada a cabo por Polanski lo que provocara más de un
rechazo hacia Lunas de hiel, incluido
el mío propio.
Estoy hablando de tonalidades. El
cine de Polanski suele identificarse sobre todo por un determinado tono: una
mezcla de ironía y humor negro, de distanciamiento y refinamiento estético, que
da como resultado una obra a medio camino entre lo abstracto y lo grotesco. Y
si, por ceñirnos a los ejemplos más famosos de su filmografía, la mirada de
Polanski suele caracterizarse por su concepción cruel y sin miramientos de las
debilidades del ser humano, tanto da que las mismas se enmarquen, hablando en
términos muy generales, dentro de géneros o temáticas fácilmente reconocibles como
el fantástico –Repulsión (Repulsion, 1965),
El baile de los vampiros (The
Fearless Vampire Killers, 1967), La
semilla del diablo (Rosemary’s Baby, 1968), El quimérico inquilino (Le locataire, 1976), La novena puerta
(The Ninth Gate, 1999)–, el thriller
y/ o el cine negro –Callejón sin salida
(Cul-de-sac, 1966), Chinatown (ídem, 1974),
Frenético (Frantic, 1988), El escritor (The Ghost Writer, 2010) (1),
Basada en hechos reales (D’après une histoire vraie, 2017) (2)–,
la comedia –Piratas (Pirates, 1986)–,
el melodrama –Tess (ídem, 1979), El pianista (The Pianist, 2002)–, las
adaptaciones de obras de teatro –La
muerte y la doncella (Death and the Maiden, 1994), Un dios salvaje (Carnage,
2011), La Venus de las pieles (La Vénus à la fourrure, 2013)– o de
clásicos de la literatura –Oliver Twist
(ídem, 2005)–, o el drama histórico –El oficial y el espía (J’accuse, 2019)–,
está muy claro que Lunas de hiel no
constituye ni mucho menos una excepción. Ello explica, asimismo, que la
tonalidad elegida por Polanski redunde en detrimento de aquello que buena parte
del público esperaba encontrar en Lunas
de hiel a causa de una engañosa estrategia publicitaria: el erotismo. Bajo
cierto punto de vista, no cabe imaginarse una película menos erótica que Lunas de hiel, aún estando llena de
escenas cargadas de motivaciones o de sugerencias sexuales y a pesar de que el
sexo y el deseo sexual sean los principales motores narrativos del relato.
Esa ausencia de calidez erótica, que
todo lo más se limita a tres o cuatro apuntes, deja paso en cambio a una
visualización del sexo como mero mecanismo de relación natural entre las
personas, lo cual explica que muchas de sus en su momento muy celebradas escenas
sexuales estén resueltas por el realizador polaco con un enorme
distanciamiento. Y no me refiero solamente al hecho de que Polanski recurra en
no pocas ocasiones al plano general para visualizar la actividad sexual de los
personajes, o a que eluda algunos de los
fragmentos más escabrosos de la novela original en beneficio de una resolución
elíptica –por ejemplo, la escena en la cual Oscar le relata a Nigel el descubrimiento de una nueva faceta de su
sexualidad el día en que Mimi se orinó en su cara (sic)–, sino más bien al
hecho de que, en Lunas de hiel, el
sexo está definido en todo momento como algo no intrínsecamente erótico, de la
misma manera que las relaciones entre los cuatro principales personajes, los ya
mencionados Oscar, Mimi y Nigel, a los cuales hay que añadir a Fiona (Kristin
Scott Thomas), la esposa de este último, tampoco son lo que parecen a simple
vista; y no me refiero únicamente a la vieja cuestión de la falsedad de las
apariencias, tan presente en el cine de Polanski como una de sus deudas
implícitas con el cine de Alfred Hitchcock, sino más bien al hecho de que en Lunas de hiel, como en el grueso del
cine de su autor, esas falsas apariencias encubren sórdidos secretos o calladas
frustraciones: Oscar se las da de escritor, cuando lo cierto es que jamás ha
conseguido publicar ni una sola de sus tres novelas inéditas, del mismo modo
que Mimi siempre se define a sí misma como “bailarina” y prefiere
ignorar que o bien tan solo consigue trabajo como camarera, o que Oscar la
mantiene a cambio de sus favores carnales; asimismo, la flamante pareja de
ingleses formada por Nigel y Fiona encubren en realidad a un matrimonio
convencional, burgués y aburrido que, a la primera de cambio, juguetea con la
posibilidad del adulterio, él con Mimi y ella con un galancete italiano de vía
estrecha, Dado (Luca Venalli).
En este sentido, no comparto la
opinión, muy difundida en el momento del estreno de este film, de que Lunas de hiel podía verse como el
proceso de seducción, degradación y casi de destrucción que una pareja “impura”
–Oscar y Mimi– ejerce sobre otra “pura” –Nigel y Fiona–, por la sencilla razón
de que los segundos ocultan secretos acaso no tan oscuros como los de los
primeros, pero en el fondo no resultan menos infelices y desdichados que los
anteriores. El encuentro entre ambas parejas se produce a bordo de un
transatlántico que recorre el Mediterráneo camino de Estambul y a punto de
celebrarse la nochevieja (lo cual puede verse como una especie de símbolo de la
opulencia y decadencia de la clase social que viaja a bordo: no por casualidad,
y en medio de una tormenta que zarandea el navío y hace vomitar a algunos
comensales borrachos, Oscar grita que aquello le hace pensar en el Titanic…). Justo
cuando ese encuentro tiene lugar, ambas parejas se encuentran en un punto
crucial de sus relaciones: Oscar, paralítico y en silla de ruedas, es una
víctima de la crueldad de Mimi, que se venga así de las humillaciones a las
cuales él mismo la sometió en el pasado, y Nigel y Fiona viven lo que se conoce
popularmente como la crisis del “séptimo año” de su matrimonio. De este modo,
la fascinación que Nigel siente por el morboso relato íntimo de Oscar y ante la
posibilidad de poder beneficiarse a
la turgente Mimi (dejando así bien claro que la temperatura sexual de su
relación con Fiona hace tiempo que se ha enfriado), termina derivando en un
extraño juego de complicidades, de tal manera que los cuatro personajes
acabarán confluyendo en el ritual erótico-mortal de Oscar y Mimi, el cual
culmina con la muerte de estos dos últimos, el colofón perfecto para una
relación sostenida, primero, por el sexo más enfermizo, y luego, por el odio
más absoluto.
Polanski desgrana este carrusel de
sexo, dolor, odio y muerte mediante una planificación, como digo,
extremadamente sobria y contenida, que se sostiene, como asimismo ya he
indicado, sobre la base formal del plano general y la elipsis. Ello no es
obstáculo para que, en medio de ese rigor formalista (y que confiere al
conjunto un exceso de rigidez, acaso ante el temor fundado del realizador de
que el sexo despistara la atención del espectador, o, dicho de otra manera, que
los árboles no dejaran ver el bosque), afloren algunos apuntes sofisticados que
nos recuerdan el carácter un tanto surrealista del cine de su autor. Señalo, al
principio del flashback en el cual
Oscar rememora la primera vez que vio a Mimi en el autobús, ese magnífico
primer plano de la chica, sentada en la parte trasera del vehículo y con el
paisaje urbano de París circulando a sus espaldas, en un encuadre rodado de tal
manera que Mimi parece “flotar” en medio de la ciudad por la cual se desplaza, una
imagen que está a tono con el carácter ensoñador del recuerdo de Oscar. Ese carácter
onírico reaparece, esporádicamente, en la sobreimpresión del rostro de Oscar en
la ventanilla del avión de pasajeros donde Mimi ha sido introducida por el
primero mediante engaños, destacando de este modo el temperamento ingenuo de la
muchacha y, en cierto sentido, el final de su auténtica inocencia: cuando, en su imaginación, el rostro de su amado Oscar
se desvanece de la ventanilla, en ese preciso instante “nace” la Mimi que dedicará el resto de
su existencia a un único propósito: vengarse de Oscar. Similar sentimiento de
extrañeza provoca la escena en la cual Oscar y Mimi descubren por primera vez
las posibilidades de excitación sexual del sadomasoquismo: él se está afeitando
a navaja, tal y como tiene por costumbre, y Mimi, jugando, le pide que le deje
terminar de rasurarle; previsiblemente, la joven hiere levemente a Oscar en la
mejilla, y entonces lame la sangre de la herida: ese pequeño dolor, y la gota
de sangre de Oscar en los labios de Mimi, como si fuera una vampiresa, abre
para los protagonistas una inesperada puerta a un mundo de placer y dolor.
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