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sábado, 7 de julio de 2018

Descenso a los infiernos: “BUSCANDO AL SR. GOODBAR”, de RICHARD BROOKS



Por más que en esta película de Richard Brooks no se diga de forma explícita, el Mr. Goodbar o Sr. Goodbar al que se refieren tanto el título original y el castellano del film, como el de la novela de Judith Rossner en la que se inspira (Buscando a Mr. Goodbar, 1975. Primera edición en castellano: Editorial Atlántida. Buenos Aires, 1976), no es un hombre de carne y hueso, sino la denominación del local de copas nocturno al cual la protagonista, Theresa –una magnífica Diane Keaton–, acude con frecuencia para beber, leer y, sobre todo, ligar con hombres con los que acostarse esa misma noche. Por más que lo ignoro a ciencia cierta, es posible que Rossner jugara a la ambigüedad o al doble sentido con el título de su novela, habida cuenta de que, tanto en ella como en la película de Brooks, la protagonista busca asimismo a un hombre perfecto al que jamás encuentra. Buscando al Sr. Goodbar (Looking for Mr. Goodbar, 1977), que el que suscribe no dudaría en incluir entre las más logradas obras de su realizador –tiene una fuerza y acidez comparables a las de El fuego y la palabra (Elmer Gantry, 1960), un sentido trágico equiparable al de Lord Jim (ídem, 1965), una ironía rayana con la de Los profesionales (The Professionals, 1966), una agudeza en la introspección psicológica digna de A sangre fría (In Cold Blood, 1967), y una lucidez a la hora de examinar las relaciones humanas a la altura de Con los ojos cerrados (The Happy Ending, 1969)–, es la descarnada crónica del descenso a los infiernos de una mujer que, como muchos de los personajes de Brooks, va en busca de una plenitud que nunca consigue alcanzar, perdiendo la vida en el empeño.


Buscando al Sr. Goodbar parte, como digo, de una novela de Judith Rossner basada, a su vez, en una terrible historia real: la de Roseann Quinn, una maestra de niños sordomudos, de educación católica, que sufrió poliomielitis durante su infancia y que acostumbraba a ir a bares de ambiente para conocer a hombres y tener con ellos sexo de una noche hasta que, en el año 1973, acabó siendo asesinada por un homosexual, John Wayne (sic) Wilson, que –como anota Roberto Cueto– “le clavó dieciocho puñaladas, violó su cadáver, le introdujo una vela en la vagina y destrozó su rostro con una estatua. Wilson fue arrestado y se suicidó en prisión cuatro meses después de la muerte de Roseann” (Richard Brooks. Festival de San Sebastián/ Filmoteca Española, 2009; Pág. 242). Rossner reconstruye en su libro la vida de Roseann, pero cambiándole el nombre por el de Theresa Dunn, y el de su asesino, por el de Gary Cooper (otro sic) White –encarnado en el film por Tom Berenger–, y reproduce el mismo esquema de su existencia: el catolicismo, la polio, la enseñanza a sordomudos, la promiscuidad y su trágico final. Empero, y a pesar de sus notables semejanzas, hay considerables diferencias entre el tratamiento del relato proporcionado por Rossner y la lectura del mismo efectuada por Brooks a partir de un guión propio. La novela arranca con la detención del asesino de Theresa y la descripción de su asesinato llevada a cabo por él mismo, para a partir de ahí narrar retrospectivamente la vida de la protagonista siguiendo un orden cronológico que culmina, precisamente, con su muerte a manos de Gary, quien la ahoga con una almohada para luego golpearla en la cabeza con una lámpara. El film, en cambio, arranca mostrándonos a Theresa ya adulta y reviviendo, vía flashback, un traumático y decisivo episodio de su infancia –la polio y posterior escoliosis en la columna vertebral, que la obligó a convalecer durante más de un año escayolada de prácticamente todo el cuerpo–, y concluye, asimismo, con su muerte a manos de Gary, solo que en esta ocasión el modus operandi del delito se corresponde con el que padeció la auténtica víctima del suceso real: el cuchillo vuelve a ser el arma homicida.


¿Qué pudo impulsar a Brooks a llevar a cabo esos cambios con respecto al libro? Rossner describe minuciosamente el proceso físico y mental que conduce a Theresa de ser una niña con polio a alguien que, una vez llegado a la edad adulta, se encuentra ante una encrucijada vital: el verse obligada a tener que elegir entre los hombres que emocional e intelectualmente le gustan, y los que lo hacen desde un punto de vista exclusivamente sexual. La búsqueda de Theresa es la búsqueda de un ideal: un hombre que, emocionalmente, la llene, y sexualmente, la satisfaga. La protagonista es consciente de que eso es imposible, pero ese afán de búsqueda la lleva al extremo de empezar siendo la amante de un profesor de su universidad (con el que perderá la virginidad), y más adelante, y ya instalada en Nueva York y trabajando como maestra, a alternar sus citas platónicas con James, un abogado irlandés que la pretende de manera formal hasta el punto de querer casarse con ella, y con amantes de una noche como Tony, un joven alocado con el que no tiene nada más que sexo.


En cambio, y a pesar de su larga duración –136 minutos–, la película limita la descripción de la infancia de Theresa, como digo, a un flashback que ilustra el episodio infantil de la polio, y lo hace, además, de una manera muy especial: a base de planos fijos y en blanco y negro, como si ese recuerdo fuese, en la mente de Theresa, un recuerdo frío, vago y lejano que solo reflota cuando se observa –literalmente– como quien mira un viejo álbum de fotografías familiares. Quizá sea por eso que, en detrimento del trauma infantil, Brooks subraya todavía más que en el libro el carácter católico y ultraconservador de los padres de Theresa, los Dunn (encarnados por Richard Kiley y Priscilla Pointer). En la película, Martin (Alan Feinstein), el profesor universitario que inicia a Theresa en la práctica sexual, no es alguien tan atento y educado como en el libro de Rossner, sino por el contrario un personaje arrogante que, en ocasiones, trata a la protagonista con desprecio; en este sentido, Brooks añade con respecto a la novela una breve escena en la que, años después, Theresa se reencuentra con Martin en un local nocturno, y le devuelve el desprecio con el que la trató despidiéndose de él con un mordaz “Adiós…”. El James de la película –William Atherton– no es tan puritano como el de la novela (el de esta última llega a confesar que jamás ha tenido relaciones sexuales con mujer alguna… e incluso añade una lejana relación gay con un profesor); tampoco es abogado, sino asistente social; en cambio, el Tony del film –Richard Gere– y el del libro prácticamente se corresponden.


Hay, en consecuencia, una gran diferencia tanto de matices como, sobre todo, de tonalidad entre el libro y la película. Brooks también destaca mucho más que en la novela el hecho de que Theresa sea maestra de niños sordomudos, recalcando su habilidad para emplear el lenguaje de los signos, lo cual la lleva a establecer una relación de afecto con una introvertida niña de raza negra y, de rebote, a ganarse así el respeto del al principio arisco hermano mayor de la pequeña, Cap (LeVar Burton, el joven Kunta Kinte de la serie Raíces y Georgi La Forge en Star Trek: The Next Generation). Se trata de una manera a la vez elegante y sutil de sugerir que Theresa es, también y como se dice hoy en día (no en la época en que Brooks rodó este film), una especie de “discapacitada”, y al mismo tiempo una marginal: la protagonista vive sola en un pequeño apartamento donde no permite que sus amantes pasen la noche (su costumbre es obligarles a vestirse y marcharse antes de que amanezca porque, significativamente, no quiere verles allí cuando se despierte por la mañana para ir a trabajar); un apartamento que, en la versión de Brooks, va siendo invadido progresivamente por… ¡cucarachas!


Este último detalle no es más que un pequeño ejemplo de lo que, al final, subyace en el turbulento trasfondo de Buscando al Sr. Goodbar. A despecho de quienes pretenden ver en esta película una especie de discurso moralista en torno a una mujer que acaba pagando con su vida su promiscuidad, lo que realmente se desprende de este film, duro y amargo hasta decir basta, es un retrato cruel y despiadado de lo que podríamos definir poco más o menos como la monstruosidad cotidiana. Para conseguirlo, el realizador carga las tintas en el dibujo del carácter ultracatólico de los padres de Theresa (magníficas todas las escenas que transcurren en la vivienda de estos últimos); en el contraste de Theresa con su insegura hermana Katherine (Tuesday Weld), cuya búsqueda de la felicidad se centra en los aspectos más superficiales de la “liberación de los sentidos” (el consumo de marihuana y de cine pornográfico, el sexo en grupo…); en la arrogancia y vanidad de Martin, esa eminencia universitaria que, a la hora de la verdad, sucumbe ante la tentación del cuerpo joven y deseable de Theresa; en la grotesca chulería de Tony (un sobreactuado Richard Gere); en la demencia de Gary, un expresidiario y homosexual con mala conciencia de serlo; y, en última instancia, en la propia Theresa, quien vivió su primer año de adolescencia paralizada de cuerpo entero y que, al crecer, da rienda suelta a ese cuerpo antaño martirizado/ reprimido y ahora liberado, sumergiéndose en un torbellino sexual y nocturno a la espera de encontrar algo que no existe aun con plena conciencia de que probablemente jamás lo hallará: ¿hay mayor tragedia que ello? ¿Alguien puede dudar, desde este punto de vista, que Buscando al Sr. Goodbar es un film trágico?



De nuevo no le falta razón a Roberto Cueto cuando afirma que esta magnífica película de Richard Brooks se estrenó por la época que lo harían otros films norteamericanos del momento y que, al contrario que ella, mostraban de una manera positiva “la belleza y felicidad de la cultura discotequera”, tal es el caso de Fiebre del sábado noche (Saturday Night Fever, 1977), de John Badham (si bien en el caso de esta última, puntualizo, se trata de algo más bien relativo, habida cuenta de que, en el fondo, se trata también de un film amargo, aunque desde luego mucho menos que el de Brooks); ¡Por fin es viernes! (Thank God It’s Friday, 1978), de Robert Klane; Xanadu (ídem, 1980), de Robert Greenwald; y ¡Que no pare la música! (Can’t Stop the Music!, 1980), de Nancy Walker, de todas las cuales Buscando al Sr. Goodbar se erige en su perfecto –y magistral– reverso oscuro (Richard Brooks, op. cit., Pág. 240). Tampoco anda desacertado cuando se atreve a afirmar que, “en cierta manera, podría entenderse (…) como una de las grandes películas de terror norteamericanas de la década de los setenta” (op. cit., Pág. 244), y añade que el aterrador clímax del relato está anticipado en un par de momentos concretos: aquel en que Tony se pone a bailar en la oscuridad del apartamento de Theresa con una navaja fosforescente, y la escena en la que, bromeando, Katherine “apuñala” a la protagonista con un cuchillo de goma (op. cit., Págs. 242-243). Yendo más lejos, podemos afirmar que la brutalidad de la secuencia final resulta, si cabe, más insoportable de ver porque está visualmente “fragmentada” por el efecto parpadeante de la luz de ambiente que James le ha regalado a Theresa días antes: se trata de un efecto luminoso, asimismo, muy propio de una discoteca –la fotografía de William A. Fraker es extraordinaria–, y contribuye a que el sangriento asesinato de Theresa a manos de Gary sea tan brutal como mordaz: el rostro de la protagonista, muerta, parpadea en la oscuridad y se va alejando del objetivo de la cámara, como una vieja película de celuloide de la cual se estuvieran reproduciendo sus últimos metros; la vida de Theresa se extingue, asimismo, tal y como empezó su toma de conciencia de sí misma, de su cuerpo, de su sexualidad: postrada en una cama, paralizada, atrapada primero en una escayola, y finalmente en brazos de la más definitiva de las prisiones –la muerte–, que le llega por mediación –paradójicamente– de un arma fálica.   

   

2 comentarios:

  1. Se me había pasado este comentario igual que la película de Brooks... la descubrí hace unos años buscando más títulos de Brooks, del que solamente conocía sus westerns, y me pareció interesantísima y muy atrevida... no por la carga sexual, sino por la visión de Brooks al empatizar con alguien en principio tan diferente a él, la protagonista, y cómo parecía lamentar el trato que recibe por una sociedad que no es capaz de entender algo tan simple como una mujer con ganas de follar.

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