Qué extraña, desconcertante y hermosa
es esta película de Samuel Fuller, como lo es su título original en inglés, The Naked Kiss (1964), el beso desnudo, el
cual hace referencia en términos generales hacia una conducta sexual desviada, o lo que se entiende como tal.
Extraña, porque atesora una de las tramas más delirantes de toda la carrera de
su autor, en el borde mismo del delirio total y absoluto (en el cual, por
cierto, cae en más de una ocasión… pero con magníficos resultados). Hermosa,
porque atesora tanta fuerza y belleza, tanta pasión por lo que narra y tanto
entusiasmo por cómo lo narra, que se hace perdonar algunos defectos. Los mismos
que hacen de ella, también, una obra desconcertante, habida cuenta de que Una luz en el hampa contiene, asimismo,
dos de los peores momentos de toda la carrera del cineasta.
El primero es su muy celebrada y a mi
entender grotesca secuencia de apertura, muy característica de un realizador
amante de empezar sus películas de la manera más impactante posible, pero que
aquí se excede por completo: ese famoso momento en que Kelly (Constance
Towers), la protagonista del relato, golpea a un hombre que ha intentado
propasarse con ella, el cual durante el forcejeo le arranca la peluca que lleva
puesta, poniendo al descubierto su cráneo rasurado; luego sabremos que Kelly es
prostituta, ese hombre, uno de sus clientes, y la rasuración de su cabeza,
consecuencia del maltrato de un proxeneta para el que “trabajaba”; pero si la
secuencia, planificada con sentido del impacto, en virtud de una rápida
combinación de primeros planos y planos medios muy cerrados de Kelly golpeando
al hombre y de este último recibiendo los golpes de la mujer, rebosa energía fílmica…,
la misma se estropea por completo cuando el personaje masculino exclama: “¡Estoy borracho!” (sic), a fin de
justificar así que la mujer sea capaz de agredirle y arrojarle al suelo como lo
hace, pero se trata sin duda alguna de un subrayado burdo y fácil por parte del
guion, que malogra la gracia y el vigor de este arranque (sobre todo cuando,
más adelante, la propia Kelly acaba dando una explicación de cómo golpeó al
cliente, aprovechando que estaba bebido, para cogerle el dinero que le debía
por sus “servicios”, ni más ni menos, lo cual sería suficiente para explicar y
justificar que la mujer haya podido derribar a ese varón). El otro momento, por
suerte más breve y que incluso suele pasar desapercibido, tiene lugar en el
burdel que regenta Candy (Virginia Grey); me refiero a uno en el que una de las
chicas que “trabaja” para esta última despacha a un cliente de un golpe de
kárate, escena burda y ridícula donde las haya que invita a cerrar los ojos…
Sin embargo, a pesar de estos dos
pegotes, o quizá precisamente gracias a ellos, por su contraste con el resto
del relato, el apasionamiento del cual hacen gala los mejores momentos de Una luz en el hampa acaba dejando un
poso imborrable en el espectador. Y eso es así pese al tono extravagante del
argumento, como digo, uno de los más delirantes de toda la carrera de Fuller:
la historia de una prostituta, la mencionada Kelly, que decide cambiar y dejar
atrás la “mala vida”, empezando una nueva existencia bajo la sombra del
anonimato en una pequeña localidad, Grantville, donde conseguirá trabajo como
auxiliar de enfermería en una escuela para niños discapacitados, e incluso
conocerá a un hombre amable y adinerado, J.L. Grant (Michael Dante), a quien le
confesará su pasado como “mujer de la vida”, ¡y aún así este querrá casarse con
ella!, hasta que ella acabe descubriendo la terrible verdad: que Grant no es sino
un degenerado que siente inclinaciones pederastas hacia las niñas (¡), y que la
principal razón por la cual quiere casarse con Kelly es porque –en sus propias
palabras– ella es “un monstruo” como
él… Furiosa ante semejante revelación, Kelly asesinará a Grant de un golpe
fortuito, y solo la declaración a última hora de la pequeña de la cual Grant
estaba abusando cuando fue sorprendido por Kelly impedirá que esta última sea
procesada por asesinato, si bien se verá obligada a abandonar Grantville.
Si, así explicada, la trama de Una luz en el hampa puede invitar al
rechazo, es mérito (gran mérito) de Fuller el extraer de la misma el máximo
partido a base de pura intensidad fílmica, de una fuerza visual y capacidad de
expresión que va mucho más allá de semejante enunciado y eleva la película
hasta inesperadas cotas de poesía. La gran baza del film reside en su narración
enfocada desde el punto de vista de Kelly, de tal forma que en muchas ocasiones
los pensamientos, anhelos y ensoñaciones de la protagonista acaban ocupando el
primer término del relato y hacen perfectamente coherente y comprensible el carácter duro y tierno, pragmático
y sensible, de un personaje que se erige fácilmente en la mejor figura femenina
de la filmografía de Fuller y en una de las más complejas y matizadas del cine
negro norteamericano, por más que ya en el momento de su realización Una luz en el hampa fuera un ejemplo
tardío de la época clásica del género (aunque la contrastada fotografía en
blanco y negro de Stanley Cortez contribuye a reforzar ese vínculo con el film noir).
Uno de los aspectos más conmovedores
de Una luz en el hampa reside en la
somera descripción de los esfuerzos de Kelly por dar un giro radical a su existencia,
siendo el primer paso guardar las apariencias y fingir que es una persona muy
distinta a lo que era: la protagonista llega a Grantville presentándose como la
representante de una empresa de bebidas alcohólicas que está viajando para
promocionar una nueva marca, en lo que puede verse un irónico apunte sobre la
condición personal de Kelly, quien a fin de cuentas en cierto sentido también viene
a “venderse” a sí misma. Pero la protagonista no logrará engañar al perspicaz sheriff del pueblo, el capitán Griff
(Anthony Eisley), con quien incluso tiene un fugaz encuentro sexual, primer
indicio de las dificultades con que se va a encontrar para llevar a cabo ese
cambio que tanto desea. Pese a todo, y con la aquiescencia de Griff, quien
accede a dejar que se quede en el pueblo y a no revelar a nadie ninguna
información sobre su pasado porque quiere darle esa oportunidad de redimirse, Kelly
empieza a avanzar en la consecución de ese sueño. Y precisamente como si fuera un sueño muestra Fuller
los siguientes pasos de Kelly por Grantville, lo cual da pie a secuencias tan
magníficas como la de la llegada de la protagonista a la casa donde una amable
anciana viuda le alquila una agradable habitación, en la que la luminosidad de
la fotografía proporciona un encanto sensual al decorado y expresa así,
indirectamente, el carácter soñador de Kelly; los primeros pasos de la
protagonista en el hospital para niños discapacitados, que culminan en una
difícil secuencia sentimental en la que, a base de grandes primeros planos, vemos
a los amados niños de la planta de la cual se encarga Kelly cantando la tierna
canción infantil que ella misma les ha enseñado (y convirtiéndose, de este
modo, es una especie de sublime coro de pureza que expresa en voz alta la
inocencia oculta, ahora recuperada, que anidaba en el interior de la
protagonista); o la secuencia, tan delicada de resolver pero asimismo tan conseguida,
en la que una enamorada Kelly se imagina dando un irreal paseo en góndola en
compañía de Grant, lo cual supone una indirecta invectiva de Fuller sobre el
sentimiento amoroso entendido como un estado que “ciega” a Kelly la fuerte,
Kelly la prostituta, que se conmueve cada vez que ve a un bebé en su cuna o en
un cochecito, acaso añorando una maternidad que nunca ha conocido y una estabilidad
que se le escurre entre los dedos, y que en cierto sentido la convierte en una
pariente próxima de la Cabiria
de Federico Fellini.
No resulta de extrañar, en este
sentido, que, en coherencia con el planteamiento casi onírico de Una luz en el hampa, el momento en que
el sueño de Kelly se “rompe”, convirtiéndose en amarga pesadilla, tenga por eso
mismo un tono y una resolución igualmente “pesadillescos”. Me estoy refiriendo
al que posiblemente sea uno de los mejores momentos no ya del film sino de todo
el cine de Fuller: aquél en el que Kelly descubre a Grant abusando de una niña,
resuelto con una simplicidad que corre pareja con su genial capacidad de síntesis
y de sugerencia. Primero vemos a Kelly entrando feliz en la mansión de Grant
(ella le ha contado todo sobre su pasado y ambos ya han anunciado su intención
de contraer matrimonio); la casa está en penumbra, iluminada con luces y
sombras que le confieren un inesperado y premonitorio tono siniestro al
decorado (cortesía, una vez más, del gran Stanley Cortez); de pronto, Fuller
monta tres primeros planos, uno de Kelly, mirando con horror a un determinado
punto fuera de cuadro; otro de Grant, devolviéndole la mirada con sorpresa y
estupor; y un tercero de la niña, con expresión de incomprensión. Se crea de
este modo un vínculo entre los tres personajes que dibuja de inmediato la
naturaleza turbulenta de la situación. Una muestra brillantísima de una
característica siempre presente incluso en las películas menos conseguidas de
su autor: su sentido de la experimentación con el montaje.
Tal vez la mejor película de Fuller junto con la inolvidable "Underworld USA".
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