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sábado, 23 de junio de 2018

Centenario de INGMAR BERGMAN (1): “NOCHE DE CIRCO”



[NOTA PREVIA: CON MOTIVO DEL “DOSSIER” DEDICADO AL CENTENARIO DEL NACIMIENTO DE INGMAR BERGMAN QUE COORDINO PARA EL PRÓXIMO NÚMERO DE “DIRIGIDO POR…”, RECUPERO AQUÍ TRES TEXTOS MÍOS, NO INCLUIDOS EN DICHO “DOSSIER”, A MODO DE COMPLEMENTO.]


Muchas películas de Ingmar Bergman tuvieron su origen en una imagen que asaltó la mente de su autor, y Noche de circo (1953) no fue una excepción: “Nació (…) al topar con una imagen ante mí –explicaba–. Consistía en varios carros de circo que aparecieron temprano una mañana a finales de invierno en algún lugar cerca de Gimo. En toda su lobreguez, el paisaje del lugar presentaba un extraño aspecto demoníaco que me fascinó” (Bergman a John Simon. Reproducido en Los archivos personales de Ingmar Bergman. Paul Duncan y Bengt Wanselius, ed. Taschen, 2008). La película arranca, precisamente, con esas poderosas imágenes de los carromatos de una compañía circense ambulante, el Circo Alberti, avanzando por un camino helado y fangoso. Un magnífico prólogo, tan hermosamente deprimente o deprimentemente bello, que da paso a una secuencia que se cuenta, con justicia, entre las mejores del Bergman de los años cincuenta. La misma consiste en la visualización de una anécdota centrada en el personaje de Frost (Anders Ek), quien trabaja como payaso en ese mismo Circo Alberti, y que le cuentan a Albert Johansson (Ake Grönberg), dueño de la compañía y protagonista del relato: de cómo, en una de las paradas que hizo el circo cerca de una playa donde se estaban realizando maniobras militares, la esposa de Frost, la domadora de osos Alma (Gudrun Brost), se puso a flirtear con los soldados y acabó bañándose desnuda con unos cuantos, hasta que su avergonzado marido, vestido y maquillado de payaso, fue en su búsqueda, la sacó del agua y la llevó en brazos de vuelta al circo, en medio de las risas y el escarnio burlón de todos los presentes.


La secuencia hace gala de una de las grandes cualidades del cine de Bergman: su magistral capacidad para reflejar en pantalla momentos oníricos, a medio camino entre el sueño y la vigilia, de tal manera que los límites de la representación quedan difuminados gracias a un sentido de la planificación que diluye las fronteras entre lo real y lo irreal, lo verosímil y lo imaginario (basta con citar, a modo de recordatorio, la pesadilla que abre Fresas salvajes o la que constituye uno de los momentos culminantes de Gritos y susurros). Mas lo realmente interesante de esta secuencia, digamos, “onírica” en lo que a textura visual se refiere (blanco y negro muy quemado, ausencia de sonidos, subrayado musical) reside en que no nos hallamos ante la visualización de un sueño, sino de un recuerdo. Como explica Peter Cowie, “el largo “flashback” del comienzo de la película está rodado y montado como una película de cine mudo rusa o alemana. Las imágenes se han aclarado hasta obtener un blanco impecable, onírico; la música de fondo (obra del compositor Karl-Birger Blomdahl) apuñala y machaca inquietantemente, y el maquillaje de los actores es deliberadamente hiperbólico”; a lo cual el propio Bergman apostillaba que la inspiración de esta secuencia le vino, precisa y no casualmente, a partir de un sueño: “sueño que es fácil de interpretar. Unos años antes había estado enloquecidamente enamorado. Con la excusa de un pretendido interés profesional engañé a mi amada para que me contase con todo detalle sus variadas experiencias eróticas (…) Eso se convirtió en un explosivo que casi hizo estallar al autor. Si se quiere utilizar terminología musical, podríamos decir que el episodio de Frost y Alma es el tema principal. Después siguen, dentro de un marco temporal unitario, cierto número de variaciones, erotismo y humillación combinados de maneras diferentes” (estas declaraciones y las de Cowie extraídas, asimismo, de Los archivos personales de Ingmar Bergman, op. cit. infra).


Cierto: la magnífica secuencia del payaso y el patético rescate de su frívola esposa ante la burla general de los demás viene a ser una especie de introducción simbólica o de premonición muy gráfica del sentido de todo lo que vendrá a continuación. Desde este punto de vista, puede verse Noche de circo como una explícita digresión de otra de las grandes obsesiones habituales de Bergman: la descripción de las relaciones amorosas como una fuente interminable de dolor. Del mismo modo que, en el flashback, Frost se humilla ante todos como consecuencia de su amor incondicional por Alma, hasta el extremo de aguantar estoicamente las risas que provoca en los demás ese amor sin límites, o de caminar descalzo sobre las puntiagudas piedras de la montaña para llevar en brazos a Alma de regreso a su hogar, lo que sigue a continuación de este prodigioso fragmento no es sino una nueva demostración más prosaica, en cuanto menos onírica y más realista pero no menos contundente, de los estragos que el amor puede causar en las personas. En los hechos: Noche de circo se centra en el personaje del dueño del circo y jefe de pista del mismo, el citado Albert Johansson, quien hace tiempo que tiene como amante a una joven artista de su compañía, Anne (Harriet Andersson), pero todavía suspira de nostalgia por su esposa y madre de sus hijos, Agda (Annika Tretow). Del mismo modo que antes hemos visto al payaso Frost humillándose por su amada Alma, luego será el “payaso” Albert quien se humillará ante las dos mujeres de su vida: Anne, que empieza a cansarse de él y empieza a sentirse atraída por otro hombre, Frans (Hasse Ekman), quien no por casualidad es un actor, esto es, un “mentiroso profesional” que seduce a Anne con su labia de experto en fingimiento y acabará humillando a Albert en “su” propio escenario, la pista del circo, para jolgorio del público; y Agda, a quien Albert va a visitar aprovechando una parada casual en la ciudad, encontrándose con que su esposa es una persona autosuficiente y segura de sí misma, que no le necesita para nada (suponiendo, claro está, que realmente le haya necesitado nunca). El resultado será una doble humillación para Albert, como marido (de Agda) y como amante (de Anne).



La genialidad de este planteamiento reside en el talento de Bergman para establecer una sutil comparación no solo, como hemos visto, entre el flashback del principio y el posterior itinerario vital del protagonista, sino sobre todo en de qué manera la vida entendida como un espectáculo circense, o como uno teatral, y la existencia humana como una “actuación” en el gran teatro (o circo) del mundo, que diría Pedro Calderón de la Barca, se solapan y confunden en un atractivísimo juego escénico. Pocas diferencias de fondo existen, en realidad, entre el circo que dirige Albert y la compañía teatral del presuntuoso Sr. Sjuberg (Gunnar Björnstrand), donde los hombres “actúan” o “hacen el payaso” en función de las mujeres que se encuentran en sus vidas, sea la díscola Alma, la inmadura Anne o la fuerte Agda, todas ellas incapaces –cada una a su manera– de entender esa locura cegadora que enferma a sus respectivas parejas masculinas y que se ha convenido en llamar amor.



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