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sábado, 21 de septiembre de 2024

Dos films de KENNETH BRANAGH: “EL ÚLTIMO ACTO” + “ARTEMIS FOWL”



El padre de Hamnet

William Shakespeare, Laurence Olivier y All Is True. Shakespeare ha sido la fuente principal a partir de la cual Kenneth Branagh firmó varios de sus todavía hoy mejores trabajos como realizador: sobre todo, Enrique V, Mucho ruido y pocas nueces y Trabajos de amor perdidos; algo menos, Hamlet; y, bastante menos, As You Like It. Branagh encarnó a su admirado Olivier en Mi semana con Marilyn, un film realizado por Simon Curtis que recreaba el rodaje de otra película, dirigida y coprotagonizada por Olivier, El príncipe y la corista. All Is True es tanto el título alternativo por el cual es también conocida la última obra de teatro escrita por Shakespeare antes de su retiro, Enrique VIII (1612-1613), como el título original de este film realizado por Branagh en 2018, conocido entre nosotros como El último acto; además, All Is True es un título que se parece mucho al de It’s All True (1943), una de las muchas obras malditas/inacabadas de otro cineasta perpetuamente obsesionado con Shakespeare, Orson Welles.



Finalmente, Branagh se convierte no ya en el adaptador oficial de Shakespeare por antonomasia del cine contemporáneo, sino en Shakespeare mismo, en El último acto, a quien interpreta entre 1613, año en el que se produjo el incendio del Globe Theatre durante una accidentada representación de Enrique VIII, lo cual motivó al dramaturgo a la hora de tomar la decisión de retirarse del mundo del teatro y dejar de escribir, y 1616, año de su fallecimiento a la incluso para la época temprana edad de 52 años. Precisamente El último acto arranca con una poderosa imagen que hace alusión a la destrucción del Globe Theatre como consecuencia del fuego: un plano americano muy abierto, casi en plano general, en el cual vemos la figura silueteada de Shakespeare, de espaldas a la cámara y mirando un inmenso muro de llamas. En las siguientes escenas, con el protagonista ya retirado del mundanal ruido londinense en su casa de campo situada en su población natal, Stratford-upon-Avon, volvemos a ver a Shakespeare a contraluz, convertido de nuevo en una figura oscura, casi fantasmagórica, que establece un breve diálogo con un niño, Hamnet (Sam Ellis), el hijo del dramaturgo, que, como pronto sabremos, es el auténtico “fantasma” presente en dichas escenas, habida cuenta de que el único hijo varón de Shakespeare falleció en extrañas circunstancias a la tierna edad de 11 años en 1585. Hay que reconocer que el arranque de El último acto es poderoso, harto prometedor. Por desgracia, y sin ser ni mucho menos una película despreciable, el film no da todo lo que promete, sin por ello dejar de erigirse en una pieza insólita en el conjunto de la tan atractiva como irregular trayectoria de Branagh como realizador.
 



En este sentido, los resultados de El último acto están en consonancia con sus intenciones, que no son otras sino ofrecer un relato intimista que no pretende ser el retrato definitivo sobre el-dramaturgo-más-grande-de-todos-los-tiempos, sino arrojar una aguda digresión psicológica, no exenta de amargura, sobre sus últimos años de existencia, mostrándolo como un hombre atormentado por la muerte prematura de su hijo Hamnet, y por su complicada relación con su esposa, Anne Hathaway (Judi Dench), y sus dos hijas, Judith (Kathryn Wilder) y Susanna (Lydia Wilson). Por tanto, el Shakespeare de El último acto no es aquí el padre de Hamlet, sino el padre de Hamnet, un escritor de éxito que, a pesar de ello, es consciente de que ha desperdiciado otras parcelas de su vida, entre ellas, la educación de unos hijos a los que en el fondo nunca conoció en profundidad.



A modo de paréntesis entre sus películas hollywoodenses (Morir todavía, Thor, Jack Ryan: Operación Sombra, Cenicienta, Artemis Fowl, su trilogía sobre Hercule Poirot a partir de Agatha Christie), El último acto se revela un film pequeño y sencillo, en el cual abundan las escenas de corta duración, muchas de ellas resueltas en un único plano o con escasos cortes, por más que afloren en el conjunto algunos notables encuadres de larga duración, casi en plano-secuencia. Sorprende esa modestia visual y narrativa viniendo de un cineasta capaz de firmar obras formalmente tan exuberantes como la todavía incomprendida Frankenstein de Mary Shelley o su versión de La flauta mágica, hasta el punto de que casi podríamos decir que El último acto no es una película suya, o al menos no es una película que responda a la imagen más estereotipada que se ha creado alrededor de su cine, a pesar de la presencia de Shakespeare, de intérpretes amigos o afines a su mundo creativo como Judi Dench y Ian McKellen, o de una bella partitura para piano y orquesta a cargo del gran Patrick Doyle.

 


Fantasía de repertorio

No hace falta ser un lince para darse cuenta, a simple vista, de que, dentro del conjunto de la filmografía de Kenneth Branagh como director, Artemis Fowl (ídem, 2020) se encuadra en el sector más, teóricamente, comercial y hollywoodense de aquélla (las antes mencionadas Morir todavía, Thor, Jack Ryan: Operación Sombra, Cenicienta, sus adaptaciones de Agatha Christie), y más lejos, por tanto, de las películas que en su momento cimentaron su cada vez más depauperado prestigio como realizador, formado principalmente por sus lecturas/adaptaciones de obras de William Shakespeare (Enrique V, Mucho ruido y pocas nueces, Hamlet, Trabajos de amor perdidos, As You Like It), Mary Shelley (Frankenstein de Mary Shelley) o Mozart (La flauta mágica), alternadas con pequeños films de corte intimista y casi familiar (Los amigos de Peter, En lo más crudo del crudo invierno, La huella o El último acto). En esta ocasión, Branagh trabaja de nuevo para Disney después de su más bien tediosa versión de Cenicienta, ofreciendo en esta ocasión una adaptación del personaje creado por el escritor irlandés Eoin Colfer, autor de una saga de novelas de aventuras fantásticas de corte infantil-juvenil de la cual la película de Branagh es una mezcla de las tramas de los dos primeros volúmenes, Artemis Fowl 1: El mundo subterráneo (2001) y Artemis Fowl 2: Encuentro en el Ártico (2002), editados en nuestro país por Mondadori.



Más que una mala película Artemis Fowl es, sobre todo, un film anodino, habida cuenta de que prácticamente nada lo identifica como una película propia del Kenneth Branagh director, más allá de la presencia en el elenco de una actriz en parte vinculada a la tradición cinematográfico-shakespeariana como Judi Dench, de la audición en la pista de sonido de una nueva partitura del siempre excelente Patrick Doyle, o de un recurso de puesta en imágenes que hace pensar en la mencionada (y subvalorada) Morir todavía: los planos en blanco y negro que ilustran el interrogatorio por parte de la policía al “enano gigante” Mulch Diggums (Josh Gad), que se alternan con las escenas en color que se corresponden, a su vez, con los flashbacks que ilustran visualmente el relato oral de este personaje. La trama, que descrita a grandes rasgos se diría una mezcla de las franquicias Harry Potter y El Señor de los Anillos/El hobbit, oferta un tan atractivo como superficial repertorio de hadas, troles, poderes mágicos y fuerzas ocultas, dentro de un conjunto adornado, además, por unos magníficos efectos visuales, pero carente, en sus líneas generales, de auténtica magia. La buena labor de los intérpretes, y algunos momentos logrados, como la pelea contra el gigantesco trol dentro de la mansión de los Fowl, tampoco compensan la sensación de rutina que desprende un film que se deja ver con la misma facilidad con la que luego se olvida.


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