Inédita en cines españoles, pero disponible en formato físico con el título de El circo de los vampiros (y así nos referiremos a ella), Vampire Circus (1972; copia fechada en 1971) es una rareza dentro de la producción terrorífica del estudio británico Hammer Films. Realizada en un momento, principios de la década de los setenta, en el que la productora aumentó las dosis de sexo, desnudos y violencia gore de sus films con vistas a competir con el pujante nuevo cine de terror norteamericano de la época (George A. Romero, Wes Craven), El circo de los vampiros inició su preproducción bajo el título de Village of the Vampires. La película partía de un guion escrito por George Baxt –guionista, entre otras, de Circus of Horrors (Sidney Hayers, 1960), The City of the Dead (John Llewellyn Moxey, 1960), The Shadow of the Cat (John Gilling, 1961) y, de forma no acreditada, Arde, bruja, arde (Night of the Eagle, Hayers, 1962)–, inspirándose, sin que conste acreditado (aunque se nota), en la famosa novela de Ray Bradbury La feria de las tinieblas (1962), base del extraordinario film de Jack Clayton Something Wicked This Way Comes (1983). Pero el guion de Baxt fue retocado por el productor de El circo de los vampiros, Wilbur Stark, corriendo la versión definitiva del libreto a cargo del único guionista acreditado, Judson “Jud” Kinberg. La película se rodó en tan solo seis semanas, tras habérsela confiado a un debutante, el luego realizador televisivo Robert Young (1).
Dejando aparte curiosidades en su reparto, como hallar en el mismo al futuro Darth Vader, David “Dave” Prowse, en el papel de forzudo (2), El circo de los vampiros ofrece no pocas ideas atractivas, por más que en sus líneas generales sea un film insatisfactorio por culpa, sobre todo, de un tercio final decepcionante, pero ya llegaremos a eso. Hay que decir en su descargo que parece ser que se eliminaron muchas escenas clave sobre la marcha, y que, apenas acabó de filmarla, la película fue arrebatada de las manos del director y confiada al montador Peter Musgrave, lo cual acaso explique sus incoherencias de guion, como la forzada incorporación al relato de Dora (Lynne Frederick), la cual consigue regresar al pueblo rompiendo con una relativa facilidad un cerco alrededor del lugar formado por hombres con armas de fuego; o que la pareja de bailarines del circo formada por Serena (nada que ver con la homónima actriz porno) y Milovan Vesnitch (acreditado solo como Milovan) aparezcan asesinados por los vampiros: ¿por qué les matan, si se supone que forman parte de su troupe circense? (la explicación, que parece sacada de la manga por el guionista, según la cual los vampiros necesitaban sangre urgentemente, no resulta convincente).
A pesar de que la puesta en imágenes de Robert Young malogra no pocas cosas interesantes, dada su vulgaridad, hay que reconocer, pese a todo, que al film no le faltan buenos momentos. La secuencia pre-títulos de crédito de 12 minutos de duración con la que se abre la película atesora instantes de cierta belleza. Haciendo gala de una sobriedad y sentido del paisaje que precede a la de uno de los mejores films Hammer de la década de 1970, Capitán Kronos, cazador de vampiros (Captain Kronos, Vampire Hunter, 1974, Brian Clemens), vemos en planos generales muy abiertos a una niña rubia, Jenny (Jane Derby), correteando por el bosque, hasta que una mujer, Anna (Domini Blythe), se acerca a la pequeña y la convence, jugando con ella, para que la acompañe: solo vemos que le habla, pero no lo que le dice, pues la escena está resuelta, elegantemente, solo con imágenes. En montaje paralelo y planos más cerrados vemos a un hombre, sentado en el bosque y leyendo: Albert Mueller (Laurence Payne). Al darse cuenta de que Anna se lleva a Jenny consigo corre, desesperado, detrás de ellas, pero no llega a tiempo de impedir que las dos entren en un castillo entre la arboleda y que la puerta se cierre a sus espaldas.
La secuencia continúa ofreciéndonos una de las ideas más provocativas del film, si no la que más, puesto que es una de las pocas películas que se atreven a mezclar de manera explícita el vampirismo y la infancia (3). La acción se desarrolla en el interior del castillo. Anna conduce a Jenny a un lujoso dormitorio. La niña repara en el tenebroso retrato al óleo de un caballero. De repente, por simple corte de montaje, el caballero del cuadro aparece junto a la pintura: es el conde Mitterhouse (Robert Tayman); el efecto visual, primitivo como el que más, proporciona cierto rudimentario encanto a la escena, un ligero aire a lo cuento de hadas que hace pensar en el cine fantástico-infantil de los países del este europeo, una parcela del fantastique todavía pendiente de estudio. Pero sigamos: no tardaremos en descubrir que Mitterhouse es un vampiro y que Jenny ha sido elegida para ser su nueva víctima; el conde recibe a la niña en sus aposentos con el mismo ceremonial amoroso e idéntica actitud seductora con los que recibiría a una amante adulta; a continuación, deshace las rubias trenzas de la pequeña, que sonríe con picardía, mientras Anna experimenta una progresiva excitación a medida que se acerca el momento de la agresión del no muerto a la chiquilla. La escena es tan descarada que, acaso en un arrebato de pudor, o ante el fundado temor de que la exigente censura británica pudiera echársele encima, el realizador recurre al fuera de campo en el instante en que el vampiro muerde a la pequeña.
Un segundo apunte sobre vampirismo e infancia, todavía más elaborado, se produce bien avanzada la proyección. Se trata de una curiosa secuencia onírica en la que dos niños, ambos varones, Jon y Gustav (Roderick y Barnaby Shaw), entran en la sala de los espejos del circo que se ha instalado en la pequeña localidad serbia donde transcurre la trama y se miran en uno: es el mismo espejo donde el aterrorizado alcalde (Thorley Walters) verá una pavorosa imagen suya muriendo a manos del conde Mitterhouse. Pero volvamos con los chicos: en el mencionado espejo se reflejan ellos mismos y, a sus espaldas, una pareja de gemelos vampiro, Heinrich (Robin Sachs) y Helga (Lalla Ward), que trabajan en el circo como acróbatas. La reacción de los niños es más de asombro que de miedo: su curiosidad es superior. A sus espaldas aparecen finalmente los vampiros, que no se reflejan en el espejo que tienen delante, y que dicen que les van a explicar el secreto que se esconde tras el espejo (en lo que puede entenderse como una bella referencia a Lewis Carroll, escritor que, como es bien sabido, siempre experimentó una peculiar atracción hacia la belleza infantil). El vampiro varón escoge a uno de los chicos y la vampiresa al otro, seduciéndoles con sus miradas, y acaban mordiéndoles para beber su sangre. El componente onírico de la secuencia está expuesto con sencillez pero eficacia: mediante un simple corte de montaje, los niños entran dentro del mágico mundo paralelo que está al otro lado del espejo, y que no es otro que la cripta donde reposa el cuerpo sin “no vida” de Mitterhouse; hay un par de planos en los cuales vemos a los niños completamente subyugados por las miradas hipnóticas de los gemelos vampiro, como girando y descendiendo en el espacio, antes de morir bajo las fauces de los no muertos. En esta ocasión, la seducción y su consumación son explícitas.
El sexo se erige, desde el principio, en uno de los motores del relato. En la secuencia-prólogo, y tras haber asesinado a la pequeña Jenny, Mitterhouse y Anna se desnudan y se ponen a hacer el amor. Anna es la esposa del mencionado Albert, el maestro de escuela. Los hombres del pueblo, reunidos con antorchas a las puertas del castillo de Mitterhouse, se proponen unir sus fuerzas para acabar con él porque dicen estar hartos de ser sus esclavos y de vivir bajo el terror de su yugo, permitiendo que se alimente de la sangre de sus esposas e hijas (lo cual equivale a seducirlas y acostarse con ellas, ejerciendo una suerte de “vampírico” derecho de pernada). Tras haber acabado con el conde clavándole una estaca en el corazón, a continuación descargan sus iras sobre Anna, cuyo cuerpo desnudo azotan despiadadamente, no tanto por haber sido cómplice del vampiro como, sobre todo, su amante: indirectamente, la castigan no tanto por ser una mujer adúltera como una que ha disfrutado de un sexo que a ellos les ha sido negado a capricho del conde. Quince años después, cuando el Circo de la Noche (o “de las Noches”: “of the Nights”, como se lee perfectamente en uno de sus carromatos), se instala en el pueblo durante una semana, sus integrantes producen una conmoción entre los lugareños que tiene mucho de sexual: la maestra de ceremonias del espectáculo es una atractiva gitana (Adrienne Corri); la pareja de bailarines ejecutan una coreografía indiscutiblemente erótica, con la mujer bailando desnuda y con el cuerpo pintado con una combinación de rayas que recuerdan al tigre que está en su jaula; otro destacado componente del circo es Emil –Anthony Higgins, en la época en la que todavía estaba acreditado como Anthony Corlan (4)–, gitano y vampiro –es primo de Mitterhouse–, quien en la primera noche seduce a Rosa (Christine Paul), la promiscua hija adolescente del alcalde, haciéndole el amor dentro de la jaula de la pantera negra.
Dicho sea de paso, la correspondencia entre seres humanos y animales se da con frecuencia a lo largo del metraje. Ya hemos mencionado a la bailarina que baila con el cuerpo pintado como la piel de un tigre. Los murciélagos revolotean alrededor del ataúd donde reposa el empalado Mitterhouse; el médico del pueblo, el Dr. Kersh (Richard Owens), está convencido de que la epidemia que está asolando el lugar, y que es la causante del cerco armado alrededor de la localidad a fin de evitar la propagación de la enfermedad, ha sido transmitida por murciélagos (¿les suena?). Emil se transforma a voluntad en una pantera negra, y los gemelos acróbatas Heinrich y Helga en murciélagos, como parte de su número circense; pero –de forma gratuita, hay que reconocerlo– Emil, convertido en pantera, asesina a tres personas en el bosque cuando intentaban huir del pueblo atravesando el cerco con la (falsa) ayuda de Michael (Skip Martin), el enano del circo; poco después, la ya mencionada Dora, hija de Albert y prometida del hijo del médico, Anton Kersh (John Moulder-Brown), descubre los cadáveres despedazados por la pantera al atravesar ese mismo bosque y, por un momento –en una de las curiosas ideas visuales que, esporádicamente, saltan a la palestra–, confunde las chapas de las botas de un hombre armado brillando en la oscuridad con algo parecido a los ojos de la pantera. Finalmente, a modo de contrapunto irónico, los aplausos del público asistente a uno de los espectáculos del Circo de la Noche son contrastados con el aplauso de un chimpancé en su jaula (sic).
Es una lástima que, a pesar de sus buenos apuntes y del esporádico atractivo del conjunto, El circo de los vampiros no termine de ser la buena película hacia la que a ratos apunta por culpa, sobre todo, de un clímax decepcionantemente resuelto que acaba malogrando la simpatía de sus instantes más conseguidos. Precisamente el momento culminante de la función, el enfrentamiento de Albert y Anton contra los vampiros que intentan ofrecer la sangre de Dora para resucitar a Mitterhouse, está resuelto con una torpeza descorazonadora: que Dora consiga matar a la vampiresa Helga, arrojándole desde un ángulo inverosímil una enorme cruz de madera que justo va a clavarse en su pecho –una idea que ya mostró, con más gracia, Freddie Francis en Drácula vuelve de la tumba (Dracula Has Risen from the Grave, 1968)–, resulta risible, a pesar de la ocurrencia de que la muerte de Helga provoque de inmediato el lógico fallecimiento de su “conectado” gemelo Heinrich; no mucho mejor resulta la pelea final en la cripta de Albert y Anton contra Emil, la gitana –quien resulta ser… ¡Anna, la adúltera exesposa de Albert y amante de Mitterhouse que hemos visto en la primera secuencia!– y un resucitado Mitterhouse, rápidamente decapitado con la cuerda de una ballesta (sic). Un clímax que, sin lugar a duda, deja un mal sabor de boca, sin perjuicio de hallarnos ante una de las producciones más exóticas y curiosas de la poco brillante etapa final de Hammer Films en el primer lustro de la década de 1970.
(1) Nada que ver con Robert M. Young, realizador norteamericano conocido principalmente por Extremities (La humillación) (Extremities, 1986), La fuerza de un ser menor (Dominik and Eugene, 1988) y El triunfo del espíritu (Triumph of the Spirit, 1989).
(2) Recordemos que Prowse había sido para
Hammer la Criatura de la interesante El horror de Frankenstein (The
Horror of Frankenstein, 1970, Jimmy Sangster), y volvería a serlo en el último
trabajo de Terence Fisher, Frankenstein and the Monster from Hell (1974).
(3) Véanse al respecto mi capítulo Vampirismo
e infancia, incluido en el volumen Las miradas de la noche. Cine y
vampirismo (Hilario J. Rodríguez, coord.). Ocho y Medio. Madrid, 2005; y mi
artículo homónimo publicado en Scifiworld Magazine, n.º 13, abril 2009.
Me gusta bastante "Vampire Circus", aunque es verdad que el resultado global es irregular. Parece que se rodó cerca del final de la productora y algunas escenas, no sé hasta qué punto importantes, se dejaron sin rodar. De todas formas me gusta porque tiene un ritmo bastante rápido y es bastante explícita, lo que la hace muy divertida.
ResponderEliminarPero lo que me parece más curioso es que siendo de las películas de vampiros menos prestigiosas de la Hammer su argumento es casi un compendio de los relatos de vampiros por los que son famosos, así que a su manera es una buena introducción al cine de vampiros de la Hammer.