[ADVERTENCIA:
EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE
REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LAS TRAMAS DE ESTOS FILMS.]
El tren de los zombis: Train to Busan (Busanhaeng, 2016), de
Yeon Sang-ho. No he visto ninguno de los reputados
trabajos del realizador surcoreano Yeon Sang-ho dentro del terreno del cine de
animación, por más que uno de ellos –The Fake
(Saibi, 2013)– conoció un fugaz estreno en España, y otro de los mismos, Estación de Seúl (Seoul Station, 2016), parece
ser que funciona a modo de precuela de Train
to Busan, habida cuenta de que se centra, asimismo, en los estragos de una
epidemia zombi (así la llaman), y gira en torno al escenario de una estación
ferroviaria, decorado asimismo presente en la película que nos ocupa, por más
que esta centre su atención en el interior de un tren en marcha.
A
falta, como digo, de conocer los trabajos previos de Yeon Sang-ho en el cine de
animación, su debut en el cine de imagen real me parece una producción muy característica
del cine surcoreano que he tenido ocasión de ver. Como muchas películas de
género de esta cinematografía, Train to
Busan adolece de una sobreabundancia de metraje: sus cerca de dos horas de
metraje resultan a todas luces excesivas, lo cual redunda en detrimento de su
interés. Buenas ideas y buenos momentos de puesta en escena se codean con
recursos adocenados de guion y realización, lo cual desemboca en una casi inevitable
irregularidad. Asimismo, el film adolece de un exceso de dependencia de
patrones establecidos por el cine norteamericano al cual, se dice, el cine comercial
asiático en general, y el surcoreano en particular, “mejoran”. Nada más lejos
de la realidad, habida cuenta de que los referentes de los que Train to Busan bebe abundantemente acaban,
a la postre, siendo preferibles a esta variante surcoreana: como apuntaba el
amigo Antonio José Navarro en su crítica de esta película para Dirigido por…, El puente de Casandra (The Cassandra Crossing, 1976, George Pan
Cosmatos), la cual, cierto, no es una producción estadounidense, sino cien por
cien europea, aunque espiritualmente muy “americana”; o incluso Guerra Mundial Z (World War Z, 2013,
Marc Forster) (1), un film por lo
general injustamente menospreciado porque-no-tiene-gore (abonando, de paso, la reduccionista teoría de que el buen
cine fantástico tiene que ser, necesariamente,
sangriento).
Train to Busan
es una película bien planteada y bien construida, pero que a medida que avanza
se empobrece por momentos. Funcionan muy bien las primeras manifestaciones de
la epidemia zombi, la cual, por cierto, no afecta tan solo a las personas, sino
también a los animales, tal y como vemos al principio: el conductor de un
camión, despistado, atropella a un ciervo, matándolo en el acto, y se da a la
fuga; pero, al cabo de un momento, el animal muerto se incorpora, con los ojos
en blanco, “zombificado” (por más que a esta idea, tampoco nueva –si bien
relegada a producciones del calibre de Ovejas
asesinas (Black Sheep, 2006, Jonathan King) o Castores zombies (Zombeavers, 2014, Jordan Rubin)–, no se le saca mayor
partido). El film vale, realmente, lo
que encuadres sueltos y momentos fugaces tan brillantes como el plano de la
pared de cristal de la estación de tren que revienta bajo la presión de un alud
de zombis que se apretujan contra aquélla; la imagen, sacada de un supuesto
reportaje de televisión, en la cual los zombis “llueven” sobre una calle de una
gran ciudad surcoreana, para a continuación levantarse y lanzarse sobre los
vivos a fin de devorarlos; las escenas de “suspense” alrededor del cruce de los
vagones del tren en marcha invadidos por los zombis, aprovechando que la
oscuridad de los túneles que atraviesa el vehículo los paraliza
momentáneamente; o la escena, cerca del final, en la que los escasos
supervivientes del tren en dirección a Busán suben a bordo de otro ferrocarril,
arrastrando detrás suyo una grotesca “cola” de zombis incapaces de abandonar la
cacería… Son momentos que compensan, como digo, un exceso de metraje rellenado
con personajes carentes del más mínimo interés: ver en la relación del héroe
del relato, Seok Woo (Gong Yoo), con su hija Soo-an (Soo-an Kim), una parábola
de las relaciones familiares conflictivas, o en el retrato grotesco que se hace
del burócrata encarnado por Eui-sung Kim una sátira social, es mucho más de lo
que el film pretende ofrecer. Pero eso ya es habitual a la hora de ponderar el
cine surcoreano.
Godzilla renace: Shin Godzilla (Shin Gojira, 2016), de Hideaki
Anno y Shinji
Higuchi. Los personajes son, asimismo, lo peor de esta, a pesar de ello,
muy curiosa revisión (o reboot) de la
célebre franquicia en torno al gigantesco dinosaurio radiactivo patentado por
Toho Company de la mano del realizador Ishiro Honda en Japón bajo el terror del monstruo
(Gojira, 1954). Como en el caso de Train
to Busan, lo menos interesante de Shin
Godzilla me parece, precisamente, aquello que parece haber sido más
valorado de la misma, esto es, su “contenido social”: su crítica a las
instituciones públicas niponas, presentadas en el mejor de los casos como gestionadas
por unos ineptos que, o bien tan solo cuidan de sus propios intereses
personales, o bien se revelan absolutamente incapaces de hacer nada eficaz a
fin de paliar las consecuencias de una catástrofe de proporciones apocalípticas:
el enésimo ataque de un Godzilla convertido, más que nunca, en una máquina
implacable de destrucción. Godzilla recupera, así, el rol de “villano” que
ostentaba en los primeros años de sus andaduras cinematográficas, antes de la
infantilización a la que fue sometido en títulos como Los monstruos del mar (Gojira, Ebirâ, Mosura: Nankai no daiketto,
1966, Jun Fukuda) o Gorgo y Superman se
citan en Tokio (Gojira tai Megaro, 1973, Fukuda), y que ya había sido
recuperado, por ejemplo, en algunas películas japonesas de principios de los
años 2000 realizadas por Masaaki Tezuka, y hasta en el primer Godzilla (ídem, 1998) norteamericano,
firmado por el alemán Roland Emmerich.
Como
digo, lo más atractivo de Shin Godzilla
no es, a mi entender, esa crítica social que empieza y termina en sí misma
considerada apenas enunciada. Lo mejor reside en el esfuerzo, loable, de
Hideaki Anno y Shinji Higuchi con tal de “romper” la estética habitual de los
films nipones en torno a Godzilla, modernizando su look característico (dentro de un orden: recuérdese que el cine
fantástico japonés es, por definición, poco amigo de las innovaciones
radicales, y sí, en cambio, muy amante de las meras variantes formales). No me
refiero solamente a una sofisticación en los efectos visuales superior a lo
usual dentro de las películas de la saga, que también, sino al hecho de que, en
esta ocasión, el contexto es más “realista”; o, mejor dicho, la atmósfera busca
recrear –dentro del tono eminentemente fantástico del relato– una especie de “efecto
realidad”, o quizá mejor aún, de “efecto realidad fantástica”, realzado por el
recurso a la cámara en mano y a las imágenes supuestamente sacadas de emisiones
de televisión en directo, que hacen pensar –vagamente– en Monstruoso (Cloverfield, 2008, Matt Reeves).
Es
una pena que, teniendo como tiene un ojo puesto en la crítica de las
instituciones públicas japonesas y su ineficacia a la hora de abordar la “crisis
Godzilla”, el film tenga –sobre todo, en su primera mitad de metraje– un
desarrollo un tanto pesado, por culpa de un exceso de secuencias en paralelo
de: 1) Godzilla destrozando edificios, y 2) los burócratas, los científicos y
el ejército discutiendo en sus despachos sobre cómo afrontar la crisis, que
acaban por aburrir. La segunda mitad mejora, precisamente, cuando se centra en
los intentos más serios de plantar cara a la amenaza de Godzilla, logrando aquí
una serie de secuencias de catástrofe muy atractivas, y a ratos, contundentes.
Señalo, por ejemplo, ese insólito momento en el que, como consecuencia de la
descarga de unos misiles, Godzilla se pone a sangrar abundantemente por la
espalda, arrojando una lluvia escarlata sobre las calles de Tokio. Sobre todo, la
lograda pulla –esta sí– en torno a la necesidad de solicitar la ayuda de los
norteamericanos para hacer frente a la amenaza de Godzilla, ¡a fin de que
arrojen una bomba atómica sobre el monstruo en pleno centro de Tokio!: una
socarrona actualización de los viejos orígenes del personaje como metáfora de
las hecatombes nucleares de Hiroshima y Nagasaki, pasada por el filtro de la
ironía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario