La mujer de paja (Woman of Straw, 1964) está basada en La femme de paille (1954), una novela de la escritora parisina Pierrette Pernot (n. 1924) escrita bajo su seudónimo habitual, Catherine Arley. Autora prácticamente desconocida en España –salvo error del que suscribe, el único de sus libros publicado entre nosotros, o al menos el único del que he podido encontrar referencias, es Le talión (1962), aquí titulado La ley del talión (RBA/Molino)–, Catherine Arley disfrutó de cierta popularidad como escritora de novelas románticas y de misterio, labor a la que se dedicó desde principios de los años cincuenta, a partir de la publicación de su primera obra, Tu vas mourir (1953), tras haber abandonado una discreta trayectoria profesional previa como actriz de teatro y cine (intervino en cuatro películas escasamente conocidas entre 1948 y 1952). Arley publicó novelas y cuentos hasta principios de los años setenta –su último libro sería el volumen de relatos Le fait du prince (1973)–, y sus obras han conocido diversas adaptaciones para cine y televisión: aparte de La mujer de paja, anotemos la existencia de Blondy (1976), de Sergio Gobbi –adaptación de Duel au premier cantó/Blondie, uno de los cuentos contenidos en Le fait du prince–, y, curiosamente, diversas versiones para la televisión francesa, y sobre todo la japonesa (sic), de La ley del talión, y de los cuentos L’amour à la carte/À cloche-coeur y L’Enfer, pourquoi pas!, también incluidos en Le fait du prince, y Vingt millions et une sardine, este contenido a su vez en el volumen Les Valets d’épée (1968).
Pese a todo, la obra más conocida de Arley a nivel internacional sigue siendo La femme de paille, objeto no solo de la película que aquí nos ocupa como de otras tres adaptaciones para televisión: un telefilm francés de 1976 –basado, a su vez, en la propia versión teatral de su novela que Arley estrenó ese mismo año–, y otro nipón de 2001, amén de una serie entera asimismo japonesa, y de 65 episodios, realizada en 2006. La femme de paille fue la segunda novela de su autora y la más difícil de publicar, dado que fue rechazada por todas las editoriales francesas a las que fue ofrecida, siendo finalmente publicada, con gran éxito, por una editorial suiza. Diez años más tarde, el libro sería objeto de su primera y más famosa adaptación audiovisual, a cargo del productor británico Michael Relph, colaborador habitual del director Basil Dearden, en la que sería la segunda de sus tres películas conjuntas realizadas en la década de los sesenta bajo el sello Michael Relph Productions (Novus) –junto con El extraño caso del doctor Longman (The Mind Benders, 1963) y Agentes dobles (Masquerade, 1965)–, y con distribución en el Reino Unido, los Estados Unidos y a nivel internacional a cargo de United Artists.
A partir de un guion escrito por el alemán Robert Muller y el canadiense Stanley Mann, amén de una reescritura no acreditada a cargo del propio Michael Relph (y a falta, claro está, de conocer por mí mismo la novela de Catherine Arley), La mujer de paja es un relato de arribismo –temática muy británica, por cierto– que gira en torno al plan que han urdido Maria Marcello (Gina Lollobrigida) y Anthony Richmond (Sean Connery) para hacerse con la fortuna del iracundo tío del segundo, Charles Richmond (Ralph Richardson). Este, viudo y gravemente enfermo desde hace tiempo, lo cual le obliga a desplazarse en silla de ruedas y a recibir cuidados prácticamente las veinticuatro horas del día, contrata como enfermera a Maria a través de su sobrino Anthony. Charles es un hombre arisco y amargado, un duro y grandilocuente hombre de negocios –escucha a todo volumen grabaciones de Beethoven y Berlioz– que practica el despotismo a su alrededor, maltratando a la servidumbre y despreciando a su propio sobrino y único heredero, en el cual tan solo ve a un vago y un vividor que está esperando, cual buitre, a que él cierre los ojos para poder apropiarse de su riqueza. Y ocurre algo inesperado: Anthony y el viejo y enfermo Charles se enamoran de Maria; esta y Anthony no tardan en devenir amantes, pero más adelante, durante un viaje en crucero a Mallorca, es Charles quien pide a Maria en matrimonio; el impaciente Anthony ve en ello una gran oportunidad para hacerse con la fortuna de su tío a través de su relación íntima con Maria; la joven accede a la boda, hasta que otro hecho fortuito –la muerte, aparentemente a causa de su enfermedad, de Charles– no hace sino poner al descubierto que Anthony no piensa incluir en sus planes de futuro a Maria…
La mujer de paja no se encuentra entre lo mejor realizado por Basil Dearden en esa década –a mi entender no está, ni por asomo, a la altura de los que para mí son sus mejores trabajos: Objetivo: Banco de Inglaterra (The League of Gentlemen, 1960), Víctima (Victim, 1961) o Kartum (Khartoum, 1966)–, por más que tampoco sea un film despreciable. Pese a todo, hace gala de una carencia de intensidad dramática que lo perjudica tratándose, como se trata, de una historia repleta de odio, egoísmo, intereses creados, codicia, sexualidad latente y, finalmente, un asesinato que se pretende hacer pasar por un ataque cardíaco. Los aproximadamente dos primeros tercios del relato se sostienen aceptablemente bien sobre una, como siempre, magnífica interpretación de Ralph Richardson en el papel de Charles Richmond, ese millonario cruel y egocéntrico capaz de cosas tan reprobables como tratar literalmente como a perros a sus dos criados negros, los hermanos Thomas (Johnny Sekka) y Fenton (Danny Daniels), acompañando ese maltrato con abundantes comentarios racistas; o, incluso, mirar con sádico regocijo cómo el citado Fenton está a punto de ahogarse, tras haber caído al mar desde su yate por culpa del empecinamiento del propio Charles de atravesar una tormenta en vez de regresar a puerto. Pero, a pesar del gran actor británico –en una línea similar a la de sus prestaciones no menos brillantes para La heredera (The Heiress, 1949, William Wyler) o La barrera del sonido (The Sound Barrier, 1952, David Lean)–, tampoco termina de resultar coherente que el personaje sea capaz en un momento dado, aunque sea “ablandado” por lo que parece su amor sincero hacia Maria, de demostrar una inesperada sensibilidad, hasta el punto de conmover a esta última con la confesión de su soledad: Charles, en el fondo, no es “un monstruo”, sino un hombre atormentado por su dolencia física y, sobre todo, por la pérdida de su primera esposa hace veinte años, a la que amó con locura.
Richardson aparte, bien secundado por un excelente Sean Connery, aquí sorprendido en plena etapa “bondiana” –el actor escocés rodó La mujer de paja entre Desde Rusia con amor (From Russia with Love, 1963, Terence Young) y James Bond contra Goldfinger (Goldfinger, 1964, Guy Hamilton), si bien antes de esta última intervino en la brillante Marnie, la ladrona (Marnie, 1964), de Alfred Hitchcock–, y por una esforzada Gina Lollobrigida –por más que no falten sus consabidas escenas en camisón–, La mujer de paja no termina de funcionar ni como melodrama ni como thriller. Hay momentos en que se insinúa que Charles consiente tácitamente que Maria y Anthony sean amantes a sus espaldas porque sabe que, por culpa de su dolencia, es incapaz de satisfacer sexualmente a su esposa, pero dicha situación, si bien se apunta, no se desarrolla en profundidad, sin ir más allá de un planteamiento apático.
El último tercio del relato sube en intensidad a partir del momento en que Maria descubre el cadáver de Charles en su camarote del yate (aquí vemos que, en efecto, ella y su esposo duermen en estancias separadas), y accede a llevar a cabo un descabellado plan de Anthony con vistas, dice él, a asegurar que el testamento que su difunto tío ha hecho a favor de su nueva y joven esposa tenga validez legal. El plan consiste en que Maria y Anthony finjan ante los demás que Charles sigue vivo, llevarlo discretamente a su mansión, registrar legalmente su testamento y luego dar la noticia de su fallecimiento, víctima de un ataque al corazón. Se plantea así una tensa situación cargada de una malévola atmósfera de insania: el mejor momento consiste en ese inquietante primer plano del cadáver de Charles, sentado en su silla de ruedas, cuyo rostro queda al descubierto a medida que sus gafas de sol van resbalando por su cara, hasta mostrar sus ojos muertos, como si miraran “acusadoramente” a María; una imagen que vuelve a hacer válido ese axioma que afirma que un primer plano de un rostro es más obsceno que un primer plano de un sexo. Otro buen momento es el sobresalto de Maria en el camarote de Charles cuando, de repente, oye la música que tanto amaba Charles sonando de nuevo: es Anthony quien la ha activado, diciéndole a Maria: “Recuerda que Charles está vivo…”. Pero, a pesar del “suspense” que se produce a partir de ese momento, y que se acentúa con la introducción en el relato de un insidioso agente de policía –el inspector Lomer (el no menos excelente Alexander Knox)–, y con la sutil ironía que imprime Connery a su personaje de cínico arribista que ha planeado la inculpación de Maria del asesinato por envenenamiento de Charles, el resultado termina siendo insatisfactorio, además de excesivamente retórico en su visualización de una especie de “justicia poética”: Anthony muere al intentar escapar de la policía, rodando brutalmente escaleras abajo tras tropezar con la silla de ruedas de su difunto tío que le lanza Thomas para impedir su huida; y Maria, heredera de la fortuna de su marido, pasea en la escena final por los alrededores de la suntuosa mansión Richmond que ahora es de su propiedad, acompañada por Thomas y los fieles perros de su difunto esposo: los mismos que, en las primera escenas, se habían atrevido a ladrar y morder al iracundo millonario necesitado de amor y compañía femenina.
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