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viernes, 2 de febrero de 2024

El vals de Mefistófeles: “SATÁN, MON AMOUR!”, de PAUL WENDKOS



Es curioso que el grueso de la trama de Satán, mon amour! (The Mephisto Waltz, 1971, a.k.a. Satan’s Transplant) gire alrededor de la música para piano y de personajes que saben tocar con virtuosismo este instrumento; o que, sin ir más lejos, este film de Paul Wendkos tome su título original inglés de las piezas homónimas para piano de Franz Liszt (cuatro valses compuestos entre 1859 y 1885), así como de la novela homónima de Fred Mustard Stewart en la que se inspira, originalmente publicada en los EE.UU. en 1969 y editada en España como El vals Mefisto (la edición española más antigua que he localizado es la de Plaza & Janés. Barcelona, 1973). Lo digo porque, a pesar de ello, en los títulos de crédito iniciales, adornados por una partitura a cargo de Jerry Goldsmith, suena sobre todo el violín, instrumento tradicionalmente vinculado al diablo, como saben los que conocen la leyenda que rodea a la inspiración de la sonata para violín en sol menor de Giuseppe Tartini El trino del diablo (1713), famosa por formar parte del repertorio del asimismo popularmente conocido como “el violinista del diablo” Niccolò Paganini; o, sin salirnos del ámbito cinematográfico, la habilidad como violinista del diablo encarnado por Jack Nicholson en la lectura llevada a cabo por George Miller de la novela de John Updike Las brujas de Eastwick (1).



A falta de haber leído el libro de Fred Mustard Stewart, adaptado para la ocasión por el guionista Ben Maddow, la trama de Satán, mon amour! –raro título español inspirado, al parecer, por el que tuvo la película en Francia– arranca a partir del momento que el periodista musical y expianista Myles Clarkson (Alan Alda) consigue una entrevista con el excéntrico concertista de piano Duncan Ely (Curd Jürgens), considerado el mejor del mundo. Sorprendentemente, Ely se fija en las manos “de pianista” de Myles y le propone que retome la práctica de tocar el piano, pues ve en él potencial para que se convierta en un gran intérprete y en cierto sentido, y bajo su mecenazgo, su sucesor. La noticia altera a la esposa de Myles, Paula (Jacqueline Bisset), a quien, una vez pasada la agradable sorpresa inicial, el misterioso entorno de Ely empezará a inquietarla cada vez más y más; sobre todo, a partir del momento en que percibe algo diabólico en el apadrinamiento de Myles por parte de Ely, o en la perturbadora relación que este último, viudo, mantiene con su hija Roxanne (Barbara Parkins), la cual suele hacerse acompañar por un perro negro que no para de gruñir y enseñar los dientes amenazadoramente cada vez que se encuentra con Paula (y a la que, previsiblemente, acabará atacando): la escena en la que Paula ve a Ely y Roxanne besándose incestuosamente en la boca durante una fiesta es el primer indicio.



Paul Wendkos, realizador de profusa filmografía principalmente televisiva (111 títulos), pero que llevó a cabo algunas incursiones en diversos géneros para lo que antes se conocía como “gran pantalla” (cuando los dinosaurios dominaban la Tierra, vamos), resuelve Satán, mon amour! mediante una puesta en imágenes muy enfática, característica de buena parte del cine comercial del momento: la película es un despliegue de recursos coyunturales, en particular, en materia de sobreabundancia de planos con zoom y ojo de pez, y un tratamiento fotográfico muy típico de la época, sobre todo en las así llamadas “escenas oníricas”, en virtud del cual los objetos metálicos hacen brillos en forma de cruz (lo cual, bien mirado, quizás estaba hecho con segundas, dado el contenido satánico de la trama), pero que no consiguen sino empobrecer un argumento con posibilidades. Secuencias como la del baile de máscaras en la mansión de Ely, o las escenas “de pesadilla” en las cuales Paula sueña con Ely y sus diabólicos planes, marcan a fuego el momento de la realización del film, y no para bien (que es una manera elegante de decir que la película ha envejecido mal). Tampoco resultan convincentes, a nivel de guion, ni el proceso de conversión de Myles en un trasunto de Ely a medida que el alma de este último va apoderándose del cuerpo del primero, ni aquél en virtud del cual Paula acaba dándose cuenta de la conspiración demoníaca en la que ha caído su esposo, en no poca medida por culpa de la escasa convicción dramática de Jacqueline Bisset, patente sobre todo en las escenas en las que su propia hija y de Myles, la pequeña Abby (Pamelyn Ferdin), pierde la vida por culpa de la conspiración de Ely y Roxanne: más afortunada en otras ocasiones, aquí la actriz británica no expresa en ningún momento el inmenso dolor que se supone debería provocarle semejante tragedia. Tampoco convence el personaje, que se diría metido con calzador, de Bill Delancey (Bradford Dillman, aquí acreditado como Brad Dillman), un exmarido de Roxanne que no tiene otra función que proporcionarle a Paula –y, de paso, al espectador– información adicional sobre su exesposa y el padre de esta última, antes de –cómo no– fallecer de forma, igualmente, misteriosa.



Ello no obsta para que hagan acto de presencia algunos aspectos dignos de estima, incluso en medio de sus peores instantes, como el del mencionado baile de máscaras: Roxanne se pasea entre los invitados con su perro, el cual tiene la cabeza cubierta con una enorme máscara de goma que simula ser una cabeza humana (sic), en una imagen que parece un anticipo de un extraño momento de la excelente La invasión de los ultracuerpos (Invasion of the Body Snatchers, 1978, Philip Kaufman). Ely tiene su estudio decorado con una serie de máscaras funerarias de yeso que, como finalmente adivinaremos, no son sino los rostros de las distintas encarnaciones humanas que Ely ha ido adoptando con el paso de los años y en virtud de su pacto con el diablo: tras fallecer en circunstancias misteriosas, se coloca sobre la cara del cadáver de Ely una máscara de yeso del rostro de Myles, destinada a engrosar la macabra colección de mascarillas, mientras el espíritu de Ely ha tomado ya posesión del cuerpo de Myles. Pero si por algo merece ser recordada Satán, mon amour!, a pesar de sus endebles resultados, es por la que me parece una de las mejores secuencias de invocación satánica que he visto nunca en una película fantástica: la que lleva a cabo una desesperada Paula, dispuesta a todo con tal de frustrar los planes de Ely y Roxanne y de recuperar a su marido. A solas en una habitación y de noche, una semidesnuda Paula lee un texto de invocación del diablo en un viejo volumen; le acompañan unas velas negras y el viento que entra por la ventana moviendo las cortinas; de repente, se oyen unos pasos, e intuimos la presencia de alguien detrás de la puerta; Paul Wendkos mantiene un plano medio sobre Paula y, sin apartar la cámara ni caer en la tentación de insertar un contraplano, vemos cómo el rostro de la mujer se ilumina, alumbrado por la luz que entra por la puerta que está abriendo ese “alguien”, y que a continuación proyecta encima de ella su siniestra sombra, mientras Paula, con el rostro demudado por el horror de lo que está viendo en fuera de campo, le dice al recién llegado que quiere pactar con él… Un momento extraordinario para un film, por lo demás, discreto, cuando no mediocre, lo cual no deja de ser una pena, porque sobre el papel tenía, tiene, un gran potencial.



(1) https://elcineseguntfv.blogspot.com/2014/08/de-john-updike-george-miller-las-brujas.html 


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