[ADVERTENCIA:
EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE
REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] De entrada, que Rogue One: Una historia de Star Wars
(Rogue One: A Star Wars Story, 2016) sea una película pensada para complacer a
los fans de la franquicia galáctica creada por George Lucas y actualmente
gestionada por Disney no tiene nada ni de bueno ni de malo, salvo que no se
encuentre un equilibrio entre el homenaje puro y simple y la expresión personal
de quien está tras las cámaras. En este sentido, que el film que ha realizado
Gareth Edwards dependa tanto de la fama de los seis largometrajes escritos,
producidos y en su mayor parte realizados por Lucas entre 1977 y 2005, y que
esa dependencia se haga palpable por medio de la inclusión de numerosas
referencias/ numerosos guiños centrados, sobre todo, en la popularmente
conocida como trilogía original –La
guerra de las galaxias, El Imperio
contraataca y El retorno del Jedi–,
es un inconveniente con el que tendrá que cargar cualquier director que
pretenda firmar una nueva entrega de la saga, sea un Episodio o un spin-off. J.J. Abrams salió, a mi
entender, bastante airoso del reto (por más que ni siquiera él pudo
desprenderse por completo de esa “operación deleite”), y habrá que ver qué
quieren o qué pueden hacer Rian Johnson y Phil Lord & Chris Miller en un
futuro próximo.
El
problema de Rogue One es que, sin ser
en absoluto una mala película (tiene suficientes elementos que la hacen, cuanto
menos, estimable), se nota demasiado, mucho más que en el caso de la ya de por
sí excesivamente referencial Star Wars:
El despertar de la Fuerza (1),
esa dependencia de la franquicia preexistente. La diferencia principal con esta
última es que Abrams fue consciente desde el primer momento de ese
inconveniente y, en vez de obviarlo, jugó con él (a mi entender,
inteligentemente), consiguiendo un film autoconsciente de su condición de continuación-de-la-saga-más-famosa-de-la-historia-del-cine,
extrayendo interesantes resultados que, sospecho, siguen sin haber sido
apreciados en su justa medida. Edwards, que es un cineasta que ha demostrado
anteriormente cierta personalidad –Monsters
(ídem, 2010), Godzilla (ídem, 2014)–,
ofrece en Rogue One un trabajo tan
solvente como impersonal, tan bien construido y ensamblado como carente de
auténtica inspiración, una sólida película que juega con la mitología de la serie
pero que no consigue ir más allá de la misma, por más que lo intenta en
ocasiones. El peaje, en sí mismo considerado, no sería molesto si no se notara
tanto.
Rogue One
arranca con el consabido plano general del espacio estelar combinado con un
movimiento de cámara que nos desvela la superficie de un planeta y una nave
espacial del Imperio disponiéndose a aterrizar en su superficie; la diferencia
con los siete episodios anteriores es que, en esta ocasión, no hay un rótulo de
introducción poniéndonos en antecedentes, lo cual se agradece. Rogue One se presenta, así, como lo que
es: un spin-off, una trama paralela
al argumento principal de la franquicia, que dentro de la cronología de la
misma se sitúa años después de la acción de La
venganza de los Sith, pero inmediatamente antes de La guerra de las galaxias, caprichosamente retitulada a posteriori
por Lucas como Una nueva esperanza. Y
de esperanza se habla, y mucho, en Rogue
One, cuyo intríngulis consiste, básicamente, en explicarnos lo que no se
detalló al principio de La guerra de las
galaxias, o sea, cómo consiguieron los rebeldes robar los planos de la
Estrella de la Muerte que luego la princesa Leia Organa confiaría a los androides
C-3PO y R2-D2. Pero, como decía, ese arranque es tan solo el primero de una
larga serie de guiños, los cuales incluyen –sin ánimo de extendernos demasiado
en esto, pues empieza a resultar cansino– las apariciones estelares, nunca
mejor dicho, de Darth Vader –de nuevo con la voz, en V.O., de James Earl Jones,
y las “perchas” de los actores Daniel Naprous y Spencer Wilding– e incluso de
Grand Moff Tarkin –con el actor Guy Henry convertido, digitalmente, en una
inesperada réplica de Peter Cushing–, así como la recuperación de determinados
temas musicales de John Williams insertados en la partitura –por lo demás, muy
competente– de, cómo no, Michael Giacchino. Todo ello rematado por una
secuencia final (y, si todavía no han visto esta película, dejen de leer aquí
si quieren “sorprenderse” cuando lo hagan) que no es sino lo-que-no-vimos en La guerra de las galaxias, esto es, la
princesa Leia –la actriz Ingvild Delia “transformada”, digitalmente, en Carrie
Fisher– recibiendo la información que tanta sangre y sufrimiento ha costado
recabar: los planos de la Estrella de la Muerte.
Edwards
se entrega al homenaje con el entusiasmo de un niño con zapatos nuevos, ese
mismo niño que probablemente devoró durante su infancia las películas galácticas
de Lucas y que ahora se encuentra firmando él mismo una contribución a una saga
que, mal que pese y guste o no, tiene ganado el afecto de millones de
espectadores. Salvo error de apreciación, me inclino a pensar a la vista de lo
que sugiere el film que Edwards no ha querido jugar con las convenciones del
universo Star Wars –como sí hizo,
dentro de un orden, Abrams– y se ha entregado a placer a las mismas,
rindiéndoles pleitesía sin intentar cuestionarlas o, al menos, matizarlas. El
problema es que ese exceso de respeto e incluso de cariño hacia la saga da como
resultado una película con una inevitable sensación de déjà vu que, vuelvo a insistir, aunque también se daba en buena
parte del metraje de El despertar de la
Fuerza, al menos dejaba cierto margen para la acotación personal, cosa que
aquí no se da.
Naturalmente
que una opción perfectamente válida consiste en intentar ver Rogue One olvidándose de que pertenece a
la franquicia Star Wars (cosa difícil
cuando eso es recordado al espectador a cada minuto de metraje de manera
constante), y concentrarse en la variación argumental más o menos
diferenciadora que propone. De ahí que, dejando aparte las ¿inevitables?
apariciones de Vader, Tarkin, Leia, Williams y, sí, 3PO y R2, el primer rasgo
diferenciador de la película consiste en la presentación de nuevos personajes,
si bien son dos los que centran la mayor atención. El primero es Jyn Erso
(Felicity Jones), una especie de desperado
galáctica que es reclutada a la fuerza por la rebelión porque su padre, el
científico Galen Erso (Mads Mikkelsen), es uno de los principales creadores de
la Estrella de la Muerte, y Jyn posee la clave para contactar con él e intentar
que suministre los famosos planos de aquélla. El film incluye un prólogo,
bastante convencional, en el que vemos a Jyn en su infancia, siendo testigo de
cómo el oficial del Imperio Orson Krennic (Ben Mendelsohn) obligó a su padre a
participar en la construcción de la nueva arma imperial, secuestrándole tras
haber asesinado a la esposa de Galen y madre de Jyn, Lyra (Valene Kane);
además, descubrimos que la pequeña Jyn se crió hasta llegar a adulta en
compañía del excéntrico Saw Gerrera (Forest Whitaker), líder de una especie de
facción anarquista e independiente de los rebeldes. La trayectoria de Jyn
contiene el germen de uno de los aspectos más interesantes, arriesgados y
conseguidos de Rogue One: el hecho de
ser un personaje marcado, desde el inicio de su existencia, por el estigma de
la violencia, y, en consecuencia, por un fatalismo que la llevará –recuerden
que les he avisado– a encontrar la muerte junto con todos los miembros del
Rogue One, el equipo de voluntarios rebeldes que participarán en la misión
suicida del robo de los planos de la Estrella de la Muerte. Por desgracia, la
pésima interpretación de una Felicity Jones que, literalmente, no se cree el
papel, consigue dar al traste con el interés del personaje (no hay más que
compararla, sin ir más lejos, con las ganas que le echó Daisy Ridley al suyo en
El despertar de la Fuerza).
El
segundo personaje principal del relato, el capitán rebelde Cassian Andor (Diego
Luna), es otro de los más trabajados de la función, por más que su
caracterización no rebase el nivel de lo estereotipado (y a pesar de que, al
contrario que Jones, Luna es un buen intérprete). Cassian no tiene nada que ver
ni con la inocencia casi naíf de Luke Skywalker ni con la arrogancia burlona de
Han Solo: en una escena que también puede calificarse como de arriesgada,
dentro del contexto de espectáculo para todos los públicos que es la saga Star Wars en general y Rogue One en particular, vemos cómo
Cassian asesina, por la espalda, a un confidente que le ha “soplado” una
información de importancia vital para la rebelión. Más adelante, los superiores
de Cassian le ordenan que acompañe a Jyn para que ambos encuentren a Galen y le
traigan consigo, si bien las instrucciones específicas que Cassian recibe a
espaldas de Jyn consisten en que debe asesinar a Galen tan pronto como le tenga
a tiro. Y, precisamente en uno de los mejores momentos de la película –que,
siendo generosos, evoca un poco al Fritz Lang de El hombre atrapado (Man Hunt, 1941)–, se producirá un cambio
substancial en el comportamiento y la actitud de Cassian: teniendo a Galen a
tiro en la mirilla telescópica de su rifle láser, el personaje advierte de
repente que Krennic no solo ha ordenado asesinar a los compañeros científicos
de Galen, sino que además está a punto de hacer lo mismo con este último, lo
cual no cuadra con la imagen de científico al servicio leal del Imperio que Cassian
tenía de aquél, y eso le hace recapacitar.
Los
personajes secundarios tampoco rebasan ciertos estereotipos, más allá de
algunas pinceladas exóticas y/ o extravagantes. Dejando aparte los ya
mencionados del villano Krennic –una mera variante de Grand Moff Tarkin, y ello
sin perjuicio de la siempre excelente labor de Ben Mendelsohn–, y Saw Gerrera
–un Forest Whitaker algo salido de madre–, hallamos a K-2SO (Alan Tudyk), el
androide del Imperio reprogramado para servir de ayudante de Cassian, que es
poco más o menos una variante, más aguerrida, de 3PO. Chirrut Înwe (Donnie Yen,
una clara concesión al mercado cinematográfico asiático), el guerrero ciego que
en sus letanías oratorias afirma constantemente que la Fuerza está con él, no
va más allá de su enunciado; como tampoco lo hace su fiel amigo y compañero de
armas, el robusto Baze Malbus (Wen Jiang). Y Bodhi Rook (Riz Ahmed), piloto al
servicio del Imperio ahora pasado al bando de los rebeldes –un desertor, como
el personaje encarnado por John Boyega en El
despertar de la Fuerza–, ejerce las funciones de “secundario cómico”.
Lo
mejor de Rogue One hay que
encontrarlo en otra parte. Por ejemplo, en ese fatalismo, ya mencionado y que
resulta sorprendente en el contexto de una superproducción hollywoodiense más o menos “familiar”, en cuanto rompe por completo
las expectativas más reconfortantes del público. Sin entrar en muchos detalles,
esa decidida inclinación hacia la fatalidad proporciona al film una inesperada
pátina adulta que, si bien no compensa todas sus imperfecciones, al menos le
confiere una personalidad particular, e incluso, cierta simpatía al conjunto.
Dicho de otro modo: no habrá Rogue One 2,
por la sencilla razón de que los protagonistas de esta película son personajes,
en cierto modo, “sentenciados a muerte” desde el principio del relato y cuyo
único pecado consiste en el mero hecho de ser los protagonistas de un accesorio
de la saga de los Episodios: alguien robó los planos de la Estrella de la
Muerte, se nos contó al principio de La
guerra de las galaxias, y ninguno de los que participaron en esa hazaña
heroica sobrevivió para revelar el detalle fundamental de esos planos: la
existencia de un fallo de seguridad introducido expresamente por Galen Erso.
Otro
aspecto positivo consiste en el esporádico vigor de la puesta en escena de un
Gareth Edwards que, pleitesías aparte, en ocasiones se esfuerza por conferirle
a Rogue One una pátina estética
relativamente diferente a la del grueso de la saga. Y a pesar de que, en una
secuencia muy concreta, a Edwards le sale el tiro por la culata, dado que una
de las más bellas escenas del film, si no la que más, es un desvergonzado acto
de genuflexión a la mítica creada por Lucas –la primera aparición de Darth
Vader, rodada con “solemnidad” y realzada por un juego de luces y sombras a lo
Michael Curtiz–, a pesar de ello, el realizador huye, en la medida de lo
posible, de la “estética Lucas”. Hay un atractivo tratamiento “sucio”, realzado
por el uso de cámaras ultraligeras de última generación, que destaca sobre todo
en las secuencias de acción, en particular las que transcurren en tierra firme
(las escenas de batallas de naves espaciales son, en este sentido, más
tradicionales, por más que su resolución sea, en sus líneas generales,
irreprochable). El tercio final, la larga operación de sustracción de los
famosos planos del arma destructora de planetas creada por el Imperio, atesora
asimismo los momentos de acción mejor resueltos de un espectáculo, en
definitiva, bastante digno, pero del cual, quizá, se esperaba más de lo que pretendía
ofrecer. Puede que, por comparación, El
despertar de la Fuerza sea revalorizada al alza.
Hola Tomás,
ResponderEliminarComo siempre "rascas" por encima de lo que aparentemente es la película, como casi siempre comparto tu opinión. Me permito ir un poco más allá y me atrevo a predecir que Rogue One puede acabar siendo una película "de culto" dentro de la saga, eso sí, pasado un tiempo prudencial.
Comparto todo lo dicho al respecto de que no es para nada cine "familiar" y dejo aquí un detalle que me llamó la atención: los soldados imperiales llaman "terroristas" a los rebeldes. No me parece casual tampoco la presencia de un actor de origen pakistaní como Riz Ahmed en el grupo (otro desertor del Imperio, como el nigeriano John Boyega en "El despertar de la fuerza") ni esa ciudad ocupada por el imperio que parece Irak o Afganistán donde los soldados son emboscados. Igual voy muy lejos, no sé.