[ADVERTENCIA:
EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE
REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE
ESTE FILM.] Qué película más extraña es la nueva propuesta de Álex de la Iglesia , un film que me ha
suscitado contradictorias reflexiones en torno a su valía. Por un lado, Las brujas de Zugarramurdi (2013) es, en
el sentido más amplio de la expresión, una “típica película de Álex de la Iglesia ”, es decir, una
especie de astracanada sazonada con un sentido del humor “vasco”, o considerado
como tal, en la línea de los títulos que, según los casos y las opiniones, han
cimentado su prestigio/su popularidad: Acción
mutante (1993), El día de la bestia
(1995), La comunidad (2000) o Crimen ferpecto (2004). Suele asociarse
a De la Iglesia
con un estilo que se califica como “gamberro” y de tonalidad “excesiva” o
marcada por el “exceso”. Puede entenderse así, por más que personalmente me inclino
a considerar el cine de De la
Iglesia más caricaturesco que “excesivo”, dado que el
planteamiento de la mayoría de sus películas —hay excepciones: su episodio para
las Películas para no dormir de
Narciso Ibáñez Serrador La habitación del
niño (2006); o Los crímenes de Oxford
(2008)— suele girar alrededor de personajes o situaciones grotescos que se
encuentran muy enraizados con determinados aspectos de la sociedad y la cultura
popular españolas, contemplados bajo la perspectiva de un sentido del humor muy
negro, casi sórdido: las referencias al País Vasco de Acción mutante, la “cultura del pelotazo” en El día de la bestia, la
España del Desarrollo en Muertos
de risa (1999), el microcosmos costumbrista de La comunidad, el eurowestern
almeriense en 800 balas (2002), el
bienestar “a crédito” de Crimen ferpecto,
“las dos Españas” de Balada triste de
trompeta (2010) (1), y
aparentemente, a falta de haberla visto y solo por referencias, la “telebasura”
en La chispa de la vida (2011). En
este sentido, sus films más “apátridas”, o si se prefiere menos “españoles”,
serían Perdita Durango (1997) y la
citada Los crímenes de Oxford,
película esta última que supuso un antes y un después en su carrera: por un
lado, la culminación del progresivo dominio de su oficio por parte del cineasta
bilbaíno, con el que sin duda es su film más pulcramente filmado (y, acaso por
eso mismo, uno de los más injustamente valorados y menospreciados de su
carrera); por otra parte, cierto cuestionamiento (a mi entender, poco
justificado) sobre su talento, que le habría llevado a rodar a continuación la que
probablemente sea la película más radical, temática y formalmente, de su
carrera: Balada triste de trompeta.
Las brujas de Zugarramurdi carece de las
pretensiones, a mi entender mal hilvanadas y pero desarrolladas, que
destrozaban Balada triste de trompeta,
por más que su apariencia formal hace honor a la fama de “excesivo” de su
autor. Desde este punto de vista, resulta una tarea fácil despachar este nuevo
film como un mero intento por parte de De la Iglesia de recuperar a los fans de El día de la bestia, con la cual se
vincula mediante su combinación de comedia y cine de terror, por más que tampoco
se puede negar que tiene mucho de jugada comercial destinada a compensar la
mala acogida en taquilla de Balada triste
de trompeta y, sobre todo, La chispa
de la vida: lo cortés no quita lo valiente. Sea como fuere, pues a fin de
cuentas las motivaciones para hacer una película son una cosa y el resultado de
la misma otra, Las brujas de Zugarramurdi
me parece una de las más insólitas mezclas de (aparente) ligereza y (soterrada)
densidad que haya firmado hasta la fecha su realizador. Lo digo porque, por una
parte, el film recupera mucho del feísmo formal, la planificación desquiciada y
la tendencia al montaje corto que se hacían tan patentes en Balada triste de trompeta, pero en esta
ocasión toda esa exuberancia estilística se ve debidamente compensada y hasta
cierto punto atenuada por una tonalidad cómica que le confiere cierta
coherencia, de manera que se crea así una especie de efecto de distanciamiento,
en virtud del cual el “absurdo” de la realización casa bien con el “absurdo”
del planteamiento argumental y dramático. Por otro lado, a pesar de la notoria
“fealdad” del conjunto (sospecho que deliberada), y contra todo pronóstico, la
película deja tras su visionado cierto poso reflexivo, de tal manera que
“crece” en el recuerdo, y ello en virtud de no pocos apuntes interesantes, por
más que muchos de ellos puedan pasar desapercibidos dentro del frenesí de su
planteamiento y resolución.
Salvando todas
las distancias del mundo, Las brujas de
Zugarramurdi reincide en el discurso sobre el miedo ancestral del Hombre a la Mujer que ya subyacía en la
espléndida Anticristo (Antichrist,
2009) (2). La diferencia, claro
está, reside en la diferencia de estilos aplicados por Lars von Trier, sensual
y enigmático, y De la Iglesia ,
ruidoso y petardista, pero en ambas películas subyace esa digresión, que en el
caso de Las brujas de Zugarramurdi
adopta los ropajes de la sátira grotesca. El planteamiento no deja lugar a
dudas: José (Hugo Silva) y en menor medida su colega Tony (Mario Casas) son dos
víctimas de lo que para ellos es la “maldad” de las mujeres, o dicho de otra
manera, la malicia que los hombres suelen atribuir a los miembros del sexo
femenino por el mero hecho de pertenecer a un género diferente de la especie
humana. José —nombre castizo donde los haya— lleva a cabo el atraco a una
tienda de compraventa de oro en pleno centro de Madrid por una razón principal:
está agobiado por las deudas, en particular el pago de la pensión de alimentos
para su hijito Sergio (Gabriel Delgado) que le exige su iracunda exesposa
Silvia (Macarena Gómez); no por casualidad, José perpetra el atraco disfrazado
de “estatua viviente” de… Cristo, a modo de sarcástica expresión de su
situación y la de tantos y tantos “Josés” vampirizados por antiguas parejas que
han cambiado su amor por el resentimiento. Por si fuera poco, a ello hay que
sumar que José se ha traído al atraco a… Sergio, porque el día del “golpe” coincide
con el día de visita del niño…, y ni tan siquiera una menudencia como un atraco a mano armada le impedirá disfrutar de la
compañía del pequeño. Tampoco me parece casual, más allá de que pueda parecer a
simple vista un chiste fácil, que Sergio participe activamente en el atraco
organizado por su padre, armas de fuego en mano incluida, imagen “políticamente
incorrecta” como pueda serlo también la muerte a tiros, abatido por la policía,
del cómplice de José y Tony que participa en el “golpe” disfrazado de Bob
Esponja (sic), habida cuenta de que el pequeño es, bajo cierto punto de vista,
un “proyecto de hombre” acaso destinado, como su padre o como tantos otros
hombres, a pagar en el futuro una pensión de alimentos a una mujer despechada;
o el hecho de que, más adelante, Sergio sea “el elegido” para convertirse en el
abanderado de las brujas de la localidad de Zugarramurdi gracias al cual las
mujeres de todo el mundo podrán, por fin, arrebatar el cetro del poder de manos
masculinas: ese “proyecto de hombre” será transformado en el protector que
garantizará la implantación de lo femenino por todo el orbe, vía su
sometimiento a un ritual mágico y primitivo, ser engullido por la gigantesca
diosa-mujer y luego, literalmente, “cagado” por la misma, devorado y vuelto a
nacer convertido en “el anticristo de los hombres” y el representante de una nueva
divinidad que en realidad siempre ha sido la misma: “¡Dios es una mujer!”, como proclama la hechicera Graciana (Carmen
Maura) en uno de los momentos culminantes del aquelarre.
En una línea
similar ahondan cuestiones como el hecho de que se produzca una especie de
solidaridad visceral entre los personajes masculinos del relato, unidos todos
ellos por el hecho de haber sufrido de un modo u otro a manos de las mujeres:
José, ya lo hemos dicho, a causa de las exigencias legales de su antigua
cónyuge (la cual, coherentemente, se integrará sin problemas y como una más
entre las brujas de Zugarramurdi, porque toda-mujer-lleva-una-bruja-dentro…);
Sergio, que va dando bandazos entre sus padres en cumplimiento del régimen de
visitas, y acabará convertido en objeto de los intereses de las hechiceras; Tony,
quien confiesa haber sido maltratado por todas las novias que ha tenido,
incluida la que tiene actualmente; Manuel (Javier Ordóñez), el taxista que
conduce el vehículo donde José, Tony y Sergio se dan a la fuga, y que termina
uniéndose a ellos en su deseo de ayudarles a llegar a Francia en base a razones
personales muy similares; el desdichado pasajero de ese mismo taxi (Manuel
Tallafé) que tan solo quería ir a Badajoz, y que sin comerlo ni beberlo
terminará siendo pasto de la brutalidad de las brujas; los dos inspectores de
policía, Calvo (Pepón Nieto) y Pacheco (Secun de la Rosa ), que siguen la pista
que les proporciona el seguimiento que está realizando Silvia en pos de su
exmarido y su hijo; por no hablar de los escasos componentes de sexo masculino
“aceptados” en el círculo próximo a las brujas dada su condición de esclavos,
como el deficiente mental (Enrique Villén) que sirve a las hechiceras, o como
Luismi (Javier Botet), el desdichado hermano de la joven bruja Eva (Carolina
Bang), convertido en un guiñapo “quemado”, física y mentalmente, tras su
contacto con las féminas de Zugarramurdi.
Las brujas de Zugarramurdi acaba siendo
una sátira sobre los tópicos de los hombres a la hora de enfrentarse al
misterio que para ellos representan las mujeres, convertidas en su imaginación
en lo que son aquí: brujas. De ahí la caracterización de las principales
hechiceras del pueblo, tal es el caso de Graciana, la líder, y su madre, la
anciana Maritxu (Terele Pávez), mostradas ambas como arquetipos de las “brujas”
nacionales: Graciana, la señora adinerada que hasta cierto punto evoca a una
tal señora apodada “La
Collares ” (casada con un señor “generalísimo”) y otras siniestras
damas parecidas a ella; y Maritxu, la personificación de tantas y tantas arpías
de esa España, más que profunda, insondable, defensoras de oscuras tradiciones
nacidas de entornos rurales marcados por la pobreza y el analfabetismo. Brujas a
las cuales se opone en un momento dado la hija y nieta de ambas, llamada no por
casualidad Eva: una “nueva mujer” que es presentada como una hechicera de
estética “moderna” (ropa de cuero, ombligo al aire, tatuajes, piercings, corte de pelo agresivo) que
viene a ser la versión actual de la brujería contrapuesta a la de épocas
pretéritas representadas por sus dos antecesoras, pero que en un momento dado
es capaz de evolucionar, por la vía de su progresivo enamoramiento de José, y
dejar de ser “una bruja” y convertirse en “una mujer”, rompiendo con la
tradición de su familia hasta el extremo de enfrentarse física y “mágicamente”
contra su progenitora; resulta significativa la escena en la cual sus esquemas
como bruja empiezan a venirse abajo como consecuencia del afecto que experimenta
hacia José, lo cual culmina en una (aparatosa) pataleta que marca el final de
su comportamiento como bruja y el inicio de su evolución hacia una mujer capaz
de superar, en un momento dado, los prejuicios tradicionales de los hombres y
las mujeres sobre los hombres y las mujeres. Asimismo, y más allá del evidente
“guiño para amiguetes” que supone la incorporación de Santiago Segura y Carlos
Areces como las brujas Miren y Conchi respectivamente, el travestismo de estos
actores añade una sugerencia adicional a todo lo apuntado: parecen
brujas-hombres que han adoptado la sed de poder y el anhelo de dominación del
sexo opuesto característicos de los hombres-hombres, pero adaptándolo a la
idiosincrasia femenina de las hechiceras; de ahí el avieso consejo que Conchi
le da a Eva, diciéndole que tiene que aprovechar que todavía es joven para,
poco más o menos, “follar como una perra,
utilizar a los hombres y aprovecharte de ellos al máximo”: lo mismo que
piensan muchos hombres en lo que respecta a su relación con las mujeres. En un
polo diametralmente opuesto se sitúan ciertas referencias a la homosexualidad,
entendida aquí como otro de los “horrores” de los hombres-hombres, que se
manifiestan en escenas tales como esa en la que Eva obliga con sus poderes mágicos
a que José y Tony se besen en la boca, o aquélla en la que, viéndose al borde
de la muerte, Pacheco le declara a su compañero de patrulla Calvo su amor; bajo
cierto punto de vista, ¿no podríamos especular con el hecho de que la
apariencia hombruna de Miren y Conchi se debe a que en el pasado pudieron haber
nacido hombres, y que su contacto e integración con las brujas ha acabado
“transformándolas”?
Es una pena,
como digo, que la puesta en escena de Las
brujas de Zugarramurdi no esté a la altura de estas y otras diversas (y
divertidas) sugerencias que Álex de la Iglesia va diseminando a lo largo del relato con
la ayuda de su felizmente recuperado coguionista Jorge Guerricaechevarría. Pero
al mismo tiempo resulta coherente con ese planteamiento caricaturesco que el
film haga gala de una realización que evita la elegancia y se recrea en los
aspectos más grotescos de personajes y situaciones; nos hallamos en el terreno
de la astracanada. Ello no obsta para que, como siempre en De la Iglesia , ocasionalmente
salten a la palestra imágenes sugestivas, tal es el caso de la primera
aparición en moto de Eva en el prólogo del film, en particular ese plano en el
que aparece iluminada bajo los rayos solares; el ya
mencionado tiroteo en pleno centro madrileño que incluye la muerte, acribillado
por la policía, de “Bob Esponja” y la pintoresca participación de otros
miembros de la banda de José disfrazados de estrafalarias “estatuas vivientes”;
el ojo (de Luismi) mirando a través del orificio de la letrina en la taberna
que regenta la vieja Maritxu; los afilados dientes postizos que se coloca esta
última a la hora de darle a alguien una buena dentellada; el sugerente movimiento
de cámara alrededor de la misteriosa figura de madera que representa a la diosa-mujer,
instalada al lado de la cantina de la bruja, dentro de la cual se caerá Sergio
premonitoriamente; las escenas en las que José, Tony, Manuel y los inspectores
de policía huyen por los pasillos y estancias del enorme caserón de Graciana,
perseguidas por un alud enloquecido de brujas; el alucinante clímax en la cueva
con la participación de la ya mencionada diosa-mujer, cuya oronda figura evoca
la de la famosa Venus prehistórica de Willendorf (3). Por más que a simple vista pueda no parecerlo, Las brujas de Zugarramurdi se mueve con
rara habilidad entre el feísmo de su concepción visual y la agudeza de su sarcástico
planteamiento, y eso a pesar de que la línea entre lo uno y lo otro no siempre
esté bien definida.
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