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miércoles, 11 de julio de 2018

El beso desnudo: “UNA LUZ EN EL HAMPA”, de SAMUEL FULLER



Qué extraña, desconcertante y hermosa es esta película de Samuel Fuller, como lo es su título original en inglés, The Naked Kiss (1964), el beso desnudo, el cual hace referencia en términos generales hacia una conducta sexual desviada, o lo que se entiende como tal. Extraña, porque atesora una de las tramas más delirantes de toda la carrera de su autor, en el borde mismo del delirio total y absoluto (en el cual, por cierto, cae en más de una ocasión… pero con magníficos resultados). Hermosa, porque atesora tanta fuerza y belleza, tanta pasión por lo que narra y tanto entusiasmo por cómo lo narra, que se hace perdonar algunos defectos. Los mismos que hacen de ella, también, una obra desconcertante, habida cuenta de que Una luz en el hampa contiene, asimismo, dos de los peores momentos de toda la carrera del cineasta.


El primero es su muy celebrada y a mi entender grotesca secuencia de apertura, muy característica de un realizador amante de empezar sus películas de la manera más impactante posible, pero que aquí se excede por completo: ese famoso momento en que Kelly (Constance Towers), la protagonista del relato, golpea a un hombre que ha intentado propasarse con ella, el cual durante el forcejeo le arranca la peluca que lleva puesta, poniendo al descubierto su cráneo rasurado; luego sabremos que Kelly es prostituta, ese hombre, uno de sus clientes, y la rasuración de su cabeza, consecuencia del maltrato de un proxeneta para el que “trabajaba”; pero si la secuencia, planificada con sentido del impacto, en virtud de una rápida combinación de primeros planos y planos medios muy cerrados de Kelly golpeando al hombre y de este último recibiendo los golpes de la mujer, rebosa energía fílmica…, la misma se estropea por completo cuando el personaje masculino exclama: “¡Estoy borracho!” (sic), a fin de justificar así que la mujer sea capaz de agredirle y arrojarle al suelo como lo hace, pero se trata sin duda alguna de un subrayado burdo y fácil por parte del guion, que malogra la gracia y el vigor de este arranque (sobre todo cuando, más adelante, la propia Kelly acaba dando una explicación de cómo golpeó al cliente, aprovechando que estaba bebido, para cogerle el dinero que le debía por sus “servicios”, ni más ni menos, lo cual sería suficiente para explicar y justificar que la mujer haya podido derribar a ese varón). El otro momento, por suerte más breve y que incluso suele pasar desapercibido, tiene lugar en el burdel que regenta Candy (Virginia Grey); me refiero a uno en el que una de las chicas que “trabaja” para esta última despacha a un cliente de un golpe de kárate, escena burda y ridícula donde las haya que invita a cerrar los ojos…


Sin embargo, a pesar de estos dos pegotes, o quizá precisamente gracias a ellos, por su contraste con el resto del relato, el apasionamiento del cual hacen gala los mejores momentos de Una luz en el hampa acaba dejando un poso imborrable en el espectador. Y eso es así pese al tono extravagante del argumento, como digo, uno de los más delirantes de toda la carrera de Fuller: la historia de una prostituta, la mencionada Kelly, que decide cambiar y dejar atrás la “mala vida”, empezando una nueva existencia bajo la sombra del anonimato en una pequeña localidad, Grantville, donde conseguirá trabajo como auxiliar de enfermería en una escuela para niños discapacitados, e incluso conocerá a un hombre amable y adinerado, J.L. Grant (Michael Dante), a quien le confesará su pasado como “mujer de la vida”, ¡y aún así este querrá casarse con ella!, hasta que ella acabe descubriendo la terrible verdad: que Grant no es sino un degenerado que siente inclinaciones pederastas hacia las niñas (¡), y que la principal razón por la cual quiere casarse con Kelly es porque –en sus propias palabras– ella es “un monstruo” como él… Furiosa ante semejante revelación, Kelly asesinará a Grant de un golpe fortuito, y solo la declaración a última hora de la pequeña de la cual Grant estaba abusando cuando fue sorprendido por Kelly impedirá que esta última sea procesada por asesinato, si bien se verá obligada a abandonar Grantville.


Si, así explicada, la trama de Una luz en el hampa puede invitar al rechazo, es mérito (gran mérito) de Fuller el extraer de la misma el máximo partido a base de pura intensidad fílmica, de una fuerza visual y capacidad de expresión que va mucho más allá de semejante enunciado y eleva la película hasta inesperadas cotas de poesía. La gran baza del film reside en su narración enfocada desde el punto de vista de Kelly, de tal forma que en muchas ocasiones los pensamientos, anhelos y ensoñaciones de la protagonista acaban ocupando el primer término del relato y hacen perfectamente coherente  y comprensible el carácter duro y tierno, pragmático y sensible, de un personaje que se erige fácilmente en la mejor figura femenina de la filmografía de Fuller y en una de las más complejas y matizadas del cine negro norteamericano, por más que ya en el momento de su realización Una luz en el hampa fuera un ejemplo tardío de la época clásica del género (aunque la contrastada fotografía en blanco y negro de Stanley Cortez contribuye a reforzar ese vínculo con el film noir).


Uno de los aspectos más conmovedores de Una luz en el hampa reside en la somera descripción de los esfuerzos de Kelly por dar un giro radical a su existencia, siendo el primer paso guardar las apariencias y fingir que es una persona muy distinta a lo que era: la protagonista llega a Grantville presentándose como la representante de una empresa de bebidas alcohólicas que está viajando para promocionar una nueva marca, en lo que puede verse un irónico apunte sobre la condición personal de Kelly, quien a fin de cuentas en cierto sentido también viene a “venderse” a sí misma. Pero la protagonista no logrará engañar al perspicaz sheriff del pueblo, el capitán Griff (Anthony Eisley), con quien incluso tiene un fugaz encuentro sexual, primer indicio de las dificultades con que se va a encontrar para llevar a cabo ese cambio que tanto desea. Pese a todo, y con la aquiescencia de Griff, quien accede a dejar que se quede en el pueblo y a no revelar a nadie ninguna información sobre su pasado porque quiere darle esa oportunidad de redimirse, Kelly empieza a avanzar en la consecución de ese sueño. Y precisamente como si fuera un sueño muestra Fuller los siguientes pasos de Kelly por Grantville, lo cual da pie a secuencias tan magníficas como la de la llegada de la protagonista a la casa donde una amable anciana viuda le alquila una agradable habitación, en la que la luminosidad de la fotografía proporciona un encanto sensual al decorado y expresa así, indirectamente, el carácter soñador de Kelly; los primeros pasos de la protagonista en el hospital para niños discapacitados, que culminan en una difícil secuencia sentimental en la que, a base de grandes primeros planos, vemos a los amados niños de la planta de la cual se encarga Kelly cantando la tierna canción infantil que ella misma les ha enseñado (y convirtiéndose, de este modo, es una especie de sublime coro de pureza que expresa en voz alta la inocencia oculta, ahora recuperada, que anidaba en el interior de la protagonista); o la secuencia, tan delicada de resolver pero asimismo tan conseguida, en la que una enamorada Kelly se imagina dando un irreal paseo en góndola en compañía de Grant, lo cual supone una indirecta invectiva de Fuller sobre el sentimiento amoroso entendido como un estado que “ciega” a Kelly la fuerte, Kelly la prostituta, que se conmueve cada vez que ve a un bebé en su cuna o en un cochecito, acaso añorando una maternidad que nunca ha conocido y una estabilidad que se le escurre entre los dedos, y que en cierto sentido la convierte en una pariente próxima de la Cabiria de Federico Fellini.



No resulta de extrañar, en este sentido, que, en coherencia con el planteamiento casi onírico de Una luz en el hampa, el momento en que el sueño de Kelly se “rompe”, convirtiéndose en amarga pesadilla, tenga por eso mismo un tono y una resolución igualmente “pesadillescos”. Me estoy refiriendo al que posiblemente sea uno de los mejores momentos no ya del film sino de todo el cine de Fuller: aquél en el que Kelly descubre a Grant abusando de una niña, resuelto con una simplicidad que corre pareja con su genial capacidad de síntesis y de sugerencia. Primero vemos a Kelly entrando feliz en la mansión de Grant (ella le ha contado todo sobre su pasado y ambos ya han anunciado su intención de contraer matrimonio); la casa está en penumbra, iluminada con luces y sombras que le confieren un inesperado y premonitorio tono siniestro al decorado (cortesía, una vez más, del gran Stanley Cortez); de pronto, Fuller monta tres primeros planos, uno de Kelly, mirando con horror a un determinado punto fuera de cuadro; otro de Grant, devolviéndole la mirada con sorpresa y estupor; y un tercero de la niña, con expresión de incomprensión. Se crea de este modo un vínculo entre los tres personajes que dibuja de inmediato la naturaleza turbulenta de la situación. Una muestra brillantísima de una característica siempre presente incluso en las películas menos conseguidas de su autor: su sentido de la experimentación con el montaje.

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