[ADVERTENCIA:
EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE
REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Quienes tienen la
bendita paciencia de seguir lo que escribo sobre cine saben que, en la medida
de mis posibilidades, siempre que miro una película trato de discernir, separar
y diferenciar sus méritos o defectos de guion de sus méritos o defectos de
realización. Un film puede tener un buen guion y estar mal realizado, o por el
contrario puede tener un guion endeble, pero atesorar un buen trabajo de puesta
en escena. Dicho de otra manera, una película puede interesarme mucho, poco o
nada en función de su argumento, pero puede resultarme atractiva (parafraseando
a Alberto Moravia) ver cómo el director se las ha arreglado para desarrollar
esa trama. Por desgracia, cuando fallan ambos aspectos, digamos, troncales de
un film, guion y realización, entonces surgen producciones tan fallidas como
la, no obstante, elogiadísima La
habitación (Room, 2015). En La habitación,
el guion de Emma Donoghue basado en su propia novela, hace gala de tantos y tan
deplorables errores de bulto que, con franqueza, me cuesta creer (por más
que, por descontado, lo respete), a la vista de los mismos, en la reputación de
este film, uno de los peores títulos “de prestigio” que se hayan estrenado
últimamente.
La habitación
parte de una coartada narrativa que en muchas ocasiones ha proporcionado
brillantes resultados cinematográficos, mas no es este el caso. La película
narra la odisea de “Ma” (Brie Larson), una joven mujer encerrada en el
cobertizo de un jardín durante la friolera de siete años por el hombre, “el
viejo Nick” (Sean Bridgers), que la secuestró, y que durante todo ese tiempo la
ha tenido a su merced, utilizándola como esclava sexual. Pero hete aquí que
“Ma” no está sola en su cautiverio: en los últimos cinco años, ha estado
acompañada por su hijo Jack (Jacob Tremblay), nacido de la vejación sufrida a
manos del “viejo Nick”. Entendemos que a fin de hacerle la existencia lo más
llevadera posible (este es un film en el que hay que sobreentender muchas,
demasiadas cosas), “Ma” ha creado, por así decirlo, “un mundo” lo más cómodo y
agradable posible para Jack, algo que se expresa bajo la forma de acciones
rituales ejecutadas a diario, con vistas a conseguir que el niño viva una
existencia lo más humana posible, ajeno a la terrible realidad en la que se
encuentra inmerso sin saberlo.
El
film arranca mostrándonos ya a “Ma” y Jack en su prisión, que la primera ha
convertido para el segundo en una versión microscópica del mundo gracias a la
práctica de una rutina diaria. Por ejemplo, vemos cómo el niño se despierta por
la mañana y da los buenos días a los muebles y enseres de la habitación. Luego,
le vemos haciendo yoga con su madre. Más tarde, advertimos cómo “Ma” mantiene a
su hijo en la mejor forma física posible haciéndole correr de una pared a otra
de su estrecho cubículo. Otra de sus rutinas es gritar: gritar lo más fuerte
posible; naturalmente, sin que el niño lo sepa, el propósito de ese griterío no
es otro que alguien pueda oírles y acuda en su rescate… La sordidez de su
situación se apunta en esos tensos momentos en los que se produce la visita del
“viejo Nick”, quien entra y sale de la habitación abriendo la puerta blindada
de la misma usando un código electrónico que, por descontado, solo él conoce.
Entonces, la madre encierra al niño en el armario, donde tiene improvisada una
cama en la que duerme mientras el “viejo Nick” se desfoga con “Ma”.
El
problema, gran problema de La habitación
reside en que todo esto, que en teoría debería ser agobiante y claustrofóbico,
en la práctica no lo es en absoluto. Es aquí donde la película recurre a la
coartada que he apuntado líneas arriba, consistente en justificar ese tono
plácido, neutro, sin excesivas estridencias, en el hecho de que todo lo que
hemos explicado está contemplado desde el punto de vista del pequeño Jack. La
coartada, por tanto, consiste en “dulcificar”, por así decirlo, el tremendismo
de lo narrado, mediante la excusa de que todo ello se presenta a través de la
mirada pura e inocente de un niño ajeno a la terrible realidad en la vive, y
que la disfruta con ingenuidad, convencido de la verdad de lo que hasta ese
momento le ha explicado su madre en su afán de protegerle del horror. Es decir,
que “el mundo” no es sino la habitación; que fuera de su mundo, de su
habitación, no hay nada; y que los seres humanos que el niño ve por televisión
no son sino imágenes de fantasía, irrealidades: solo “Ma”, Jack y el “viejo
Nick” son realmente reales, valga la
redundancia.
Puede
decirse en descargo del film no solo que esta es la opción elegida por sus
responsables, y que, por descontado, es perfectamente libre y legítima; que, de
esta manera, y apelando a las buenas intenciones, lo que se pretendía era
impedir a toda costa que la película pudiera caer en el efectismo y el
tremendismo; o que el planteamiento decididamente severo y realista de la
situación planteada habría dado pie, sin duda alguna, a un relato de una dureza
difícil de soportar (y, en consecuencia, más difícil de vender). Es una opción
respetable, desde luego, lo cual no quita que sea una opción mal planteada y
peor resuelta, y que carece de la más mínima fuerza porque se sostiene sobre la
base de una planificación harto convencional, aburrida incluso: cf. el tono
supuestamente realista de esos ya típicos primeros planos tomados con una
cámara ultraligera y filmados “a mano”, de manera que la imagen tiembla
ligeramente porque, se dice, así es más “realista” (que un plano fijo no se
considere realista es harto discutible, como también lo es que un plano “con
tembleque” sí se lo considere de ese modo, pues tampoco es verosímil, a no ser
que el punto de vista/ el ángulo de cámara desde el cual se toma sea el de
alguien afectado por el Parkinson); y, en segundo lugar, la “inevitable”
inserción de planos desde, claro está, el punto de vista subjetivo del niño, de forma que el espectador vea el mundo a
través de sus ojos, por más que lo que vemos, y cómo lo vemos, carece de
interés alguno (interés cinematográfico,
se entiende: hay que tener siempre muy claro que una cosa es el interés,
digamos, humano de lo que una
película cuenta, y otra bien distinta el lenguaje estrictamente fílmico que
utiliza para hacerlo).
No
obstante, lo peor reside en que, a la vulgaridad de un trabajo de puesta en
escena que ni tan siquiera es merecedor de ese nombre, añadamos gazapos de
guion de considerables proporciones. De entrada, resulta inverosímil que, durante
los últimos cinco años, el “viejo Nick” no haya querido ni tan siquiera echarle
un vistazo al niño, contentándose con tirarse a su madre mientras el pequeño
aguarda a que él acabe y se marche desde dentro del armario; puede
argumentarse, por descontado, que el “viejo Nick”, además de un criminal (cosa
que, sin duda, es), también es un energúmeno sin la más mínima sensibilidad al que,
en efecto, tanto le da ver el aspecto de su hijo como no verlo, por más que en
una escena intenta echarle un vistazo a través de la puerta entreabierta del
armario. Pero cinco años son muchos años.
No
será la única ocasión que el film obliga al espectador a comulgar con ruedas de
molino. La cuestión empeora irremediablemente gracias a la ridícula secuencia
que describe el método elegido por “Ma” para sacar a Jack de la habitación y
que pida ayuda. La protagonista logra convencer al “viejo Nick” de que el niño
está gravemente enfermo y con fiebre elevada, y luego, que ha muerto. En
realidad, Jack está fingiendo, y permanece inmóvil dentro de una alfombra
enrollada, esperando un momento de descuido del “viejo Nick” para huir en busca
de rescate. Pues bien, resulta imposible creer que el mameluco del “viejo Nick”
se limite a recoger el supuesto cadáver del niño que ya se encuentra envuelto
en la alfombra sin tan siquiera echarle un vistazo: recordemos que estamos
hablando de un criminal que, durante siete largos años, ha mantenido cautiva a
una mujer joven y fuerte, encerrándola en un cobertizo insonorizado de su
propio jardín, y manteniéndola viva a base de suministrarle comida, ropa,
enseres y hasta algunos muebles y electrodomésticos, que se dice pronto. ¿Cómo
una persona (de alguna forma hay que llamarla) así, capaz de mantener la sangre
fría, la inhumanidad, la ausencia de piedad y la total y absoluta falta de
escrúpulos necesarias para mantener a alguien cruelmente encerrado y vejándolo
regularmente a lo largo de siete años, siete, se cree a pies juntillas que
dentro de la alfombra hay un niño muerto, sin más, y no lo comprueba? No menos
absurda resulta que la confrontación de Jack con ese mundo exterior que
desconoce desde que nació se resuelva de una forma tan convencional –nuevos
planos subjetivos del cielo luminoso desde el punto de vista del niño/
contraplanos de un asombrado Jack, tumbado en el suelo de la furgoneta donde le
ha colocado el “viejo Nick” tras haber desenrollado él solo la alfombra–, ni la
“casualidad” que sirve para liberarle a su madre y a él de su cautiverio: un
vecino que pasea con su perro descubre al niño saltando de la furgoneta del
“viejo Nick”, y este último, sabiéndose descubierto, se da a la fuga.
Tampoco
es ningún secreto a estas alturas que La
habitación tiene, como suele decirse, dos-partes-bien-diferenciadas. Si lo
que hemos descrito hasta ahora de la trama ocupa entre el primer tercio y la
primera mitad de la película aproximadamente, el resto del metraje se encarga
de explicarnos qué les ocurre a “Ma” y Jack una vez puestos en libertad, y con su
secuestrador puesto a buen recaudo. Llegados a este punto, y con plena
coherencia con lo anterior, el film no pierde la perspectiva, y continúa
desarrollando lo que viene a continuación desde el punto de vista del niño.
Descubrimos, de este modo, que “Ma” tenía/ tiene unos padres, los abuelos de
Jack, con los que vivía antes de su secuestro: Nancy (Joan Allen) y Robert
(William H. Macy). “Ma” también lleva a cabo su propio descubrimiento: siete
años después, sus padres ya no viven juntos; Robert ni siquiera vive en la
misma ciudad, mientras que Nancy ha rehecho su vida con otro hombre, Leo (Tom
McCamus). Demasiado tiempo de ausencia, el suficiente para que hayan ocurrido
demasiadas cosas. “Ma” y Jack se instalan en el viejo hogar de sus padres, que
Nancy conserva y donde ahora vive con Leo, pero todos están incómodos: “Ma”,
porque ya no reconoce la casa donde vivió; Jack, porque todavía tiene miedo al
mundo exterior; Nancy, porque es consciente de que, con su separación de
Robert, ha destrozado sin pretenderlo las expectativas de “Ma”, lo que la
ayudaba a resistir el cautiverio: el reencuentro con papá y mamá; y Leo, ajeno
al drama pero involucrado en él, trata de trampear la situación, llevándose
bien con Nancy y “Ma”, y siendo paciente con Jack.
Pero,
a pesar de ese cambio de escenario, no por ello hay un cambio de tono en la
realización, tan vulgar como la de la primera parte del relato. En su afán de
mantener, como ya he dicho, por coherencia, la perspectiva de la trama desde el
punto de vista de Jack, Lenny Abrahamson reitera, sin posibilidad de remisión,
las mismas torpezas. Lo que, en teoría, debería ser el emocionante
descubrimiento del mundo exterior por parte de un Jack tan maravillado como,
por descontado, comprensiblemente asustado, deviene una narración no menos
insulsa que la de la parte desarrollada dentro de la habitación. Asimismo, las
inconsistencias de la trama siguen acumulándose. Por ejemplo, en la horrible
secuencia de la cena, que culmina con ese embarazoso momento en el que Robert
es incapaz de mirar al pequeño Jack, como si se avergonzara de él, o lo más
probable, porque la presencia de ese niño es la prueba viviente de que alguien
abusó de su hija y acabó con su juventud, con su inocencia, forzándola a una
maternidad no deseada. Puede entenderse de ese modo, cierto, o de cualquier otra
manera, igualmente válida, habida cuenta de que el guion no proporciona mayores
detalles al respecto, dejando al espectador en la oscuridad, o como decía
líneas atrás, obligándole a presuponer demasiadas cosas sin que el film
proporcione sugerentes pistas al respecto.
El
nivel de la película tampoco mejora cuando asistimos a otros momentos tan mal
resueltos como lo que acabamos de mencionar, caso de la entrevista emitida por
televisión a la que “Ma” acepta someterse para narrar su terrible odisea ante
una reportera amante del sensacionalismo (Wendy Crewson). O ese instante en el que
“Ma” le reprocha a su madre que fuera ella la que, sin querer, enviara a su
hija a hacer un recado en casa del vecino, facilitando así que fuera
secuestrada; a falta de mayores detalles, y a la vista de la actitud enfurecida
de “Ma”, hay que presuponer que ocurrió eso, o algo parecido… O la ausencia
total de fuerza, de tensión, de dramatismo, de poesía, de todo, de la que hace
gala la secuencia final, con “Ma” y Jack visitando a petición del niño la vieja
habitación donde permanecieron encerrados durante tanto tiempo: es una
secuencia que sorprende, desagradablemente, por su aburrida indiferencia.
Tampoco ayuda a elevar el interés de la función la cargante interpretación de
Brie Larson, sorprendentemente premiada y, al final, incluso “oscarizada” (sic);
más si tenemos en cuenta que, a la postre, el personaje y el actor que llevan
encima todo el peso del relato son Jack y su joven y sensible intérprete, Jacob
Tremblay, la auténtica revelación de esta película, al menos en lo que al
capítulo interpretativo se refiere.
Otro análisis de “La
habitación” en:
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