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martes, 22 de octubre de 2013

Más peligrosas que los hombres: “LAS BRUJAS DE ZUGARRAMURDI”, de ÁLEX DE LA IGLESIA


[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Qué película más extraña es la nueva propuesta de Álex de la Iglesia, un film que me ha suscitado contradictorias reflexiones en torno a su valía. Por un lado, Las brujas de Zugarramurdi (2013) es, en el sentido más amplio de la expresión, una “típica película de Álex de la Iglesia”, es decir, una especie de astracanada sazonada con un sentido del humor “vasco”, o considerado como tal, en la línea de los títulos que, según los casos y las opiniones, han cimentado su prestigio/su popularidad: Acción mutante (1993), El día de la bestia (1995), La comunidad (2000) o Crimen ferpecto (2004). Suele asociarse a De la Iglesia con un estilo que se califica como “gamberro” y de tonalidad “excesiva” o marcada por el “exceso”. Puede entenderse así, por más que personalmente me inclino a considerar el cine de De la Iglesia más caricaturesco que “excesivo”, dado que el planteamiento de la mayoría de sus películas —hay excepciones: su episodio para las Películas para no dormir de Narciso Ibáñez Serrador La habitación del niño (2006); o Los crímenes de Oxford (2008)— suele girar alrededor de personajes o situaciones grotescos que se encuentran muy enraizados con determinados aspectos de la sociedad y la cultura popular españolas, contemplados bajo la perspectiva de un sentido del humor muy negro, casi sórdido: las referencias al País Vasco de Acción mutante, la “cultura del pelotazo” en El día de la bestia, la España del Desarrollo en Muertos de risa (1999), el microcosmos costumbrista de La comunidad, el eurowestern almeriense en 800 balas (2002), el bienestar “a crédito” de Crimen ferpecto, “las dos Españas” de Balada triste de trompeta (2010) (1), y aparentemente, a falta de haberla visto y solo por referencias, la “telebasura” en La chispa de la vida (2011). En este sentido, sus films más “apátridas”, o si se prefiere menos “españoles”, serían Perdita Durango (1997) y la citada Los crímenes de Oxford, película esta última que supuso un antes y un después en su carrera: por un lado, la culminación del progresivo dominio de su oficio por parte del cineasta bilbaíno, con el que sin duda es su film más pulcramente filmado (y, acaso por eso mismo, uno de los más injustamente valorados y menospreciados de su carrera); por otra parte, cierto cuestionamiento (a mi entender, poco justificado) sobre su talento, que le habría llevado a rodar a continuación la que probablemente sea la película más radical, temática y formalmente, de su carrera: Balada triste de trompeta.


Las brujas de Zugarramurdi carece de las pretensiones, a mi entender mal hilvanadas y pero desarrolladas, que destrozaban Balada triste de trompeta, por más que su apariencia formal hace honor a la fama de “excesivo” de su autor. Desde este punto de vista, resulta una tarea fácil despachar este nuevo film como un mero intento por parte de De la Iglesia de recuperar a los fans de El día de la bestia, con la cual se vincula mediante su combinación de comedia y cine de terror, por más que tampoco se puede negar que tiene mucho de jugada comercial destinada a compensar la mala acogida en taquilla de Balada triste de trompeta y, sobre todo, La chispa de la vida: lo cortés no quita lo valiente. Sea como fuere, pues a fin de cuentas las motivaciones para hacer una película son una cosa y el resultado de la misma otra, Las brujas de Zugarramurdi me parece una de las más insólitas mezclas de (aparente) ligereza y (soterrada) densidad que haya firmado hasta la fecha su realizador. Lo digo porque, por una parte, el film recupera mucho del feísmo formal, la planificación desquiciada y la tendencia al montaje corto que se hacían tan patentes en Balada triste de trompeta, pero en esta ocasión toda esa exuberancia estilística se ve debidamente compensada y hasta cierto punto atenuada por una tonalidad cómica que le confiere cierta coherencia, de manera que se crea así una especie de efecto de distanciamiento, en virtud del cual el “absurdo” de la realización casa bien con el “absurdo” del planteamiento argumental y dramático. Por otro lado, a pesar de la notoria “fealdad” del conjunto (sospecho que deliberada), y contra todo pronóstico, la película deja tras su visionado cierto poso reflexivo, de tal manera que “crece” en el recuerdo, y ello en virtud de no pocos apuntes interesantes, por más que muchos de ellos puedan pasar desapercibidos dentro del frenesí de su planteamiento y resolución.


Salvando todas las distancias del mundo, Las brujas de Zugarramurdi reincide en el discurso sobre el miedo ancestral del Hombre a la Mujer que ya subyacía en la espléndida Anticristo (Antichrist, 2009) (2). La diferencia, claro está, reside en la diferencia de estilos aplicados por Lars von Trier, sensual y enigmático, y De la Iglesia, ruidoso y petardista, pero en ambas películas subyace esa digresión, que en el caso de Las brujas de Zugarramurdi adopta los ropajes de la sátira grotesca. El planteamiento no deja lugar a dudas: José (Hugo Silva) y en menor medida su colega Tony (Mario Casas) son dos víctimas de lo que para ellos es la “maldad” de las mujeres, o dicho de otra manera, la malicia que los hombres suelen atribuir a los miembros del sexo femenino por el mero hecho de pertenecer a un género diferente de la especie humana. José —nombre castizo donde los haya— lleva a cabo el atraco a una tienda de compraventa de oro en pleno centro de Madrid por una razón principal: está agobiado por las deudas, en particular el pago de la pensión de alimentos para su hijito Sergio (Gabriel Delgado) que le exige su iracunda exesposa Silvia (Macarena Gómez); no por casualidad, José perpetra el atraco disfrazado de “estatua viviente” de… Cristo, a modo de sarcástica expresión de su situación y la de tantos y tantos “Josés” vampirizados por antiguas parejas que han cambiado su amor por el resentimiento. Por si fuera poco, a ello hay que sumar que José se ha traído al atraco a… Sergio, porque el día del “golpe” coincide con el día de visita del niño…, y ni tan siquiera una menudencia como un atraco a mano armada le impedirá disfrutar de la compañía del pequeño. Tampoco me parece casual, más allá de que pueda parecer a simple vista un chiste fácil, que Sergio participe activamente en el atraco organizado por su padre, armas de fuego en mano incluida, imagen “políticamente incorrecta” como pueda serlo también la muerte a tiros, abatido por la policía, del cómplice de José y Tony que participa en el “golpe” disfrazado de Bob Esponja (sic), habida cuenta de que el pequeño es, bajo cierto punto de vista, un “proyecto de hombre” acaso destinado, como su padre o como tantos otros hombres, a pagar en el futuro una pensión de alimentos a una mujer despechada; o el hecho de que, más adelante, Sergio sea “el elegido” para convertirse en el abanderado de las brujas de la localidad de Zugarramurdi gracias al cual las mujeres de todo el mundo podrán, por fin, arrebatar el cetro del poder de manos masculinas: ese “proyecto de hombre” será transformado en el protector que garantizará la implantación de lo femenino por todo el orbe, vía su sometimiento a un ritual mágico y primitivo, ser engullido por la gigantesca diosa-mujer y luego, literalmente, “cagado” por la misma, devorado y vuelto a nacer convertido en “el anticristo de los hombres” y el representante de una nueva divinidad que en realidad siempre ha sido la misma: “¡Dios es una mujer!”, como proclama la hechicera Graciana (Carmen Maura) en uno de los momentos culminantes del aquelarre.


En una línea similar ahondan cuestiones como el hecho de que se produzca una especie de solidaridad visceral entre los personajes masculinos del relato, unidos todos ellos por el hecho de haber sufrido de un modo u otro a manos de las mujeres: José, ya lo hemos dicho, a causa de las exigencias legales de su antigua cónyuge (la cual, coherentemente, se integrará sin problemas y como una más entre las brujas de Zugarramurdi, porque toda-mujer-lleva-una-bruja-dentro…); Sergio, que va dando bandazos entre sus padres en cumplimiento del régimen de visitas, y acabará convertido en objeto de los intereses de las hechiceras; Tony, quien confiesa haber sido maltratado por todas las novias que ha tenido, incluida la que tiene actualmente; Manuel (Javier Ordóñez), el taxista que conduce el vehículo donde José, Tony y Sergio se dan a la fuga, y que termina uniéndose a ellos en su deseo de ayudarles a llegar a Francia en base a razones personales muy similares; el desdichado pasajero de ese mismo taxi (Manuel Tallafé) que tan solo quería ir a Badajoz, y que sin comerlo ni beberlo terminará siendo pasto de la brutalidad de las brujas; los dos inspectores de policía, Calvo (Pepón Nieto) y Pacheco (Secun de la Rosa), que siguen la pista que les proporciona el seguimiento que está realizando Silvia en pos de su exmarido y su hijo; por no hablar de los escasos componentes de sexo masculino “aceptados” en el círculo próximo a las brujas dada su condición de esclavos, como el deficiente mental (Enrique Villén) que sirve a las hechiceras, o como Luismi (Javier Botet), el desdichado hermano de la joven bruja Eva (Carolina Bang), convertido en un guiñapo “quemado”, física y mentalmente, tras su contacto con las féminas de Zugarramurdi.


Las brujas de Zugarramurdi acaba siendo una sátira sobre los tópicos de los hombres a la hora de enfrentarse al misterio que para ellos representan las mujeres, convertidas en su imaginación en lo que son aquí: brujas. De ahí la caracterización de las principales hechiceras del pueblo, tal es el caso de Graciana, la líder, y su madre, la anciana Maritxu (Terele Pávez), mostradas ambas como arquetipos de las “brujas” nacionales: Graciana, la señora adinerada que hasta cierto punto evoca a una tal señora apodada “La Collares” (casada con un señor “generalísimo”) y otras siniestras damas parecidas a ella; y Maritxu, la personificación de tantas y tantas arpías de esa España, más que profunda, insondable, defensoras de oscuras tradiciones nacidas de entornos rurales marcados por la pobreza y el analfabetismo. Brujas a las cuales se opone en un momento dado la hija y nieta de ambas, llamada no por casualidad Eva: una “nueva mujer” que es presentada como una hechicera de estética “moderna” (ropa de cuero, ombligo al aire, tatuajes, piercings, corte de pelo agresivo) que viene a ser la versión actual de la brujería contrapuesta a la de épocas pretéritas representadas por sus dos antecesoras, pero que en un momento dado es capaz de evolucionar, por la vía de su progresivo enamoramiento de José, y dejar de ser “una bruja” y convertirse en “una mujer”, rompiendo con la tradición de su familia hasta el extremo de enfrentarse física y “mágicamente” contra su progenitora; resulta significativa la escena en la cual sus esquemas como bruja empiezan a venirse abajo como consecuencia del afecto que experimenta hacia José, lo cual culmina en una (aparatosa) pataleta que marca el final de su comportamiento como bruja y el inicio de su evolución hacia una mujer capaz de superar, en un momento dado, los prejuicios tradicionales de los hombres y las mujeres sobre los hombres y las mujeres. Asimismo, y más allá del evidente “guiño para amiguetes” que supone la incorporación de Santiago Segura y Carlos Areces como las brujas Miren y Conchi respectivamente, el travestismo de estos actores añade una sugerencia adicional a todo lo apuntado: parecen brujas-hombres que han adoptado la sed de poder y el anhelo de dominación del sexo opuesto característicos de los hombres-hombres, pero adaptándolo a la idiosincrasia femenina de las hechiceras; de ahí el avieso consejo que Conchi le da a Eva, diciéndole que tiene que aprovechar que todavía es joven para, poco más o menos, “follar como una perra, utilizar a los hombres y aprovecharte de ellos al máximo”: lo mismo que piensan muchos hombres en lo que respecta a su relación con las mujeres. En un polo diametralmente opuesto se sitúan ciertas referencias a la homosexualidad, entendida aquí como otro de los “horrores” de los hombres-hombres, que se manifiestan en escenas tales como esa en la que Eva obliga con sus poderes mágicos a que José y Tony se besen en la boca, o aquélla en la que, viéndose al borde de la muerte, Pacheco le declara a su compañero de patrulla Calvo su amor; bajo cierto punto de vista, ¿no podríamos especular con el hecho de que la apariencia hombruna de Miren y Conchi se debe a que en el pasado pudieron haber nacido hombres, y que su contacto e integración con las brujas ha acabado “transformándolas”?


Es una pena, como digo, que la puesta en escena de Las brujas de Zugarramurdi no esté a la altura de estas y otras diversas (y divertidas) sugerencias que Álex de la Iglesia va diseminando a lo largo del relato con la ayuda de su felizmente recuperado coguionista Jorge Guerricaechevarría. Pero al mismo tiempo resulta coherente con ese planteamiento caricaturesco que el film haga gala de una realización que evita la elegancia y se recrea en los aspectos más grotescos de personajes y situaciones; nos hallamos en el terreno de la astracanada. Ello no obsta para que, como siempre en De la Iglesia, ocasionalmente salten a la palestra imágenes sugestivas, tal es el caso de la primera aparición en moto de Eva en el prólogo del film, en particular ese plano en el que aparece iluminada bajo los rayos solares; el ya mencionado tiroteo en pleno centro madrileño que incluye la muerte, acribillado por la policía, de “Bob Esponja” y la pintoresca participación de otros miembros de la banda de José disfrazados de estrafalarias “estatuas vivientes”; el ojo (de Luismi) mirando a través del orificio de la letrina en la taberna que regenta la vieja Maritxu; los afilados dientes postizos que se coloca esta última a la hora de darle a alguien una buena dentellada; el sugerente movimiento de cámara alrededor de la misteriosa figura de madera que representa a la diosa-mujer, instalada al lado de la cantina de la bruja, dentro de la cual se caerá Sergio premonitoriamente; las escenas en las que José, Tony, Manuel y los inspectores de policía huyen por los pasillos y estancias del enorme caserón de Graciana, perseguidas por un alud enloquecido de brujas; el alucinante clímax en la cueva con la participación de la ya mencionada diosa-mujer, cuya oronda figura evoca la de la famosa Venus prehistórica de Willendorf (3). Por más que a simple vista pueda no parecerlo, Las brujas de Zugarramurdi se mueve con rara habilidad entre el feísmo de su concepción visual y la agudeza de su sarcástico planteamiento, y eso a pesar de que la línea entre lo uno y lo otro no siempre esté bien definida.             

(3) http://es.wikipedia.org/wiki/Venus_de_Willendorf

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