Barton Fink
(ídem, 1991), cuarto largometraje de Joel y Ethan Coen, situado entre dos de
sus películas menos interesantes, la mediocre Muerte entre las flores (Miller’s Crossing, 1990) –film que, como
suele ocurrir en el cine de los Coen, no resiste nada bien una segunda o
tercera visión– y la simpática pero insustancial El gran salto (The Hudsucker Proxy, 1994), sigue siendo para el que
suscribe una de las mejores películas de sus autores, si no la mejor. Supone en
gran medida la culminación y el perfeccionamiento del estilo que habían
practicado en sus tres anteriores largometrajes, el interesante Sangre fácil (Blood Simple 1984), el
irregular pero divertido Arizona Baby
(Raising Arizona, 1987) y ese para mi gusto falso ejercicio de cine negro que
es Muerte entre las flores, ya
mencionado. De entrada, retoma en parte la época pretérita en la que
transcurría esta última, en este caso la década de los treinta, pero por
fortuna no hay en Barton Fink el
menor asomo de ese humor impostado, de esa ironía cómplice y superficial que a
mi entender lastra Muerte entre las
flores y que la acaba convirtiendo, más que en un homenaje al cine negro,
en su parodia. Por el contrario, recupera y potencia lo mejor de Arizona Baby y sobre todo Sangre fácil, esto es, un sentido
impecable de la planificación, su inteligente creación de atmósferas obsesivas
y un excelente empleo del sonido. Si a todo ello unimos la gran labor de su
reparto (en particular John Turturro, excelente, y John Goodman, sencillamente
extraordinario) y la calidad de las aportaciones del equipo técnico-artístico
(la fotografía de Roger Deakins, la música de Carter Burwell), no resulta de
extrañar que Barton Fink siga
resistiendo tan bien el paso del tiempo, hasta el punto de que muy poco de lo
que han firmado los Coen desde entonces está a su altura, con la única
excepción (y, como siempre, hablo por mí) de Un tipo serio (A Serious Man, 2009).
La atmósfera obsesiva que domina la
acción de Barton Fink, situándola en
ocasiones en la frontera del cine fantástico, viene marcada en virtud de una
inteligente combinación de movimientos de cámara y sonidos ambientales que,
paradójicamente, producen un efecto completamente no realista, absolutamente
irreal. Al principio del film, la cámara se entretiene en mostrarnos cómo
desciende lentamente el mecanismo de la tramoya de un teatro donde el
dramaturgo Barton Fink (John Turturro) está estrenando, con éxito, su última
obra. Más adelante, otro movimiento de cámara, que hace pensar en el David
Lynch de Terciopelo azul (Blue
Velvet, 1986), recorre la pequeña habitación del hotel donde Barton se
encuentra alojado, se dirige hacia el lavabo y se “introduce” por el desagüe;
y, cerca del final, otro travelling
en medio del baile donde Barton celebra la conclusión de su guion para el
estudio de Hollywood que se lo ha encargado con una frenética danza, concluye
en el interior de la trompeta de un miembro de la orquesta que está tocando
música en vivo. Tanto en un caso como en otro no son movimientos de cámara
“lógicos”, destinados a enseñarnos algo en concreto, sino más bien “ilógicos”, subjetivos, en cuanto son más bien un
reflejo del turbulento estado mental del protagonista, cuyo cerebro está en
ebullición por muchas y muy diferentes razones. Barton, ya lo hemos dicho, es
dramaturgo; escribe obras de teatro de temática social, pues está obsesionado
con la idea de que el teatro tiene que reflejar los problemas de las personas
normales y corrientes y no los de los grandes personajes históricos o de gente
de clase acomodada, aristócratas y demás. Sin embargo, su éxito en los
escenarios de Nueva York le vale un contrato para trabajar en Hollywood, más
concretamente para el estudio, Capitol, que regenta un explosivo magnate típicamente
hollywoodiense, Jack Lipnick (Michael
Lerner), quien le encarga un trabajo que, en principio, está en las antípodas
de las pretensiones artísticas de Barton, un guión para una película de lucha
libre protagonizada por Wallace Beery (sic), pero se deja convencer de que su
estilo realista es lo que Capitol anda buscando…
Barton tiene una semana para redactar
como mínimo una sinopsis del film. Para ello, se encierra en la habitación del
hotel que le ha reservado el estudio e intenta ponerse a escribir. Y aquí
empiezan sus problemas. Mecanografiadas las primeras líneas, Barton sufre un
bloqueo, viéndose incapaz de idear nada. De hecho, desde su llegada al hotel,
signos de algo extraño han ido rodeando a Barton: el local es oscuro, solitario
a pesar de su inmensidad; lo atiende Chet (Steve Buscemi), un atento pero
antipático botones; la atmósfera que se respira en él, en particular las
imágenes de sus largos pasillos, hacen pensar en El resplandor (The Shinning, 1980), de Stanley Kubrick, por más que
los Coen confesaran que su principal referente al respecto había sido el film
de Romand Polanski El quimérico inquilino
(Le locataire, 1976).
El mundo de Barton parece
desmoronarse a medida que lo hace su confianza en sí mismo, dada su incapacidad
para superar su bloqueo creativo: el papel pintado de la pared se despega,
desprendiendo de paso pegajosos restos de cola blanca; en la habitación de al
lado se oyen extraños ruidos, una mezcla de risas y llantos que resultan ser de
Charlie Meadows (John Goodman), el simpático y aparentemente simplón vendedor
de seguros que se hospeda a su lado y con el que no tarda en hacer buenas
migas. Necesitado de ayuda, contacta con W.P. Mayhew (John Mahoney), un
prestigioso novelista que también trabaja en Hollywood como guionista y vive en
compañía de su amante Audrey Taylor (Judy Davis), pero el encuentro le
descorazona: Mayhew, desengañado con Hollywood, se ha convertido en un
alcohólico enfermizo que, en ocasiones, maltrata a Audrey; es más, esta última
ha sido, de hecho, la auténtica autora de las dos últimas novelas publicadas
por Mayhew (en quienes algunos han querido ver un retrato indirecto de William
Faulkner, uno de cuyos primeros trabajos como guionista en Hollywood fue,
precisamente… escribiendo películas de lucha para Wallace Beery). Desesperado,
Barton llama a Audrey a su habitación de hotel para que le ayude con el guion y
termina haciendo el amor con ella, pero aquello será el inicio de la
culminación de su pesadilla: a la mañana siguiente, Audrey está muerta,
asesinada y metida en un charco de su propia sangre en su lado de la cama;
obnubilado, Barton pide ayuda a Charlie, quien se encarga de deshacerse del
cadáver; y será entonces, tras esa traumática experiencia, cuando Barton
escribirá, de una tacada, el guion.
De este modo, puede verse Barton Fink como una reflexión sobre la
creación artística disfrazada bajo los sombríos ropajes de ciertas convenciones
del cine de terror, el cine negro y la comedia (de humor negro, por supuesto).
Relato en el cual se halla presente un soterrado elemento sexual. Recordemos
que una de las primeras cosas que llaman la atención de Barton apenas acaba de
entrar en su habitación del hotel es un pequeño cuadro donde aparece una
muchacha en bikini vista de espaldas, sentada en la arena de la playa y mirando
al mar. La cola, todavía fresca, que se desprende junto con el papel pintado
que se despega parece semen. Más adelante, cuando conoce a Audrey, siente una
inmediata atracción hacia ella, un pronto deseo de ayudarla que oculta su poco
disimulado deseo sexual. De hecho, hay un momento que, tal y como lo planifican
los Coen, da pie a una irónica lectura homosexual: la escena en la que,
queriendo demostrarle cómo es una llave de lucha libre para su guion, Charlie
“invita” a Barton a que le ataque por la espalda…
La película concluye, precisamente,
con Barton sentado en la arena de la playa, tras haber sido despedido por
Lipnick por haber convertido el guion que le han encargado en un relato
metafórico en el que un luchador lucha
por encontrarse a sí mismo (sic); delante suyo, se sienta una chica,
idéntica a la del pequeño cuadro que había en el hotel. Un final en ocasiones
discutido, y que no se limita a ser una mera pirueta visual y narrativa para
cerrar la película a modo de círculo, sino que viene a demostrar que, en el
fondo, Barton sigue viviendo en su propio mundo, dentro de su propia mente, y
que su percepción de la realidad (de esa realidad que, paradójicamente,
pretende reflejar fielmente en sus obras) se halla distorsionada para siempre. Ello
explica la coherencia del clímax del relato, en ocasiones también muy
criticado: el enigmático incendio del hotel que tiene lugar cuando Charlie, en
realidad un asesino en serie, se enfrenta a tiros con los dos agentes de
policía que han venido a detener a Barton confundiéndole con él; la
planificación de la secuencia, abiertamente fantástica, y el diseño visual de
ese incendio, que va devorando las paredes del pasillo a medida que Charlie corre
por él escopeta en mano, dan a entender que ese fuego no es real, sino
imaginario: el Infierno mental dentro del cual se ha sumergido, quizá para
siempre, el protagonista del relato.
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