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lunes, 20 de agosto de 2018

“BASADA EN HECHOS REALES” + “THE CLOVERFIELD PARADOX” + “SICARIO: EL DÍA DEL SOLDADO” + “ANT-MAN Y LA AVISPA”



[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTOS FILMS.]


Yo, yo misma y Ella: Basada en hechos reales (D’après une histoire vraie, 2017), de Roman Polanski. Resulta sorprendente comprobar que a estas alturas todavía hay quien se asombra al ver cómo las gasta el autor de El cuchillo en el agua, Repulsión, Callejón sin salida, El baile de los vampiros, La semilla del diablo, El quimérico inquilino, Tess, Lunas de hiel, La muerte y la doncella, La novena puerta, El pianista, El escritor, Un dios salvaje, La Venus de las pieles y, por descontado, su versión de Oliver Twist (2005), no reconocida aún como lo que es: una de las mejores y más personales lecturas de la novela homónima de Charles Dickens de estos últimos años. A falta de conocer por mí mismo la novela homónima de Delphine de Vigan de la cual ha partido, colaborando en tareas de guion con el interesante Olivier Assayas, curioso binomio, Roman Polanski desarrolla en Basada en hechos reales una brillante digresión sobre el proceso de creación artística que tiene todas las trazas, a simple vista, de un thriller de posesión psicológica: la que lleva a cabo la joven Elle, o “Ella” (Eva Green), sobre la persona de una escritora de éxito, Delphine Dayrieux (Emmanuelle Seigner), coincidiendo con la publicación de la última novela de esta última, y además, con un inesperado bloqueo creativo: ese miedo a la hoja en blanco, o al documento de Word en blanco, que tan bien conocemos –y no es vanidad: me limito a constatar un hecho– quienes todavía practicamos el oficio de juntaletras. Desde luego que Basada en hechos reales guarda ecos de tantos y tantos otros relatos enfermizos tan queridos por su autor, la mayoría citados líneas arriba. Pero, a diferencia de en otras ocasiones, Polanski pone en práctica aquí una puesta en escena aparentemente sencilla, y en el fondo de una elaborada complejidad, en la que la supuesta “limpieza” de la planificación se combina, con rara armonía, con un sutil tratamiento subjetivo de las imágenes, de manera que la forma y el fondo, el continente y el contenido, conviven sin dificultades. Basta con ver la manera como Polanski planifica el primer encuentro de Delphine y Elle en la librería donde la primera está firmando ejemplares para sus admiradores –magníficas Emmanuelle Seigner y Eva Green–, y en particular de qué forma Elle “se aparece”, de un plano a otro, coincidiendo no por casualidad con la primera vez que vemos el rostro de Delphine en contraplano (sugiriendo, de este modo, y en sentido literal, que la una no puede existir sin la otra); o el plano subjetivo, desde el punto de vista de Delphine, cuando esta última, con la pierna escayolada, intenta bajar a la bodega por una empinada escalera. Mucho mejor de lo que se ha dicho, Basada en hechos reales presenta uno de los trabajos de puesta en escena más elaborados que hemos tenido ocasión de ver en cine en estos últimos meses.



Terror en el espacio: The Cloverfield Paradox (ídem, 2018), de Julius Onah. Es bien sabido a estas alturas que la relativa fama de esta película se debe, principalmente, a las curiosas circunstancias que rodearon su estreno en la plataforma Netflix, donde la película fue anunciada y puesta a disposición de los usuarios de dicha plataforma… tan solo media hora después de haberse hecho públicos dichos anuncio y disponibilidad. Anécdotas aparte, creo que la mejor manera de abordar The Cloverfield Paradox consiste en olvidarse, en primer lugar, de esa efeméride, así como de su (relativa) pertenencia a la franquicia formada, por ahora, junto con las excelentes Monstruoso (Cloverfield, 2008, Matt Reeves) y Calle Cloverfield 10 (10 Cloverfield Lane, 2016, Dan Trachtenberg), y verla tal cual es: una esforzada variante de ideas y ecos visuales y estéticos de Alien, el octavo pasajero (Alien, 1979, Ridley Scott) y de sucedáneos como Sunshine (ídem, 2007, Danny Boyle) o la reciente Life (Vida) (Life, 2017, Daniel Espinosa) (1), con la cual, por cierto, The Cloverfield Paradox guarda más de un punto de contacto: la secuencia, en esta última, en la que la cosmonauta china Tam (Ziyi Zhang) está a punto de perecer ahogada dentro de una estancia inundada de la estación espacial, a lo Alien: Resurrección (Alien: Resurrection, 1997, Jean-Pierre Jeunet), recuerda vagamente otra escena de asfixia, la que se producía en Life (Vida) alrededor de la cosmonauta rusa Ekaterina (Olga Dihovichnaya) cuando a esta se le anega la escafandra. He mencionado Sunshine, el irregular aunque estimable film de ciencia ficción de Danny Boyle cuyo principal mérito consistía en la recuperación, siquiera en parte, del pesimismo del cine de ciencia ficción norteamericano y británico de los años sesenta y hasta mediados de los setenta (punto límite: La guerra de las galaxias/ Star Wars, 1977, George Lucas). Sunshine, recordemos, consistía en la descripción de una misión espacial convertida, en la práctica, en un viaje hacia una muerte segura. The Cloverfield Paradox recupera, también parcialmente, ese pesimismo, aunque con menor saldo de bajas que en la película de Boyle: aquí la misión espacial consiste en la celebración de un experimento a bordo de un laboratorio en órbita alrededor de la Tierra, destinado a crear y controlar una nueva fuente de energía que impida la próxima aniquilación de la raza humana por culpa del agotamiento de los recursos; un experimento que da pie a la denominada “paradoja Cloverfield”: el laboratorio y sus tripulantes van a parar a otra dimensión espacio-temporal. El planteamiento es sugestivo; los actores, competentes; y la realización de Julius Onah, correcta; sin más. Pero el conjunto desprende una frialdad que malogra la práctica totalidad de sus intenciones.



Más allá de Río Grande: Sicario: El día del soldado (Sicario: Day of the Soldado, 2018), de Stefano Sollima. Hacer la continuación de una obra maestra es siempre una papeleta, y si no, que se lo pregunten al pobre Peter Hyams cuando se atrevió a “mancillar” 2001: Una odisea del espacio (2001: A Space Odyssey, 1968, Stanley Kubrick) con su modesta 2010: Odisea dos (2010, 1984), o al propio Denis Villeneuve, el realizador de aquella extraordinaria película a la que me refería al principio de estas líneas, Sicario (ídem, 2015), cuando se puso al frente de la tampoco tan despreciable Blade Runner 2049 (ídem, 2017) (2). Es por eso que la opción elegida por el realizador italiano Stefano Sollima, hijo de Sergio Sollima, a la hora de hacer frente a Sicario: El día del soldado me parece la más inteligente. No ha pretendido imitar a Villeneuve, por más que su film conserva en no poca medida el tono de la película anterior, algo muy difícil o prácticamente imposible de soslayar cuando se trata de una producción en la cual repiten su guionista, el realizador de la excelente Wind River (ídem, 2017) Taylor Sheridan, y sus dos estupendos protagonistas, Benicio del Toro y Josh Brolin. Pero, a pesar de ello, El día del soldado hace gala de una poderosa personalidad propia: no pretende ser, como el primer Sicario, un thriller con atmósfera de pesadilla –como también lo eran, ciñéndonos de nuevo al cine de Villeneuve, Prisioneros (Prisoners, 2013), e incluso, parcialmente, Blade Runner 2049–, sino que se decanta por una estructura y construcción narrativas más propias del policíaco norteamericano de los años 70, e incluso, del western. Dicho muy rápidamente, si Villeneuve es amigo de la abstracción, Stefano Sollima lo es de la concreción. Comprendo que, dicho así, puede parecer una facilidad, pero hay en el trabajo de Sollima hijo una fisicidad y un sentido de la eficacia que no pueden menos que hacernos pensar –aun sin ánimo de establecer comparaciones– en las celebradas contribuciones al spaghetti western y al poliziesco de Sollima padre. Y, por más que inferior al primer Sicario, El día del soldado me parece un magnífico thriller, directo y conciso, concreto, en el que sorprende, agradablemente, su transición de lo más grande a lo más pequeño, de lo colectivo a lo individual, de lo épico a lo intimista: lo que empieza siendo una gigantesca operación encubierta del gobierno de los Estados Unidos contra los cárteles de la droga de México supervisada por el sarcástico Matt Graver (Brolin), acaba derivando en una bella historia de amistad y amor paterno-filial entre el implacable Alejandro (Del Toro) e Isabel Reyes (espléndida Isabela Moner, toda una revelación), la hija preadolescente de un capo de la droga mexicano convertida en excusa para iniciar una guerra entre bandas al otro lado del Río Grande. Salpicada de excelentes secuencias de acción, hay en El día del soldado estupendos apuntes que refuerzan el perfil psicológico de los personajes, en particular el de Alejandro, de quien se sugieren detalles sobre su pasado que condicionaron, y mucho, su vocación de asesino al servicio del gobierno USA: el momento en el que remata a un abogado que trabaja para un cártel, pidiéndole que se ponga las gafas para que le mire a la cara, y a continuación acribillándole mediante una rápida pulsación del gatillo de su pistola, es extraordinario.



Marvel “ligero”: Ant-Man y la Avispa (Ant-Man and the Wasp, 2018), de Peyton Reed. A pesar de que la secuencia post-créditos finales relaciona directamente a Ant-Man y la Avispa con el clímax de Vengadores: Infinity War (Avengers: Infinity War, 2018, Anthony y Joe Russo) (3), la segunda entrega de las aventuras del Hombre Hormiga de Marvel hace gala de la misma ligereza, ausencia de pretensiones y sentido del humor del primer film, Ant-Man (ídem, 2015, Peyton Reed). Puede que ello vuelva a deberse a la labor tras las cámaras de un realizador que, como el mencionado Reed, ha desarrollado el grueso de su carrera en el terreno de la comedia, o también al deseo del productor de las películas de Marvel, Kevin Feige, por ofrecer films, digamos, más “ligeros” –cf. Spider-Man: Homecoming (ídem, 2017, Jon Watts), el penoso Thor: Ragnarok (ídem, 2017, Taika Waititi) (4)–, en medio de la gravedad/ solemnidad que ofertan Black Panther (ídem, 2018, Ryan Coogler) o la mencionada Vengadores: Infinity War. Sea como fuere, lo cierto es que, sin por ello desmerecer los méritos de Black Panther y Vengadores: Infinity War, una vez más la ausencia de pretensiones y la comicidad, bien dosificada, de Ant-Man y la Avispa resultan de agradecer, y ayudan a que la franquicia centrada en el Hombre Hormiga haga gala de algo mínimamente parecido a una personalidad propia dentro de las limitaciones/ restricciones de producción/ creatividad establecidas por Feige. Llama la atención el tratamiento de comedia de numerosas situaciones; sobre todo las relacionadas con los personajes secundarios: cf. el disparatado diálogo que se produce entre Luis (Michael Peña) y Sonny Burch (Walton Goggins) y sus esbirros cuando se le inocula al primero algo parecido a un “suero de la verdad”. Pero esto no solo no molesta en el conjunto de una película que sabe verse a sí misma con ironía, sino que incluso –y como ya ocurría en el primer Ant-Man– refuerza el carácter surrealista del conjunto de un film que, además, ofrece abundantes (y divertidas) ideas visuales que estrechan los ya de por sí frágiles lazos que separan lo cómico de lo fantástico: los toques “mágicos” de las secuencias de acción, propiciados por las habilidades de Scott Lang/ Ant-Man (Paul Rudd) y su compañera Hope Van Dyne/ La Avispa (Evangeline Lilly) para aumentar y disminuir de tamaño a voluntad, convierten las escenas de lucha o las de persecución en un estimulante carrusel de golpes de ingenio. También cabe anotar en el saldo de lo positivo el tono kitsch de las secuencias en las que el Dr. Hank Pym (Michael Douglas) penetra en el mundo microscópico para rescatar a su largo tiempo perdida esposa, y primera Avispa, Janet (Michelle Pfeiffer); y el detalle, por más que no esté desarrollado en profundidad, que convertir a la villana Fantasma (Hannah John-Kamen) en un ser atormentado que arrastra como si fuera una maldición sus superpoderes: cada vez que los átomos de su cuerpo se revolucionan, Fantasma sufre una indecible agonía que tan solo puede paliar mediante frecuentes sesiones de descanso dentro de una cámara aislada.



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