[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE
ESTE FILM.] Doble sorpresa (o triple). 1) Joy es la mejor película de su irregular director desde Tres reyes (Three Kings, 1999), y me
sorprende que lo sea a pesar de que: 2) recupera, en parte, el tono de comedia
enloquecida de su peor film, el insufrible Extrañas
coincidencias (I Heart Huckabees, 2004), si bien aquí mucho más trabajado y
controlado; y 3) también me asombran, por eso mismo, las críticas negativas que
ha recibido, en el sentido de que nos hallamos, dicen, ante la enésima
exaltación del american way of life. Es
lo que suele ocurrirle a realizadores que, como Russell y tantos y tantos
otros, han “subido” demasiado alto y demasiado rápido, y haciéndolo además con
películas todo lo más estimables, pero de un prestigio desmesurado, sobre todo
en los Estados Unidos: The Fighter (El
luchador) (The Fighter, 2010), El
lado bueno de las cosas (Silver Linings Playbook, 2012) y La gran estafa americana (American
Hustle, 2013); y eso a falta de ver esa rareza “maldita” titulada Accidental Love (2015), que Russell
firmó con el seudónimo de Stephen Greene.
Joy ofrece una visión muy socarrona y para nada idealizada
del Sueño Americano. De entrada, plantea una visión de la familia, la de la
principal protagonista, Joy Mangano (Jennifer Lawrence), que nada tiene de
idílica, más bien todo lo contrario. Joy es una joven mujer divorciada y madre
de familia que se ve obligada a compartir una casa que se cae a pedazos con su
madre, Terry (Virginia Madsen), otra mujer divorciada pero ociosa que se pasa
el día echada en su cama mirando “culebrones” televisivos; su padre, Rudy (Robert
De Niro), quien acaba de regresar al mismo hogar después de su enésima aventura
amorosa fallida; y su exmarido, Tony (Édgar Ramírez), que vive con ella bajo el
mismo techo pero en el sótano, porque no tiene a dónde ir (sótano que, además,
se verá forzado a compartir con su antiguo suegro, que nunca le ha soportado,
porque no hay más espacio libre en la vivienda). El único miembro de la familia
con el que Joy se lleva bien es su abuela Mimi (feliz reencuentro con Diane
Ladd), la única persona que siempre la anima y que trata de apaciguar los ánimos
soliviantados.
Puede alegarse que ese retrato tan bizarro de la
familia de Joy está justificado tan solo al principio, mientras las cosas, como
suele decirse, “marchan mal”, pero que en el fondo nos hallamos ante el enésimo
retrato positivo de la institución familiar made
in USA. Nada más lejos de la realidad, habida cuenta de que, tal y como el
film la presenta, la familia de la protagonista solo le presta apoyo a su
proyecto (la fabricación de un nuevo y revolucionario modelo de fregona) en
cuanto ven las posibilidades de ganar mucho dinero con el mismo. Más que
interés familiar, destaca sobre todo el interés económico. De hecho, tras una
temporada en las cual las cosas “marchan bien” (la fregona de Joy se vende como
rosquillas), las cosas empiezan a torcerse, entonces toda su familia deja sola
a Joy, que es quien, individualmente, deberá resolver los problemas. Mientras
tanto, el retrato de la familia de la protagonista no evoluciona precisamente a
mejor, por más que, cierto es, tampoco evoluciona a peor, sino que la bizarría
sigue estando presente: Terry sale por fin de la cama, tras años de haber
estado echada en ella, porque se enamora de Toussaint (Jimmy Jean-Louis), el
fontanero africano que solo habla francés y que se presenta en casa para reparar
una avería en el suelo de su dormitorio (detalle en el cual puede verse, por
descontado, algo con intención simbólica); Rudy se echa una nueva y adinerada
novia, Trudy (Isabella Rossellini), a la que él y Joy convencen para que
invierta en la fregona; y Tony se convierte en la mano derecha de la
protagonista, pues acaban descubriendo, una vez divorciados, que no servían
para estar casados pero sí para ser amigos. A mayor ahondamiento, el único
personaje “positivo” en el sentido más prosaico de la expresión, la abuela
Mimi, muere sin que Joy pueda estar presente en ese momento decisivo.
Es de suponer, pues tampoco está nada claro, que las
acusaciones vertidas hacia Joy en
cuanto supuesta exaltación del modo-de-vida-americano se derivan del hecho de
que, tal y como se muestra en el film (y como, dicen, ocurrió poco más o menos
en la vida real, pues Joy Mangano no es un personaje ficticio), la protagonista
del relato acabó, como suele decirse, “triunfando” gracias a la patente de una
ingeniosa fregona que podía escurrirse sin necesidad de agacharse, invento que
alcanzó ventas millonarias en los Estados Unidos gracias a su difusión en un
programa de tele-tienda. Dejando aparte el hecho de que hacer una película
sobre una mujer que se hizo famosa gracias a una fregona, y lo que es mejor,
que dicha película funcione tan bien como lo hace Joy no deja de tener su gracia, sigo sin ver que el film presente
de una manera favorecedora el Sueño Americano, más bien todo lo contrario.
La Joy encarnada, con considerable energía, por
Jennifer Lawrence (una actriz que ya hace tiempo que está pidiendo a gritos que
le dejen mostrar de una vez sus innatas cualidades para la comedia más
desenfrenada), empieza como un ama de casa agobiada y con una familia con la
cual resulta muy difícil vivir el día a día, y que, con tal de salir adelante,
acaba convirtiéndose en una estrella de la tele-tienda. Cuando, en un momento
dado, todo su negocio está a punto de irse al traste como consecuencia de una
triquiñuela legal de la empresa que se encarga de fabricarle sus fregonas, la
protagonista adopta la pose y la determinación de una delincuente para hacer
frente al responsable de sus desdichas (el cual, no por casualidad, se presenta
ante ella luciendo el típico sombrero Stetson made in USA: los cowboys
se han reciclado en hombres de negocios, pero siguen siendo y comportándose con
los demás como cowboys). La secuencia
final me parece, asimismo, muy elocuente, con Joy convertida en la versión
femenina de Vito Corleone, recibiendo la pleitesía de los desfavorecidos a los
que ella acoge bajo sus alas, consciente de que ha tenido que jugar duro, y
sucio, para llegar a convertirse en lo que ahora es: otra hija de puta con
influencia.
Como digo, y a la vista de lo expuesto, Joy no solo no me parece una exaltación
del american way of life, sino más
bien un cuento para adultos cargado de mucha, mucha mala leche. Además,
consciente de este planteamiento irónico y, en el fondo, mucho más amargo de lo
que se ve a simple vista (aunque no lo parezca, esta no es una película para
perezosos), David O. Russell hace gala aquí de un interesante planteamiento en
su puesta en escena que, con todas sus irregularidades y altibajos (cierto: Joy no es una obra maestra del cine,
pero tampoco un film mediocre: como en muchas otras cosas, y no solo en cine,
hay un honroso punto medio), tiene, como digo, un considerable atractivo. La
ironía está muy clara ya desde el principio, con esa sarcástica escena resuelta
en base a un plano general fijo de considerable duración, donde cuatro
estrafalarios personajes “adinerados” –entre los cuales hallamos a algunas
auténticas reinas del “culebrón made in
USA” tipo Dallas, Falcon Crest o Dinastía, como Susan Lucci y Donna Mills, prestándose al juego–,
interpretan un supuestamente dramático, y más bien risible, “drama familiar”.
Desde luego que no tardaremos en averiguar que dicha escena pertenece, en
realidad, a una de las casposas telenovelas que se traga la madre de Joy desde
la cama, pero puede verse en ella una malvada transposición, convenientemente
caricaturizada y exagerada, del “drama familiar” de la propia Joy. Este arranque
en cuestión introduce en el film desde el film una idea muy concreta: la del artificio.
Será gracias a ese gigantesco, monstruoso, irreal
artificio que es la tele-tienda con el que Joy alcanzará “el éxito”. Y resulta
coherente en este sentido que la persona que introduce a la protagonista en la
tele-tienda, el ejecutivo de televisión Neil Walker (Bradley Cooper), esté
presentado como un ser casi angelical: el personaje no es sino una proyección
de los sueños de Joy, una representación de ese hombre maravilloso que siempre
anduvo buscando y que nunca tuvo porque, sencillamente, no existe más que en su
imaginación. Antes del final, vemos a Joy saliendo, triunfante, del sórdido
hotel donde ha logrado vencer al hombre que pretendía arruinarla usando una
estratagema tan sucia como la que aquél ha usado en contra de ella: la
protagonista se detienen ante el aparador de una tienda y, de repente, se pone
a nevar; pero, inmediatamente después, Russell “rompe” el efecto idílico,
ensoñador, de esta escena, aparentemente, de sublime triunfo de Joy, descubriéndonos que dicha nieve no es real,
sino confeti blanco que arroja una máquina de esa misma tienda para hacer
publicidad navideña. ¿Acaso no es eso también, en el fondo, toda la gloria de la
protagonista de Joy? ¿Vender como si
fuera algo maravilloso un invento tan
volátil, tan fugaz, como el confeti?
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