[ADVERTENCIA:
EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE
REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Es una pena que en La monja (The Nun, 2018) haya tantas
concesiones de cara a la galería, porque lo que plantea, cómo lo hace y cómo lo
resuelve no carece de interés, o al menos, de posibilidades. Acaso es verdad
que tampoco podía esperarse mucho de una película que no deja de ser un spin-off de un éxito precedente:
recordemos que el satánico personaje del demonio Valak, la monja para los
amigos (Bonnie Aarons), hizo su primera aparición estelar en la primera secuela
de la franquicia de los Warren creada por James Wan para Warner Bros., Expediente Warren: El caso Enfield (The
Conjuring 2, 2016) (1), y una
segunda aparición, como “estrella invitada”, en otra secuela basada, a su vez,
en ¡otro! spin-off de la franquicia
Warren, Annabelle: Creation (ídem,
2017, David F. Sandberg). Pero, teniendo en cuenta que esta última era muy
superior a la primera entrega, la mediocre y aburrida Annabelle (ídem, 2014, John R. Leonetti), siempre cabía la
posibilidad de que La monja estuviese
bien. Y lo cierto es que, a pesar de los pesares, en sus líneas generales lo
está, aunque sus resultados queden por debajo de las dos películas de Wan sobre
los Warren o del film de Sandberg.
Como
digo, el principal problema de La monja,
y que perjudica mucho el resultado, reside en sus continuas concesiones a la
comercialidad. En cierto sentido, y salvo honrosas excepciones, el cine
fantástico actual, variante cine de terror o de horror (no son lo mismo),
vuelve a estar afectado de un molestísimo tic que sobrecargó al género a
principios de los años ochenta, esto es, el exceso de “sustos”, o como los
llama el amigo Tonio L. Alarcón, “sustos de gato”. En el caso concreto de La monja, hay momentos en que la
saturación de dichos “sustos” no solo llega a hacerse cargante, por
repetitivos, sino también porque hay momentos en los que, efectivamente, el
“susto de gato” estropea más de una buena escena. Es el caso, por ejemplo, de
ese momento en el que la joven novicia Irene (Taissa Farmiga) descubre a la
monja/ Valak a sus espaldas en la capilla reflejándose en un espejo; una imagen
bellamente inquietante, o inquietantemente bella, que el realizador contratado
al efecto, Corin Hardy, no quiere (o no puede) que disfrutemos, destrozándola
con el consabido “susto”: la monja suelta el alarido, “inevitable” en este tipo
de escenas, rompiendo el atmosférico efecto gótico de la escena.
Insisto
en lo de que es una pena porque, como digo, lo que por otro lado ofrece La monja tampoco es tan desdeñable. He
mencionado lo gótico. Desde este punto de vista, la película de Corin Hardy
hace gala de un más que notable esfuerzo en materia de construcción de una
atmósfera gótica: con el inestimable apoyo de un excelente diseño de
producción, el film lanza una generosa oferta de imaginería gótica, que incluye
una abadía oscura y tenebrosa cuyos muros repletos de crucifijos la erigen en
un inesperado templo del Mal, un cementerio desvencijado y repleto de cruces y
lápidas caóticamente plantadas, y en particular, un respeto casi fervoroso a la
regla básica del género gótico, tanto el literario como el cinematográfico: la
existencia en la abadía de una estancia donde
está absolutamente prohibido entrar, so pena de perder la vida en ello, tal
y como ilustra, sin ir más lejos, la primera secuencia: ese lugar que se
franquea tras una pesada puerta de madera cerrada siempre con llave, en la cual
puede leerse, grabada, la expresión latina “Finit hic Deo” (“Aquí termina
Dios”). Ese respeto, casi cariñoso, por lo gótico resulta de agradecer.
No
resulta de extrañar, en este sentido, que los mejores momentos de la película
sean, precisamente, los más góticos, o al menos los más cercanos a la
imaginería gótica. Señalo al respecto las escenas de las inquietantes
conversaciones del padre Burke (Demián Bichir) y la hermana Irene con la madre
superiora (Lynnette Gaza), una figura vestida de negro de los pies a la cabeza
y de la que nunca veremos su rostro, cubierto por un velo asimismo oscuro; los
amenazadores paseos de los protagonistas por el interior de la abadía de noche,
a la luz de una linterna o de una vela, con la presencia subrepticia de
tenebrosas figuras en el fondo de los encuadres que el realizador sabe mostrar,
aquí, sin el “susto” de marras; la lograda secuencia en la que la hermana Irene
y el resto de monjas de la abadía se reúnen para rezar desesperadamente en la
capilla, a modo de protección contra las fuerzas sobrenaturales desatadas por
la monja; la aparición de las espectrales monjas sin rostro que atacan al padre Burke en el corredor…
Otro
aspecto positivo del film es que la presencia del Mal es aquí muy física,
tangible, palpable, como lo es
también, por otro lado, la presencia de Bien. En este sentido –y como apunta de
nuevo Alarcón en su crítica para Imágenes
de Actualidad–, y salvando todas las distancias del mundo, hay en La monja algo del viejo cine de terror
de Hammer Films, en lo que se refiere a la exhibición, casi fetichista, de la imaginería religiosa.
A la profusa y ya mencionada exhibición de cruces y crucifijos, muchos de los
cuales con tendencia a girarse y ponerse cabeza abajo para anunciar la cercana
presencia del Diablo –como ya ocurría, sin ir más lejos, en El caso Enfield–, hay que añadir el peso
que tienen ese crucifijo del padre Burke que se calienta, poniéndose al rojo
vivo, cuando incinera a una monja poseída; la decisión de la novicia Irene de
tomar los votos para, de este modo, poder enfrentarse, como “esposa de Dios”,
al Mal en estado puro representado por la monja; el frasco que contiene el arma
definitiva para destruir a Valak: una esfera de cristal que contiene la sangre
de Cristo; el clímax final en los sótanos inundados de la abadía, en el cual el
ahogamiento de la hermana Irene a manos de la monja viene a erigirse en una
versión blasfema del bautismo por inmersión… Vuelvo a insistir en que es una
pena que estos y otros apuntes de interés se vean a cambio descompensados por
los aborrecibles “sustos” que, en vez de sumergir al espectador en la acción,
lo que en realidad hacen es arrancarle
de la misma (y devolverle a la seguridad cotidiana
de su butaca); o por los no menos inevitables, pero por suerte no muy
cargantes, guiños a otras producciones terroríficas: la escena en la que,
intentando desenterrar al padre Burke, enterrado vivo en un ataúd, la pala que
emplea la hermana Irene atraviesa la madera de la caja y se detiene muy cerca
del rostro del sacerdote…, como en un célebre momento del film de Lucio Fulci Miedo en la ciudad de los muertos vivientes
(La paura/ Paura nella città dei morti viventi, 1980); o la escena en la que
“el franchute” (Jonas Bloquet) atraviesa una estancia llena de amenazadoras,
aunque inmóviles, monjas-zombis con el rostro cubierto, que parece inspirada en
Silent Hill (ídem, 2006, Christophe
Gans).
(1) Expediente Warren:
http://elcineseguntfv.blogspot.com/2013/07/catalogo-para-casas-encantadas.html
Expediente Warren: El
caso Enfield: http://elcineseguntfv.blogspot.com/2016/06/aqui-tambien-vive-el-horror-expediente.htmlhttp://elcineseguntfv.blogspot.com/2013/07/catalogo-para-casas-encantadas.html
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