[NOTA PREVIA: Coincidiendo con la reciente
publicación del nuevo número de la revista de cine “Shangrila” dedicado al tema
de la educación (1), aprovecho para recuperar un texto sobre este film, que se
publicó originalmente el 8 de febrero de 2008 en mi anterior versión de este
blog en Blogspot.es.] Uno de los estrenos más destacados de principios de
este año es el film de Laurent Cantet La
clase (Entre les murs, 2008), que desde que vio la luz pública no ha parado
de recibir parabienes de la prensa especializada y premios tan reputados como la Palma de Oro en la última
edición del Festival de Cannes. Respecto al merecimiento
de los galardones que se dan en los certámenes cinematográficos, como ya he
tenido ocasión de pronunciarme en otras ocasiones, creo que la entrega de
premios como culminación de los festivales de cine resulta contraproducente,
pues ese componente competitivo desvirtúa lo que tienen los certámenes de
aparadores de la diversidad del cine, y el tener que elegir entre unas
determinadas películas de muy variados estilos para premiarlas,
distinguiéndolas así de entre el resto, me parece una manera de acotar el gusto
cinematográfico y enfocarlo hacia unas también determinadas y quién sabe si
interesadas direcciones, ya que a la hora de la verdad la concesión de premios
cinematográficos (tanto los que dan los festivales como, añado, academias de
cine y todo tipo de jurados), y sobre todo el aparato publicitario que los
envuelve, acaba siendo a la postre una forma más de marcarle a la opinión
pública el-cine-que-hay-que-ver, de la misma manera que los galardones
literarios le marcan, o pretenden marcarle, la literatura-que-hay-que-leer; por
descontado, también puede (y debe) tildarse de manipuladora la campaña
publicitaria destinada a favorecer el éxito taquillero de las películas más comerciales
de Hollywood, pero al menos estas no lo hacen en nombre del arte…
Dicho de otro
modo, La clase es una interesante
película a pesar de haber ganado la Palma de Oro en Cannes, y
también a pesar de que se esté
hablando de ella como de una obra revolucionaria, un film que parece renovar el
lenguaje mismo del cine; en pocas palabras, una
obra maestra. Naturalmente, hay que partir de la base de que esto último,
la consideración de una película como obra maestra del cine, dependerá (y, de
hecho, depende) de lo que cada cual considere como tal. Y, con el debido
respeto a quienes crean, honesta y sinceramente, que La clase lo es, sin dejarse llevar por posturas combativas contra
el cine norteamericano adoptadas de antemano, o en el fondo tan conservadoras —por
más que alardeen de un supuesto progresismo— como las que ven en cada nuevo
cineasta francés a un cachorro de la sacrosanta Nouvelle Vague, por mi parte
solo puedo decir que el film de Laurent Cantet “palidece” irremisiblemente si
lo coloco no ya al lado de obras maestras del cine estadounidense como Amanecer (Sunrise, 1927, Friedrich
Wilhem Murnau), ¡Qué verde era mi valle!
(How Green Was My Valley, 1941, John Ford), El
manantial (The Fountainhead, 1949, King Vidor), Más allá de la duda (Beyond a Reasonable Doubt, 1956, Fritz Lang) o
Sed de mal (Touch of Evil, 1958,
Orson Welles), sino también contrastándolo con títulos de semejante envergadura
procedentes de cinematografías europeas u orientales, como La chute de la maison Usher (Jean Epstein, 1928), Alarma en el expreso (The Lady Vanishes,
1938, Alfred Hitchcock), Vivir (Ikiru, 1952, Akira Kurosawa), Historias de Tokio (Tokyo monogatari,
1953, Yasuhiro Ozu), La emperatriz Yang
Kwei-Fei (Yokihi, 1955, Kenji Mizoguchi), Ordet (ídem, 1955, Carl Theodor Dreyer), Drácula (Dracula, 1958, Terence Fisher), Vivir su vida (Vivre sa vie, 1962, Jean-Luc Godard), 8 y medio (8 e mezzo, 1963, Federico
Fellini), Andrei Rublev (Andrey
Rublyov, 1966, Andrei Tarkovski), Persona
(ídem, 1966, Ingmar Bergman) o La
habitación verde (La chambre verte, 1978, François Truffaut), por citar una
pocas, poquísimas, y a voleo. Comprendo que haya quien replique a esto que no
se pueden comparar películas tan diferentes entre sí; respondo que no las
comparo, pues sé que son incomparables, sino que las coloco en un determinado
escalafón respetando sus (obvias) diferencias. También puede alegarse,
ciertamente, que todavía no ha pasado suficiente tiempo para que La clase alcance la categoría de
“clásico”, dado que está recién estrenada; pero yo pienso que un film que realmente es extraordinario lo es desde
el momento mismo de su estreno; de hecho, cualquier película que, mientras la
estás viendo, sabes que la repetirás
en un futuro próximo porque te está ofreciendo una “segunda película” escondida
entre los pliegues (ergo, planos) de la primera, suele ser una obra maestra; y,
por citar ejemplos recientes, esto mismo es lo que experimenté mientras veía Pozos de ambición y El intercambio o lo que he sentido recientemente con El curioso caso de Benjamin Button. La clase no me dio esta impresión, a
pesar, vuelvo a insistir, de que es un film totalmente digno de estima.
La clase se suma a una serie de títulos
recientes que de un modo u otro abordan el tema de la educación, tal es el caso
de otras celebradas producciones francesas de estos últimos años con las cuales
la película de Laurent Cantet está más estrechamente emparentada, como Hoy empieza todo (Ça commence
aujourd’hui, 1999, Bertrand Tavernier) y Ser
y tener (Être et avoir, 2002, Nicolas Philibert), si bien dicha temática
también se encuentra presente de un modo u otro en títulos tan distintos y
dispares como la producción hollywoodiense
Diarios de la calle (Freedom Writers,
2007, Richard LaGravenese) o la española Cobardes
(José Corbacho y Juan Cruz, 2008). La
clase parte de un libro autobiográfico de François Bégaudeau convertido en
guión por este último junto con Cantet y Robin Campillo (este último,
coguionista habitual de Cantet y realizador de una muy interesante e
inquietante película fantástica, Les
revenants, 2004, estrenada en DVD con el título de La resurrección de los muertos). El propio Bégaudeau interpreta a
François Marin, el profesor de instituto en torno al cual gira la acción de un
relato que se coloca, deliberadamente, a medio camino entre el documental y la
ficción, la reconstrucción y la dramatización: los chicos que interpretan a los
alumnos de Marin son auténticos estudiantes de secundaria, cuyas escenas
partían de unas pautas preestablecidas pero con un amplio margen de
improvisación y se rodaban con más de una cámara, con la finalidad de que
Cantet dispusiese así de un amplio material a la hora de montar la película y
darle una estructura coherente. Con semejante planteamiento, La clase bastaría por sí sola para dar
pie a un ensayo en torno a los siempre borrosos límites que, en cine, se dan
entre lo real y lo imaginario.
La clase es un film “de tesis”, dicho
sea en el sentido más positivo de la expresión. Su estructura narrativa es
clásica, con un planteamiento, un nudo y un desenlace, por más que este último
sea muy abierto, como no podía ser de otra manera tal y como se plantea y
desarrolla su trama, que se corresponde con la duración de un curso académico
en el instituto de barrio donde se desarrolla íntegramente la acción. Ni
siquiera sabemos grandes cosas en torno a François Marin, dado que el
realizador y sus guionistas nos escamotean deliberadamente dicha información:
hay un momento en el cual le vemos regresar a su casa después de trabajar y,
tan pronto como el personaje accede al rellano de la escalera donde vive, el
realizador corta y pasa a la siguiente secuencia, sugiriendo de este modo que,
por más que quede claro que este y el resto de personajes tienen una vida fuera del instituto, lo que
principalmente le interesa mostrar es lo que ocurre dentro del mismo (de ahí, como se ha repetido frecuentemente estos
días, la mayor conveniencia del título original del film, Entre les murs, más explícito y abstracto en este sentido que el
castellano).
Laurent Cantet
desarrolla con habilidad una digresión sobre las dificultades cotidianas de los
maestros para intentar que sus jóvenes alumnos aprendan no solo conocimientos,
sino lo que es más importante a pensar por sí mismos, el resultado de la cual
es, indirectamente, un acerado dibujo sobre la aparente imposibilidad de
comunicación, de diálogo, entre esa juventud y sus profesores. El realizador
tiene mucho cuidado a la hora de mostrar el quehacer cotidiano del
protagonista, tanto en el aula donde imparte la asignatura de lengua francesa
como en las reuniones de profesores, llevando a cabo de este modo un agudo
dibujo que combina lo didáctico y lo humano. Las conclusiones a las que llega
no son nada halagüeñas, habida cuenta que, en sus momentos de mayor tensión, la
sensación de que nadie escucha a nadie, ni los alumnos al profesor ni este
último a aquéllos (por más que, en no pocas ocasiones, lo intenta), se hace
patente en los momentos álgidos del relato, que son aquellos que se centran en
el problema con el alumno “conflictivo”, un chico de padres africanos que ni
aprende ni deja aprender a sus condiscípulos, y a renglón seguido la polémica
que se desata cuando dos alumnas de Marin se quejan a la dirección del centro
cuando el profesor, en un momento de debilidad, les dice que se comportan “como fulanas”. Resulta desoladora y muy
significativa, en este mismo sentido, la escena final —si alguien no ha visto
todavía la película y quiere ser sorprendido cuando lo haga, que no lea lo que
viene a continuación—, en la que una alumna de raza negra le confiesa a Marin,
en el último día del curso, que no solo no ha aprendido nada a lo largo todo
ese año, sino que además no quiere hacerlo.
Como no podía ser de otra manera, el film concluye aquí, dando un toque de
atención al espectador, dada la imposibilidad de hallar una solución
satisfactoria a un problema que a estas alturas ya es demasiado grande.
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