Hablar
de televisión, entendiendo por tal la producción de ficción que se elabora
expresamente para la misma en forma de serie (emisión por temporadas) o de
miniserie (emisión de una única temporada), hace tiempo que ha dejado de estar
considerado algo culturalmente irrelevante en comparación con el cine. El actual
boom de las series de televisión
norteamericanas de estos últimos años, impulsado por el éxito de Perdidos (Lost, 2004-2010) y cuyo cenit
es en estos momentos Juego de tronos
(Game of Thrones, 2011- ), ha acabado convirtiendo en obsoleto la utilización
del adjetivo “televisivo” como algo peyorativo. Desde los años setenta y hasta
hace muy poco, muchos críticos de cine españoles –como siempre, hablo de lo que
conozco– solían despachar una película hecha
para el cine calificándola como “televisiva”, o de “estilo televisivo”,
cuando lo que pretendían decir de la misma era que se trataba de una producción
realizada con un estilo rutinario, o dicho con otros tropos típicos de la
crítica, con un estilo “funcional”, “académico” o “de manual”, refiriéndose así
a films rodados de manera insípida e impersonal. Si bien ahora mismo no lo
recuerdo –casi treinta años escribiendo sobre cine facilitan estos “tapones”
mentales–, estoy seguro de que yo utilicé en más de una ocasión el adjetivo
“televisivo” para tildar así a alguna mala película. Pero en estos momentos
está muy claro que decir de un film que es “televisivo” ha perdido su razón de
ser, habida cuenta de que dicho adjetivo se ha visto vaciado de sus
connotaciones negativas con el paso del tiempo.
La
televisión o, mejor dicho, las series de ficción para la televisión están
atravesando al entender de muchos una “Edad de Oro” que se justifica en base a
muchas y muy variadas razones, sobre las cuales no vamos a profundizar
demasiado pero que vamos a dejar apuntadas. Uno de los primeros argumentos, que
tiene ya muchos años pero que sigue repitiéndose con frecuencia hoy en día como
si se hubiese inventado ayer, es que las actuales series de televisión hacen
gala de un nivel de calidad artística superior al de las producciones para el
cine, sobre todo las de Hollywood. Otro es el que afirma que las series
permiten desarrollar en profundidad las tramas argumentales gracias a que
disponen de un metraje mucho mayor que el de las producciones hechas para el
cine; sin ir más lejos, cada temporada de Juego
de tronos dura alrededor de diez horas, repartidas en otros tantos
episodios de unos 50-60 minutos cada uno, y sus actuales seis temporadas ya
suponen, por tanto, unas 60 horas de intriga: ni siquiera Andy Warhol llegó tan
lejos. Un tercer argumento reside en que muchas de las actuales series de
televisión estadounidenses abordan temáticas “adultas” que probablemente no
tendrían viabilidad comercial si fueran hechas para el cine, sobre todo si
fueran carísimas producciones hollywoodienses,
porque no encontrarían un público masivo que garantizara su rentabilidad. El
cuarto argumento a favor de la televisión contemporánea consiste en la
facilidad de acceso a los contenidos televisivos: es el caso, por ejemplo, de
la posibilidad de ver todas las temporadas de una serie de forma simultánea a
su emisión en los Estados Unidos gracias a su disponibilidad inmediata en
plataformas como Netflix o HBO España, por no hablar de la posibilidad de
verlas en artilugios portátiles domésticos, lo cual redunda en detrimento de la
asistencia a salas para ir a ver películas hechas para el cine, situación que
en España hace tiempo que ha alcanzado extremos alarmantes de cara a la
continuidad a medio o largo plazo de la exhibición cinematográfica en nuestro
país (por no hablar, claro está, del tristemente célebre, y muy gravoso, “IVA
cultural”, expresión que, ya de por sí, es de una imbecilidad apabullante). Todas
estas cuestiones no deben asimilarse como un axioma intocable, unas tablas de
la ley televisiva grabadas en piedra por el showrunner
de turno: hay que irlo viendo caso por caso.
Desde
luego que hay muchas series de televisión que son mejores que Independence Day: Contraataque, por
poner un ejemplo sencillo, aunque quizá ya no hay tantas que superen La llegada o Historia de una pasión, aunque todo depende del prisma, ergo, nivel
de exigencia, de cada uno. Por otro lado, que una serie de televisión disponga
de más horas para desarrollar una trama que una película para el cine más o
menos estándar de alrededor de 120 minutos de duración tampoco significa, necesariamente,
que sea mejor; dependerá, asimismo, de qué manera, con qué talento, se llenan
esas horas, o, mejor dicho, de si verdaderamente se llenan, o de si se limitan a rellenarlas.
Resulta asimismo discutible la consideración de qué es una temática “adulta” y
qué no lo es, y sobre todo, la extendida idea de que las temáticas para adultos
solo se encuentran ahora en la televisión y que las más ligeras se reservan
exclusivamente para el cine, pues si bien es verdad que series como Breaking Bad o House of Cards hacen gala de un nivel de exigencia intelectual
indiscutiblemente superior al que puedan demandar producciones cinematográficas
como Un espía y medio (es otro
ejemplo fácil, lo reconozco), no es menos cierto que también hay mucha
producción de ficción televisiva de corte familiar, cuando no directamente
pueril y simplona (cf. las series en imagen real del Disney Channel). Como ya
hemos apuntado líneas arriba, conviene no generalizar. En cuanto a la rapidez
de su disponibilidad, tampoco hay en ello el menor signo de calidad artística
distintiva respecto al cine, sino una mera cuestión técnica que permite saciar
el hambre de producción seriada por parte de un público condicionado. De hecho, el consumo voraz de series de televisión,
esa perenne necesidad de “estar al día” de tal o cual serie o de tal o cual
temporada de la misma, responde a una estrategia comercial, si me apuran, más
manipuladora que las del cine de Hollywood, en cuanto se basa en una teórica
“libertad de elección”, un mírala-cuando-quieras-dónde-quieras-y-como-quieras
(pero-mírala…) que no es sino una incitación al consumo pura y dura. Con
independencia, claro está, de la validez de las producciones que cine y
televisión puedan proponer.
Todo
el mundo habla mucho de las actuales series de televisión norteamericanas, pero
a pesar de eso dudo mucho de que exista una auténtica cultura televisiva. En
primer lugar, a todos se les llena la boca alabando las excelencias de la
producción serial televisiva de los Estados Unidos: Juego de tronos, Breaking Bad,
Los Soprano, Boardwalk Empire, House of
Cards, 24, Stranger Things, Orange Is
the New Black, etc., etc. Parece como si no se hiciera televisión en ningún
otro lugar del planeta. Naturalmente, algunos saltarán deprisa, diciendo que
también hay muchas buenas series de televisión en el Reino Unido: Sherlock, Downton Abbey, Wallander…
Incluso en España se ha hecho una serie que goza de un estatus “de culto”
equiparable al de las mencionadas, por más que sea principalmente a nivel
nacional: El Ministerio del Tiempo.
Puestos a rebuscar, no faltará quien reivindicará las excelencias de series
“exóticas” como la coproducción nórdica The
Killing (Forbrydelsen, 2007-2012) –a pesar de que, probablemente, sean
muchos más quienes conozcan su remake
estadounidense (2011-2014)–, la danesa Borgen
(ídem, 2010-2013) o la francesa Les
revenants (ídem, 2012-2015). Pero tan solo son excepciones que confirman la
regla.
Con
ello no pretendo afirmar lo contrario, que la producción televisiva
norteamericana es mala, y la de fuera de los Estados Unidos, buena; dejo esas
simplificaciones para los dogmáticos de salón. Lo que insinúo es que la
televisión estadounidense ha creado a nivel internacional un monopolio
equivalente o en ciertos aspectos superior al del cine, de manera que se ha
convertido, o está a punto de convertirse, en el epítome de la televisión “de
calidad”. Comprendo que haya quien afirme que eso es así, sencillamente, porque
se lo merece. Ya he dicho que no niego el alto nivel de calidad de la actual
televisión made in USA: lo que niego
es que tenga que ser, necesariamente, el modelo a seguir, la pauta a imitar, el
canon a adoptar en materia de producción dramática serial para televisión.
Exactamente lo mismo que ocurre, a nivel cinematográfico, con Hollywood. Por
otro lado, me parece una enorme falta de rigor, rozando directamente la
hipocresía, la actitud de quienes alaban la actual producción para televisión
norteamericana contraponiéndola a la actual producción para cine asimismo
estadounidense, cuando a la hora de la verdad ambas venden prácticamente lo
mismo: una uniformidad del lenguaje del audiovisual. Y, si tanto me apuran, eso
lo hace sobre todo la televisión, donde dicha homogeneidad visual resulta
particularmente llamativa.
Salvo
contadas excepciones, las actuales series de televisión estadounidenses hacen
gala de una uniformidad apabullante a nivel de puesta en escena. Prácticamente
da lo mismo ver un episodio de 24
dirigido por Stephen Hopkins que uno de Juego
de tronos firmado por Alan Taylor: sus estilos visuales tras las cámaras
son casi idénticos. La diferencia, en el caso de los ejemplos escogidos, reside
en la estética particular de las series para las que han trabajado ambos: en 24, el formato semi-documental de un
episodio-una hora de tiempo real (y no del todo, habida cuenta de que esos
sesenta minutos no son exactos, dado que cada episodio dura en realidad unos
cuarenta y cinco); en Juego de tronos,
el tono sombrío marcado por una iluminación tenebrosa y casi expresionista. Se
dirá que ello es mérito de los respectivos showrunners
de ambas series, los cuales son de facto
los auténticos “autores” de las mismas. Y quienes así lo afirman tienen toda la
razón del mundo: la autoría de las series de televisión no pertenece a sus
directores, sino a sus verdaderos responsables, llámeseles “creadores” o showrunners. “Creadores” que, por
cierto, han existido desde siempre, no siendo en absoluto un invento de ahora: ahí
está, por ejemplo, Rod Serling. Otro indicio, si no prueba, de lo afirmado
reside en el hecho de que los realizadores implicados en dichas series casi
nunca han hecho nada de provecho (ergo, bueno) para el cine: ahí están los
citados Hopkins y Taylor; o Rob Bowman, firmante de nada menos que treinta y
cuatro episodios de Expediente X (The
X-Files, 1993-2002/2016), o David Nutter, quien también trabajó en Expediente X y en Juego de tronos, cuyos esporádicos trabajos para el cine han sido
filfas como El imperio del fuego y Elektra en el caso del primero, o como Comportamiento perturbado en el del
segundo, por si alguien todavía las recuerda…
La
ponderación de, si no todas, la mayoría de series de televisión, no pasa en
primera instancia por cuestiones de estilo visual. Se valoran, principalmente,
cuestiones relacionadas con la trama argumental, la descripción de personajes o
la complejidad de determinadas construcciones narrativas (algo patente, por
poner el mismo famoso ejemplo, en Perdidos),
pero las cuestiones de puesta en escena no suelen ir más allá de las ya
mencionadas en relación al planteamiento general estético de la serie vista en
su conjunto, el cual suele ser obra del showrunner
y no del director contratado al efecto. Y eso con independencia de que los
“creadores” sean también los realizadores de los episodios pilotos o de los
primeros episodios, a fin de marcar la pauta a los directores de los
siguientes, caso por ejemplo de J.J. Abrams en la repetidamente mencionada Perdidos, o de Bryan Singer en House. Una práctica que, por cierto,
tampoco es de ahora: recordemos al David Lynch de las dos primeras temporadas
de Twin Peaks (ídem, 1990-1991),
quien ahora ha asumido la realización en solitario de la tercera temporada que
veremos este año.
De
todo ello se deriva algo que resulta paradójico. Claro que no hay una única
manera de ver y apreciar el cine y la televisión, pero si partimos de la base
de que la mejor manera de valorar las cualidades artísticas del cine (o, al
menos, una de las mejores) reside en la ponderación de la calidad de su
lenguaje específico –del mismo modo que valoramos la buena literatura, la buena
música o la buena pintura y escultura gracias a la estimación de sus calidades,
y cualidades, literarias, musicales o plásticas, pues es el lenguaje de cada
una de las artes lo que las distingue específicamente–, este argumento no suele
aplicarse, o como mínimo se aplica con mucho menos rigor, cuando se valoran las
cualidades artísticas de la televisión, cuyos criterios de apreciación oscilan
más hacia los valores temáticos, dramatúrgicos o de estética general. Salvo
honrosas excepciones, no puede evitarse la sensación de que muchos comentarios
críticos sobre series de televisión soslayan los posibles valores de puesta en
escena en beneficio de los otros, como si los relevantes fueran estos últimos y
no los teóricos méritos de realización. Justo lo contrario de lo que suele
ocurrir con el cine, donde en ocasiones se disculpan o se minimizan los
posibles defectos dramatúrgicos o de caracterización de personajes ante el
brillo del trabajo del director tras las cámaras. Para quienes gustamos de
analizar puesta en escena, puesta en imágenes, planificación, movimientos de
cámara, montaje, etc., las actuales series de televisión norteamericanas nos
proporcionan escasas alegrías salvo, vuelvo a insistir, honrosas excepciones. Y
con ello no pretendo, ni mucho menos, sugerir la pertinencia de la
reimplantación del calificativo “televisivo” en sentido peyorativo; un adjetivo
que, en su sentido negativo y tanto ahora como antes, siempre ha sido, y es,
rotundamente injusto, o al menos, inadecuado. Lo que señalo es una paradoja,
consistente en la existencia –vuelvo a repetir: salvo honrosas excepciones– de
un doble rasero crítico a la hora de valorar cine y televisión, en virtud del
cual a la segunda se le disculpan, o se le pasan por alto, aspectos relativos a
expresividad audiovisual que focalizan, si no toda, buena parte de los análisis
en profundidad hechos a las obras cinematográficas; y, a la inversa, en
ocasiones hallamos análisis “temáticos” de las series de televisión que
menoscaban –incluso inconscientemente– al cine, en aras de una supuesta superioridad de contenidos de la
televisión que no suele verse refrendada por un lenguaje audiovisual a la
altura de dicha, y teórica, “superioridad”.
Comprendo
que a esta reflexión que acabo de apuntar se le puede objetar, de entrada, lo
siguiente: cine y televisión se parecen, pero no son, necesariamente, lo mismo.
El cine es cine, y la televisión, televisión. De ahí la diferencia de
lenguajes, y al albur de los mismos, de valoraciones: lo que es bueno para el
cine o, mejor dicho, lo que se considera bueno en cine es la puesta en escena
(ergo, lenguaje, entiendo yo; y, como siempre, quede claro que hablo por mí); y
lo que es bueno para la televisión, o lo que se considera bueno de ella, son
sus contenidos temático-dramatúrgicos. El cine sería realización; y si, encima,
está respaldado por un buen guion, pues mejor. Y la televisión sería guion; si,
además, ese libreto está filmado con solvencia, pues mejor; y si, tal y como ya
hemos apuntado, viene revestido de una estética atractiva, pues mejor todavía…
Pero, ¿esto es así? ¿O, sencillamente, hemos acabado creyéndonos que es así?
En
toda esta discusión hay un error de base que, a pesar de su obviedad, o
precisamente a causa de ella, acostumbra asimismo a soslayarse. Que el cine
existió antes que la televisión. Que, cuando esta nació, el cine llevaba
funcionando en todo el mundo casi medio siglo, y su lenguaje había alcanzado
cotas de sofisticación que, si me apuran –y no lo digo por nostalgia–, su
evolución posterior desde los años cincuenta del pasado siglo y hasta el
momento actual no puede compararse con la extraordinaria vitalidad e innovación
constantes demostradas por el cinematógrafo desde su invención por los Lumière
y hasta el surgimiento de la televisión. Cuando empezó a rodarse ficción
dramática para televisión, la referencia visual de los primeros realizadores
televisivos era, principalmente, el cine; y no solo el cine, sino también una
de las fuentes primigenias del mismo: el teatro, como bien demuestran la existencia
de famosos espacios dramáticos emitidos en vivo y en directo como, por ejemplo,
Studio One (1948-1958). Pero, con
independencia de que el teatro fuese una importante referencia para la
televisión de esa época, y de que, sin salirnos de los EE.UU., con el tiempo se
diera el fenómeno de los realizadores profesionalmente formados en la
televisión que luego dieron “el salto” al cine –cf. la célebre “generación de
la televisión”–, está muy claro que, al principio de su historia y todavía en
la actualidad, la televisión se nutrió y sigue nutriéndose del cine. Baste
recordar, a guisa de ejemplo, la plantilla de realizadores procedentes del cine
que llenaron buena parte de la de la mítica serie de Rod Serling Dimensión desconocida (The Twilight Zone,
1959-1964) –Jacques Tourneur, Mitchell Leisen, John Brahm, Robert Florey,
Joseph M. Newman, Robert Parrish, Don Siegel–; y la participación en
producciones para televisión de cineastas del prestigio de Alfred Hitchcock,
Ingmar Bergman o Roberto Rossellini, y mucho más recientemente, nombres como
los de Lynch, Martin Scorsese, David Fincher, Steven Soderbergh o M. Night
Shyamalan.
¿Qué
el actual cine norteamericano también ha recibido contagios de la televisión?
Por descontado. Cine y televisión no son compartimientos estancos, sino que
siempre han interactuado entre sí. Películas hechas para el cine han sido luego
adaptadas a la televisión: cf. Shaft
(ídem, 1973-1974), a partir de Las noches
rojas de Harlem (Shaft, 1971, Gordon Parks), o la recentísima Westworld (ídem, 2016- ), en base a Almas de metal (Westworld, 1973, Michael
Crichton); y muchas series han conocido sendas versiones para el cine: cf. Los intocables de Eliot Ness, Misión: imposible, Los hombres de Harrelson, Starsky
y Hutch, Los ángeles de Charlie, El Equipo A… ¡Hasta Los vigilantes de la playa! Pero no nos olvidemos que, en cualquier
caso y mal que pese, la fuente primigenia es, sigue siendo y siempre será el
cine. La planificación, el encuadre, el movimiento de cámara, la profundidad de
campo, el montaje, etc., etc., son conceptos del lenguaje cinematográfico que
la televisión ha heredado y, en ocasiones, adaptado en virtud de sus propias
necesidades específicas, que las tiene: cf. la “necesidad”, característica de
la “pequeña pantalla” de la televisión con respecto a la “gran pantalla” de las
salas de exhibición cinematográfica, de potenciar los primeros planos/ planos
medios de los personajes/ intérpretes, en detrimento de los encuadres más
abiertos, los cuales no lucen adecuadamente vistos en una pantalla mucho más
pequeña que la de las salas de cine (por más que la creciente implantación de
receptores domésticos con pantallas de hasta 60 pulgadas está dejando obsoleto
un concepto, el de “pequeña pantalla” aplicado a la televisión, en el fondo no
menos peyorativo que el calificativo “televisivo” en su anticuada acepción
despectiva). [Nota bene: Muchas de
las reflexiones aquí vertidas con respecto a cine y televisión son
perfectamente aplicables a las relaciones entre cine y videojuegos: estos últimos
han tomado del cine muchas estructuras narrativas y convenciones visuales –en
particular, el movimiento de cámara desde el punto de vista subjetivo del
personaje/ jugador–, y a renglón seguido, el cine ha tomado del videojuego la
mecánica narrativa de acción/ reanudación que lo caracteriza, como bien
demuestran películas como Al filo del
mañana/ Edge of Tomorrow, 2014, Doug Liman.]
Llegados
a este punto, resulta imposible eludir una cuestión que nos hemos limitado a
anotar líneas atrás: la inexistencia de una adecuada cultura televisiva. Para
la generación de espectadores venidos al mundo entre la última década del siglo
pasado y la primera del presente, el cine moderno arranca con Pulp Fiction (1992), y la película más
“antigua” que conocen, o que puede que conozcan, acaso sea… La guerra de las galaxias (1977); ya ni
me atrevo a afirmar que es El Padrino
(1972): resulta demasiado “vieja”. Del mismo modo, para esta misma generación,
la televisión actual “nace” con Perdidos,
y con un poco de suerte, a lo mejor han oído hablar, e incluso visto, Twin Peaks y/ o Expediente X. Que no se tome esto como una diatriba contra la
juventud: muchos espectadores/ telespectadores veteranos adolecen del mismo
desinterés/ la misma desinformación hacia el cine y la televisión “antiguos”,
lo cual sin duda alguna es mucho menos injustificable. Y, como ocurre con el
cine, me pregunto: ¿cómo puede verse/ valorarse la actual producción serial
televisiva estadounidense si no se ha visto o por lo menos no se tienen
referencias de series y miniseries que tanto éxito tuvieron en su época, y no
solo en los Estados Unidos sino a nivel internacional, como la ya mencionada Dimensión desconocida, o como Los intocables (The Untouchables,
1959-1963), Bonanza (ídem,
1959-1973), Star Trek (1966-1969 [La conquista del espacio en su primera
emisión en España]), Hawai 5-0
(Hawaii Five-0, 1968-1980) –¿para qué verla, o tan siquiera saber de su
existencia, si ya tenemos la “moderna” (2010- )?–, Colombo (ídem, 1971-2003), Las
calles de San Francisco (The Streets of San Francisco, 1972-1977), Kung Fu (ídem, 1972-1975), Kojak (1973-1978), La casa de la pradera (Little House
on the Prairie, 1974-1983), Hombre
rico, hombre pobre (Rich Man, Poor Man, 1976), Capitanes y reyes (Captains and the Kings, 1976), Raíces (Roots, 1977), Holocausto (Holocausto, 1978) y un
larguísimo etcétera? Por no hablar de Canción
triste de Hill Street (Hill Street Blues, 1981-1987), la serie que, como
comenta Steven Johnson en su libro Everything
Bad Is Good for You: How Today’s Popular Culture Is Actually Making Us Smarter
(2005; edición catalana: Si és dolent
t’ho recomano. Com la cultura de masses ens fa més intel·ligents. Edicions
La Campana, 2009), fue quien implantó en la televisión estadounidense el
moderno concepto de una trama de fondo cuyo desarrollo se va alargando a lo
largo de sucesivos episodios, rompiendo la tradición establecida de que cada
capítulo de una serie debía tener una trama “cerrada”. Algo que hoy damos por
hecho en las series actuales y que resulta que ya se inventó hace más de dos
décadas.
El
agravio comparativo entre la televisión del pasado y la del presente no se
limita al ámbito geográfico estadounidense, por descontado. Ciñéndonos al del
Reino Unido, puede (o debería) ser un descubrimiento placentero para mucha
gente que, dejando aparte series cómicas como Un hombre en casa (Man About the House, 1973-1976) y su spin-off Los Roper (George & Mildred, 1976-1979), o los popularísimos
espacios de humor de Benny Hill, los Monty Python (juntos o por separado), Rik
Mayall y Rowan Atkinson, las islas británicas no solo son el territorio
catódico de Sherlock y Downton Abbey, sino también de otras
adaptaciones de las aventuras de Sherlock Holmes –en particular, las
protagonizadas por Peter Cushing (1968) y Jeremy Brett
(1984-1985/1986-1988/1991-1993/1994)–, El Santo (The Saint, 1962-1969), La
saga de los Forsyte (The Forsyte Saga, 1967-1970), Las seis esposas de Enrique VIII (The Six Wives of Henry VIII,
1970), Ovni (UFO, 1970-1973), Arriba y abajo (Upstairs, Downstairs,
1971-1977), La línea Onedin (The
Onedin Line, 1971-1980), El padre Brown
(Father Brown, 1974), Espacio 1999
(Space: 1999, 1975-1977), Yo, Claudio
(I, Claudius, 1976), Dickens de Londres
(Dickens of London, 1976), Elizabeth R
(ídem, 1971), Poldark (ídem,
1975-1978), William Shakespeare (Will
Shakespeare, 1978), Los Mallen (The
Mallens, 1979-1980), Nosotros, los
acusados (We, the Accused, 1980), Retorno
a Brideshead (Brideshead Revisited, 1981), Los Borgia (The Borgias, 1981), La
joya de la corona (The Jewel in the Crown, 1984), EastEnders (1985- ), y tantas otras de elevada calidad. Agravio que
podríamos extender a la producción serial dramática española para televisión,
pues mucho antes de El Ministerio del
Tiempo existieron, también, Historias
para no dormir (1964-1968/1982) y La
huella del crimen (1985).
Sea
como fuere, ello demuestra que adoptar posiciones maximalistas, en virtud de
las cuales la televisión (y el cine) “de ahora” es la única cosa que vale la
pena recordar/ analizar/ disfrutar, en detrimento de televisión y cine “de
antes”, resulta no ya arriesgado sino inexacto, cuando no improcedente. Con el
debido respeto a David Simon, quien llega al extremo de subtitular su libro
sobre la serie de televisión The Wire:
Bajo escucha (The Wire, 2002-2008) como “10 dosis de la mejor serie de
televisión” (edición española: Errata Naturae, 2010) –una serie, y que me
perdonen ahora los numerosísimos fans de la misma, que acabé abandonando tras
ver sus tres primeros episodios…–, no puedo menos que preguntarme si realmente
hay no ya rigor, sino incluso sinceridad, a la hora de efectuar ciertos
análisis o de realizar determinadas reflexiones. Hace poco les comentaba a unos
amigos, medio en serio medio en broma, que la mejor serie de televisión que se
ha hecho nunca, siempre a mi entender, o, mejor dicho, la mejor miniserie, es Fanny y Alexander (Fanny och Alexander,
1982), de Ingmar Bergman. ¿Realmente se ha hecho, en Estados Unidos o en donde
sea, una miniserie mejor que esta? Quizá The
Wire: Bajo escucha lo sea, y, sencillamente, yo no sé apreciarlo. O quizá
no. Quizá es cuestión, en definitiva, de ponderar la televisión con los mismos
criterios con los que valoramos el cine, y aceptarlo como lo que en el fondo
es, cine hecho para televisión,
dejando aparte que nos guste –o estemos acostumbrados– a diferenciar cosas que
acaso no son tan distintas como se pretende, más allá de cuestiones –metrajes,
disponibilidad– meramente técnicas y formales.
Excelente análisis, gracias por ello.
ResponderEliminarImpresionante artículo, Tomás, con tantas vías de lectura que ha de leerse más de una vez para apreciarlo del todo. En mi caso, soy un arduo consumidor de ficciones de cine, literatura y cómic que se encuentra ante la necesidad de no poder internarse de modo tan visceral como hago con esas tres variaciones señaladas, pese a estar convencido de que se pierde magníficas oportunidades: si además hay que trabajar y tener una vida social y familiar, es imposible. Ahora bien, sí me he acercado a algunas series como "House of Cards", "Borgen", "True Detective" o "Sherlock", lo justo para poder apreciar, en efecto, el "peligro" de creer que la calidad de estas series (o de cualquier ficción) radica en un argumento de gran interés y en la solvencia visual, sin advertir que la narración en imágenes (sea en cine o tv) es mucho más que eso. Volveré a leerlo, sin duda, y lo mismo este inicio de año vuelvo a hacer alguna incursión catódica, para saborearlo aún más.
ResponderEliminarMe uno a las felicitaciones por el artículo. Se confirma lo atrevida que es la ignorancia en cuanto a series y la escasa humildad de algunos a la hora emitir juicios de valor.
ResponderEliminarUn saludo y feliz año a todos!
No comparto para nada su opinión. Tengo 40 años y lo que se ha vivido desde principios del 2000 es algo sin parangón por cantidad y variedad de temas. Al igual que a usted le aburrieron los tres primeros episodios de The Wire puedo decir exactamente lo mismo de gran cantidad de series de los 60,70,80 y 90 que ha nombrado. Bendito marketing el que nos han vendido. Y que dure.
ResponderEliminarMagnífico artículo, que sintetiza perfectamente la relación casi simbiótica entre cine y televisión. Creo que es un artículo que podría ser especialmente ilustrativo para los jóvenes (mal llamados "millenials") que han nacido en esta "buena época" televisiva. Si pongo las comillas es porque hay excepciones, como no. Respecto a "The Wire", le recomendaría que intentara seguir con ella, la primera mitad de la primera temporada es algo difícil de seguir gracias al ritmo pausado que David Simon quiso imponer, con tal de narrar con meticulosidad el "anti glamour" de la lucha policial.
ResponderEliminarMe uno a las felicitaciones. Es el mejor artículo que he leído jamás sobre cine/series de televisión, poniendo a estas últimas en su sitio. Y colocando en primer plano, de paso, la pereza rutinaria de tantos críticos ¡y espectadores!
ResponderEliminarUn saludo.
Luis Serrano