[ADVERTENCIA:
EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE
REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE
ESTE FILM.] Vaya por delante que, aun pareciéndome un excelente film,
considero un tremendo error la catalogación de Gravity (ídem, 2013) dentro del género de la ciencia ficción, ni
por temática ni por tonalidad, estilo o atmósfera visual. Más allá del hecho
obvio de que los viajes por el espacio siguen estando vetados para la mayoría
de los mortales, no hay en esta película una mirada fantástica lo
suficientemente arraigada a sus imágenes como para comprenderla dentro del así
llamado género fanta-científico. De ahí que me parezcan poco rigurosas las
comparaciones que han circulado estos días entre Gravity y 2001: Una odisea
del espacio (2001: A Space Odyssey, 1968, Stanley Kubrick), o entre el film
de Alfonso Cuarón (vaya también por delante: su mejor película hasta la fecha)
y Alien, el octavo pasajero (Alien,
1979, Ridley Scott), por el mero hecho de mostrarnos desde un punto de vista
cotidiano lo que significa vivir y trabajar en el espacio, y haciéndolo además
de una manera que casi podríamos definir como hiperrealista (lo cual, de
entrada, ya excluye mirada fantastique
alguna); o por la coincidencia, más bien anecdótica, de centrar el protagonismo
en un personaje femenino al cual, en un momento dado, vemos desnudarse a cobijo
de la protección que le depara el interior de una nave espacial, quedándose
sucintamente ataviada con una camiseta y unos shorts, lo cual puede recordar la
célebre escena de Ripley (Sigourney Weaver) en camiseta y bragas. Ello no
obsta, por descontado, para que la visión de la exploración espacial que
proporciona Cuarón en estrecha colaboración con su hijo Jonás en tareas de
guion, y sobre todo la que proporciona con su labor tras las cámaras, no sea
visualmente fascinante, expresando
muy bien la experiencia de estar flotando en órbita alrededor de nuestro
planeta, tan sobrecogedora como debe serlo cualquier aventura en escenarios
inhóspitos para el hombre como la escalada al Everest o la exploración
submarina. Cierto es, también, que hay un momento de Gravity, sobre el cual luego volveremos, en el que el film se
interna por unos instantes en el terreno de lo onírico, pero ese momento tampoco
me parece lo suficientemente relevante como para considerarlo un film
fantástico (o fantástico variante temática ciencia ficción), estando más cerca,
en cambio, de otros viajes cinematográficos centrados en la exploración
espacial y sus peligros como puedan serlo Atrapados
en el espacio (Marooned, 1969, John Sturges), Apolo 13 (Apollo 13, 1995, Ron Howard) o, si me apuran, el tercio
final de Space Cowboys (ídem, 2000,
Clint Eastwood).
Puestos a
buscarle referentes fílmicos, y dejando aparte los clarísimos ecos que una
escena crucial del film de Cuarón guarda con una brillante secuencia de la
subvalorada película de Brian De Palma Misión
a Marte (Mission to Mars, 2000),
Gravity vuelve a hacer gala de la, si
no habitual, sí muy frecuente influencia de otro famoso cineasta en la obra de Alfonso
Cuarón (sobre todo, en sus trabajos en lengua inglesa): Steven Spielberg. Dejando
aparte la clarísima “estética Amblin” que impregna A Little Princess (1995) y el primer tercio de su versión
“contemporaneizada” de Grandes esperanzas
(Great Expectations, 1998); los planos-secuencia (o planos largos) de las
escenas “bélicas” del tercio final de Hijos
de los hombres (Children of Men, 2006), estéticamente inspirados en Salvar al soldado Ryan (Saving Private
Ryan, 1998); o, ya en la propia Gravity,
ese momento en el cual Ryan Stone (Sandra Bullock) y Matt Kowalski (George
Clooney) descubren los cadáveres de sus compañeros de expedición, muertos como
consecuencia de su exposición sin protección a la frialdad y ausencia del oxígeno
del espacio asomando por un agujero en el casco de su nave, cuya planificación
recuerda la famosa escena submarina de la aparición del cuerpo sin vida de un
hombre devorado por el escualo, asomando por el agujero en el casco de un pequeño
barco de pesca, en Tiburón (Jaws,
1975); dejando aparte todo esto, como digo, el film de Cuarón reincide en la
que sin duda alguna es la temática favorita, o si se prefiere más recurrente,
de Spielberg. Y no, no me refiero a las consabidas y perezosas afirmaciones que
se limitan a apuntar que el cine de este último gira en torno a temas como la
infancia, la ausencia del padre y/o esposo (por más que el mismo también se
encuentra anotado en Gravity), o cómo
no, la cacareada apología de la “familia feliz”, sino en algo que subyace en la
práctica totalidad de la filmografía de aquél y que se convierte aquí también en
el eje dramático de la película de Cuarón: la supervivencia.
Como es notorio
a estas alturas, Gravity gira en
torno a la lucha por sobrevivir de la doctora Ryan Stone y Matt Kowalski, dos
cosmonautas que quedan flotando a merced de la ausencia de gravedad alrededor
de la Tierra
después de que una lluvia de “basura espacial” haya destrozado su nave y matado
a sus compañeros de expedición, hasta que, llegado un momento determinado, es
Ryan en solitario quien debe continuar con sus esfuerzos para salvar la vida,
en una lucha contrarreloj marcada por el riesgo constante de agotar la reserva
de oxígeno de su traje o de salir disparada sin posibilidad de rescate alguno
más allá de la órbita terrestre. Una lucha convertida en una suerte de carrera
de obstáculos, pues Ryan y Kowalski deben alcanzar primero una estación
espacial rusa en órbita y sin tripulación, y a continuación otra lanzada por
los chinos pero dotada de la valiosa cápsula de salvamento que les permitirá
regresar a la Tierra ,
cuya estructura narrativa, construida alrededor de una serie de metas que se
deben alcanzar para aprovisionarse y la amenaza constante de peligros de
aparición periódica (esa misma “basura espacial” que cada noventa minutos
vuelve a “atacar” tras haber completado una órbita alrededor de nuestro mundo),
recuerda la de tantos y tantos videojuegos, como bien apuntaba hace poco Tonio
L. Alarcón (1). Comprendo que habrá
quien vea en ello antes un defecto que una virtud, pero simplemente creo que se
trata de una consecuencia lógica y casi me atrevería a decir que “natural” de
la influencia de dos medios de expresión que tienen ya demasiados puntos en
común como para que la interrelación entre ellos siga pasando desapercibida, y
más teniendo en cuenta que, aparte de esa hibridación, lo relevante en el caso
de Gravity no es la existencia de la
misma sino la habilidad de su confección.
Otra cuestión
que ha salido a relucir estos días reside en lo que Gravity tiene de descripción de la superación de un trauma
personal, en este caso el del personaje de Ryan, la cual afirma haber perdido a
una hija de tan solo 4 años como consecuencia de un estúpido accidente. De este
modo, la angustiosa aventura de Ryan deviene no solo una lucha por la
supervivencia como una catarsis en virtud de la cual la protagonista del relato
acaba sacando fuerzas de flaqueza donde no las hay: su instinto de
supervivencia es tan poderoso que no solo lucha por subsistir, sino hasta por
seguir con vida incluso cuando ella ya no cree tener ninguna razón personal
para seguir haciéndolo. Por más que este aspecto del guion está metido con
calzador (véase la escena de la confesión de Ryan a Kowalski mientras este
último tira de la primera usando el cable que, cual cordón umbilical, les
mantiene unidos), y huele a concesión a la estrella protagonista de cara a darle
“más carne”, ergo más posibilidades de lucimiento interpretativo, a su
personaje (otro tanto puede afirmarse del encarnado por Clooney, respecto al
cual ha trascendido recientemente que participó en la redacción del guión de
forma no acreditada: Kowalski también parece un tanto “hinchado” a la medida de
la estrella que lo encarna), ello no es óbice para que la motivación del
personaje de Ryan no termine integrándose hábilmente en el sustrato dramático y
visual del relato. Como sugiere al respecto Silvia Rins, la ausencia de
gravedad que rodea a Ryan en el desempeño de su profesión deviene una metáfora
que define a alguien que, desde que sufrió tan dolorosa pérdida, se encuentra
literalmente flotando, “transmitiendo la
sensación de ingravidez de una mujer que se ha desarraigado de lo terrestre, de
la vida, de lo humano. Haciéndonos testigo de su evolución. Y de su
renacimiento” (2).
En cualquier
caso, lo mejor de Gravity reside no
en la calidad de sus propuestas teóricas (en sí mismas consideradas, tan
válidas como cualesquiera otras), sino en la manera como las mismas se
orquestan alrededor de una puesta en escena que es la que termina
confiriéndoles toda su fuerza y, sobre todo, su sentido. Se ha hablado hasta la saciedad estos días del largo
plano-secuencia de alrededor de veinte minutos con que se abre el film; más
allá de su innegable virtuosismo técnico y la calidad de sus efectos visuales,
lo más valioso del mismo estriba en lo que sugiere. Desde este punto de vista,
la película parte de una realidad aparentemente rígida, es decir, dentro de un
mismo plano o encuadre (por más que se encuentre literalmente lleno de gráciles
reencuadres digitales que permiten pasar del plano general al plano medio y el
primer plano alternando puntos de vista “objetivos” y “subjetivos”: es lo que
se denomina montaje interno);
realidad que más adelante se “rompe”, dejando paso a nuevos planos vía corte de
montaje. Dicho de otra manera: la película se abre efectuando una lenta
panorámica que pone en relación y al mismo tiempo contrapone el cosmos con la
superficie de nuestro planeta, y luego continúa su movimiento hasta centrarse,
relacionar y asimismo contraponer ese cosmos y esa superficie planetaria con la
actividad de los cosmonautas orbitando alrededor del planeta; la panorámica
inicial tiene la función de dibujar la realidad “cotidiana”, casi podría
decirse que rutinaria, de los cosmonautas. Dentro de ese mismo plano, asistimos
al quehacer de estos últimos y a sus conversaciones vía transmisión
radiofónica, mientras que, de manera simultánea, el espectador se va familiarizando
lentamente a la sensación de ingravidez, notable si se tiene ocasión de ver el
film con un 3D aquí muy bien integrado a nivel visual y narrativo, de ahí la
larga duración de dicho encuadre. Incluso cuando, pocos minutos después, se
produce el fatal accidente que destroza la nave y deja a Ryan y Kowalski a
merced del espacio, el plano se mantiene porque dicho accidente, el azar, forma
parte asimismo de esa misma realidad inicial. Solo cuando se plantea la
necesidad de sobrevivir como mejor se pueda, empiezan a aparecer con mayor
frecuencia los cortes de montaje en el seno del relato; es decir, cuando esa
realidad inicial ha quedado hecha añicos y el relato (y con él, la puesta en
escena del mismo) necesita
evolucionar hacia otra realidad diferente, compuesta a su vez, necesariamente, por nuevos planos distintos.
La mejor prueba
de la calidad de Gravity reside en
que cada nuevo encuadre y cada sucesivo corte de montaje obedece a necesidades
no solo de funcionalidad narrativa (en virtud de la cual el nuevo plano aporta
información adicional a lo planteado y en cierto modo puede anticipar lo que
ocurrirá a continuación), sino también, y por encima de todo, expresivas, lo cual confiere densidad a
lo que se narra y transporta al relato más allá de los aparentemente estrechos
márgenes de una narración planteada a modo de descripción de lo que se conoce
como “situación límite”. Dentro de los abundantes ejemplos que proporciona al
respecto esta magnífica película, resulta de justicia reiterar el extensamente
citado y alabado plano que nos muestra a Ryan flotando dentro de la protección
que le brinda la estación espacial rusa. Por más que la imagen guarde ecos,
acaso involuntarios, del striptease
en gravedad cero de Jane Fonda como la Barbarella de Roger Vadim (y no pretendo ser
malicioso), su sentido es bastante más profundo: Ryan se desprende de su traje
de cosmonauta, quedándose en camiseta y shorts, y adopta, agotada, una posición
fetal que bien puede verse como el preludio de lo que, en las escenas finales,
será su “(re)nacimiento”. No menos notables resultan los planos en cámara móvil
que siguen las evoluciones “voladoras” de Ryan en el interior de la estación
espacial, de tal manera que ese espacio inicialmente seguro, al cual la
protagonista ha conseguido arribar con la reserva de oxígeno agotada y
venciendo el riesgo de salir disparada fuera de órbita, se convierte en un
infierno claustrofóbico en virtud de un fallo eléctrico que desencadena un
incendio.
Es mérito de
Cuarón el haber sabido dosificar todo ese virtuosismo técnico en virtud de esas
estrictas necesidades narrativas y expresivas, de tal manera que no solo no
abusa del mismo, sino que incluso llega al extremo de rechazarlo, asimismo, cuando
aquellas mismas necesidades deben imponerse sobre el espectáculo. Llaman la
atención, en este sentido, las dos excelentes secuencias en las que, dentro ya
de la cápsula de salvamento china, Ryan pasa de la desesperación y el deseo de
abandonarse y dejarse morir a la posibilidad de, por el contrario, seguir
luchando e intentar una última vía de escape. La primera tiene lugar cuando la
protagonista intenta enviar una llamada de socorro desde la radio de la
cápsula, y conecta con la voz de un hombre que, aparentemente, está hablando en
algo parecido al chino (en realidad, una lengua inuit; véase nota “bene” final). Ryan intenta comunicarse con el hombre
hasta que comprende que no está hablando con ninguna emisora/receptora de las
autoridades espaciales de China sino con un radioaficionado al que no entiende
ni la entiende. Pero, más allá de esa limitación idiomática, el mero hecho de
oír una voz humana en la soledad del espacio, además del llanto de un bebé, el
ladrido de unos perros y la canción de cuna que el hombre dedica a ese infante,
provoca en Ryan una nueva catarsis emocional: realimenta su deseo de vivir, por
más que sea consciente en ese preciso instante de que ya no tiene salida
alguna; es mérito de Cuarón el no ceder a la tentación de insertar contraplanos
del interlocutor de Ryan, concentrando así la acción en las reacciones de esta
última (una esforzada Sandra Bullock), y sin olvidar la perspectiva
eminentemente subjetiva y por ende personal de la odisea de la protagonista.
Más sorprendente resulta la secuencia inmediatamente posterior, en la cual Ryan
se despierta, aparentemente, de su sueño con la inesperada (y deliberadamente inverosímil)
reaparición de Kowalski: la imprudente forma como este último se introduce en
la cápsula de salvamento es una pista clara del carácter onírico de una
secuencia que contiene la clave de la última oportunidad de Ryan para regresar
a la Tierra. La
resolución del relato me parece ejemplar: la protagonista consigue atravesar la
atmósfera terrestre con su cápsula y amerizar en un lago; última prueba de
supervivencia, su cápsula se llena de agua rápidamente a través de la escotilla
abierta, hundiéndose hasta llegar al fondo; el traje de cosmonauta impide a
Ryan nadar hasta la superficie, obligándola a efectuar un segundo striptease so pena de morir ahogada. Gravity se cierra con una bellísima
escena: la protagonista consigue alcanzar la superficie a nado; Cuarón filma en
un plano muy cerrado y con la cámara a ras del suelo a Ryan arrastrándose hacia
la orilla y poniéndose lentamente en pie; la cámara sigue ese gesto,
ascendiendo hasta tomar un plano cerrado del rostro de Ryan en ligero
contrapicado y bajo la luz del sol, convirtiéndolo así en un gesto triunfal. Ryan,
literalmente, ha vuelto a nacer, saliendo de un agua verdosa que ejerce
funciones de líquido amniótico, y reemprende sus nuevos pasos/su nueva vida en
tierra firme con la inseguridad del marinero que ha estado demasiado tiempo
navegando, pero tras haber recuperado el centro de gravedad de su existencia.
(Nota bene: Jonás Cuarón ha dirigido
recientemente un cortometraje de 7 minutos titulado Aningaaq (2013) que se erige en el contraplano de la mencionada
secuencia de Ryan oyendo una voz anónima en la radio de la cápsula de
salvamento china. Este corto nos descubre que esa voz no es sino la de Aningaaq
(Orto Ignatiussen), un inuit que casualmente capta con su emisora la
transmisión de radio de la protagonista de Gravity,
y que luego canta la canción de cuna al bebé que sostiene su esposa a su lado,
mientras al fondo ladran los perros cuyo aullido imita Ryan para reconfortarse.
Como hace el film de su padre Alfonso, Jonás Cuarón mantiene en todo momento
el punto de vista en el inuit, oyéndose la voz de Sandra Bullock como telón de
fondo. Parece ser que está previsto que Aningaaq
forme parte de los contenidos adicionales de las futuras ediciones de Gravity en formatos domésticos. Facilito
enlace en You Tube para verlo, si bien aviso de que su calidad es pésima, y su
procedencia, harto dudosa.):
(1) En su tweet del pasado 5 de octubre: https://twitter.com/toniolalarcon
(2) En su nota del pasado 22 de octubre en Facebook: https://www.facebook.com/silvia.rinssalazar?fref=ts
Excelente crítica, Tomás. Sólo un detalle, que realmente no tiene importancia, Jonás es el hijo de Alfonso, su hermano es, el también realizador y guionista, Carlos Cuarón.
ResponderEliminarMe has dejado sin palabras.
ResponderEliminar¡Ojo, cuento detalles! No creo que nadie discuta las excelencias visuales y técnicas de "Gravity". El resto ya es otro cantar. Diálogos bastante pobres y situaciones predecibles (por vistas) cuando no directamente increíbles (de nave a nave y tiro porque me toca, podríamos decir). Se pueden aceptar algunas licencias, pero hombre... Y lo peor, la ramplona historieta de "superación".
ResponderEliminarBuenos días a todos, y gracias por vuestros comentarios.
ResponderEliminarYa he rectificado "la pifia" relativa al parentesco entre los Cuarón, padre e hijo. He metido la pata hasta la altura de la nariz. Gracias por el aviso.
Saludos cordiales.
Muy buena crítica, aunque yo si la catalogaría perteneciente al Fantástic por las sensaciones que puede llegar a transmitir.
ResponderEliminarMuy buena reflexión con momentos inspiradísimos Tomás, aunque eso si, demasiado larga para mis gusto. Felicidades.
ResponderEliminarCreo que Gravity es una gran película, hay quienes hablan de los erres que tuvo la producción, pero dentro de todo me gustó demasiado.
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