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viernes, 10 de abril de 2020

Crónica de la incertidumbre: “ESA CLASE DE MUJER”, de SIDNEY LUMET




Realizada entre Stage Struck (1958), uno de sus primeros largometrajes y de los menos conocidos en España, dado su carácter inédito en cines (si bien se ha emitido por televisión y editado en formato físico con el título de Sed de triunfo), y Piel de serpiente (The Fugitive Kind, 1959), por el contrario uno de sus trabajos más relativamente populares de esa época, el tercer largometraje para el cine de Sidney Lumet, Esa clase de mujer (That Kind of Woman, 1959), vendría a ser, siquiera en parte, una consecuencia de determinada vertiente realista y en sobrio blanco y negro implantada dentro del cine de Hollywood a raíz del éxito de Marty (ídem, 1955), de Delbert Mann. Con guion del blacklisted Walter Bernstein –en su primer trabajo para el cine, si descontamos la labor de adaptación llevada a cabo en el film de Norman Foster Sangre en las manos (Kiss the Blood Off My Hands, 1948), y dejando aparte dos trabajos para televisión–, a partir del relato de Robert Lowry Layover in El Paso (1944), Esa clase de mujer también puede verse, por otro lado, como uno de los vehículos que el productor italiano Carlo Ponti puso al servicio de su esposa, Sophia Loren, de cara a su introducción en el cine de habla inglesa: téngase en cuenta que, a finales de esa misma década de los 50, Loren intervino en poco tiempo en películas como La sirena y el delfín (Boy on a Dolphin, 1957), de Jean Negulesco, Orgullo y pasión (The Pride and the Passion, 1957), de Stanley Kramer, Arenas de muerte (Legend of the Lost, 1957), de Henry Hathaway, Deseo bajo los olmos (Desire Under the Elms, 1958), de Delbert Mann, La llave (The Key, 1958), de Carol Reed, Orquídea negra (The Black Orchid, 1958), de Martin Ritt, y Cintia (Houseboat, 1958), de Melville Shavelson. No obstante, el (excelente) registro dramático que la actriz presenta en Esa clase de mujer está más cerca de sus papeles para las citadas Deseo bajo los olmos, La llave y Orquídea negra que de los roles de maggiorata que cimentaron su popularidad a ambos lados del Atlántico.


Esa clase de mujer es casi un film de tesis que adopta los ropajes del así llamado melodrama romántico para elaborar, sobre la base de este patrón narrativo, una crónica sobre la incertidumbre desarrollada a su vez alrededor de otra convención dramática: la del “amor imposible”. Nos hallamos en Miami, a un año de la conclusión de la Segunda Guerra Mundial. Caterina (Sophia Loren), una emigrante italiana cuyo nombre ha sido convenientemente “americanizado” (simplificado) como Kay, y su amiga Jane (Barbara Nichols), toman un tren a Nueva York, viajando “escoltadas” por Harry Corwin (Keenan Wynn). Aunque la palabra “prostitución” nunca se menciona a lo largo del relato, está muy claro desde el principio que Kay y Jane son las “amiguitas” de quienes pagan por sus costosos “servicios” (son jóvenes y bellas, ergo, caras), y que esperan que Harry las escolte hasta Nueva York para servírselas en bandeja. Pero resulta que, una vez en el tren, Kay y Jane conocen a dos soldados de permiso, Red (Tab Hunter) y Kelly (Jack Warden), y se relacionan con ellos. Se produce así un claro efecto de contraste por partida doble; están, por un lado, las diferencias existentes entre Kay y Jane pese a su amistad, y por otro, las que se producen entre Red y Kelly a pesar, asimismo, del afecto mutuo que se profesan. Kay es una mujer endurecida y pragmática, consciente de su belleza, de que “gusta a los hombres”, y dispuesta a sacar provecho de ello para “subir” en la así llamada escala social; en cambio, Jane, más dulce y sentimental, se aferra a su “oficio” como única manera de sobrevivir (hay un momento en que confiesa que le gustaría que la guerra no acabase nunca: que siempre hubiera soldados y oficiales de permiso, desesperados por tener cualquier compañía femenina, porque de este modo ella tendría garantizado el sustento…). Por su parte, Red es un joven noble e ingenuo, al que la guerra todavía no ha conseguido estropear su pureza de sentimientos, mientras que Kelly es, en cierto sentido, el equivalente masculino de Kay: el soldado pragmático, bebedor y algo pendenciero, que saborea la vida a cada segundo porque sabe que la muerte puede estar esperándole tan pronto como termine su permiso y tenga que volver al frente. Sin embargo, y como si se cumpliera aquello de que los extremos se atraen, la dura Kay y el ingenuo Red se enamoran, mientras que, por su parte, los antitéticos Jane y Kelly acaban formando pareja.


El conflicto dramático gira en torno a la “imposibilidad” del amor entre Kay y Red, y en cierto modo, también el de Jane y Kelly. Kay es consciente de la ingenuidad de Red, así como de la pureza sin mácula de su amor, pero sabe que junto a él le aguarda una existencia modesta y sin grandes alicientes para una emigrante que llegó a los Estados Unidos con una mano delante y otra detrás, hasta que descubrió –como ella misma explica– que sabía “complacer a los hombres”. Más aún: en Nueva York la está esperando un amante maduro pero muy adinerado, al que sencilla y simbólicamente conoceremos como “El Hombre” (George Sanders), quien le ofrece todo aquello que Red jamás podrá darle: lujo y seguridad económica de por vida, pero sin amor. Algo parecido ocurre entre Jane y Kelly: este último es consciente de que la primera se gana el pan a base de acostarse con hombres adinerados, de que en Nueva York también la está esperando un amante maduro-pero-rico que es amigo de “El Hombre” –un viejo general del ejército (Raymond Bramley, no acreditado)–, y que puede darle a Jane el confort que él jamás podrá proporcionarle en el supuesto de que logre sobrevivir a la guerra, de ahí que llegue a animarla a que, tan pronto como él termine su permiso y regrese a su destacamento, ella aproveche para irse con el general. Como decía líneas atrás, Esa clase de mujer acaba siendo una digresión en torno a la incertidumbre: Kay ama a Red pero tiene miedo de irse con él porque ignora hasta qué punto podrá ser feliz a su lado, y duda entre Red y la seguridad sin felicidad que le brinda “El Hombre”; este último comprende que Kay, que todavía es muy joven (24 años), se sienta atraída por un hombre, Red, que le ofrece lo único que él no puede darle: “juventud, coraje y fe” (sic); y si, por su parte, Kelly renuncia al amor que intuye está creciendo en Jane hacia su persona es porque esa misma incertidumbre le obliga a ello: ¿para qué amar a alguien cuya vida puedes destrozar si tú pierdes la tuya en el campo de batalla a la semana siguiente?


Sidney Lumet construye esta crónica marcada por el amor y el desamor valiéndose de dos de sus mejores cualidades como cineasta. En primer lugar, su talento para la dirección de actores, que con la excepción del siempre imposible Tab Hunter están realmente impresionantes: Sophia Loren brinda una de las mejores interpretaciones dramáticas que le conozco; la malograda Barbara Nichols (prematuramente fallecida en 1976 a los 47 años) demuestra nuevamente que fue una de las mejores y más desaprovechadas actrices de carácter de su generación; y qué decir que no se haya dicho ya sobre Jack Warden, Keenan Wynn y George Sanders, tan magníficos como de costumbre. En segundo lugar, Lumet imprime una mirada frontal sobre los sentimientos y emociones de los personajes, en estrecha combinación con ese talento para la dirección de actores (es decir, ese aprovechamiento del gesto y la mirada del intérprete de cara a conferir fuerza dramática y densidad a los encuadres), lo cual da pie a momentos tan espléndidos como el plano que pone sutilmente en relación y por primera vez a las parejas formadas por Kay y Jane y Red y Kelly en el tren (ese plano general combinado con una suave panorámica que relaciona, como digo, a Kay y Jane sentadas tras la ventana del tren que se pone en marcha con Red y Kelly subiendo en el último momento al vehículo que arranca); y en particular, la magnífica secuencia de la fiesta en el vagón, donde se perfilan los caracteres de todos los personajes implicados en la misma, no solo los cuatro protagonistas sino también el de Harry (que custodia cual sabueso a las chicas sin apenas disimular la envidia que siente hacia “El Hombre” que le paga por ese servicio de escolta, y el deseo reprimido que siente hacia Kay, del cual esta última es plenamente consciente y del cual se aprovecha para humillarle a la menor ocasión). A pesar de ello, Esa clase de mujer no termina de desprenderse de ese tono de “film de tesis” que la impregna casi a cada instante, lo cual le impide tener toda la fuerza dramática que parece pedir a gritos y no acaba de alcanzar, salvo en los momentos mencionados y algún otro.


Llama la atención, empero, la manera sutil como Lumet introduce pequeños apuntes de amargura en la conclusión de un relato que se acerca peligrosamente a la convención del “final feliz”, pero sin caer en ella por completo. Véase al respecto, y dentro del último tercio del relato, cómo Lumet cierra de manera casi idéntica las escenas en que, primero, Kelly se despide en la estación de tren de Red (quien ha estado esperando hasta el último momento que Kay acuda allí para reunirse con él y viajar a Vermont para conocer a su familia); y luego, el reencuentro de Kay y Red en el tren, que la primera ha conseguido abordar in extremis yendo en taxi hasta otra parada del transporte. Cuando Red y Kelly se separan, la cámara, situada en plano medio, retrocede en travelling hasta plano general, destacando así la soledad del personaje de Kelly, como resultado de su elección vital de no involucrarse con nadie. Después, la cámara también retrocede en travelling sobre la imagen de Kay y Red abrazados en el vagón de tren y sin mediar palabra: las lágrimas de la mujer no parecen tanto de felicidad por haber elegido al amor de su vida, como de conciencia de que está cambiando una situación de dependencia (hacia “El Hombre”) por otra (hacia Red): de que, en el fondo, tanto una decisión como otra implica, en cierto modo, “prostituirse”. 
 






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