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sábado, 9 de mayo de 2020

La(s) historia(s) de Emmet Ray: “ACORDES Y DESACUERDOS”, de WOODY ALLEN



El protagonista de Acordes y desacuerdos (Sweet and Lowdown, 1999), Emmet Ray (un extraordinario Sean Penn, en el papel de su vida), es probablemente uno de los personajes más terribles que hayan salido nunca de la fértil imaginación de Woody Allen. Ray es un guitarrista de jazz cuya principal trayectoria profesional, se nos cuenta, tuvo lugar entre los años veinte y los treinta. Muchos le consideran (entre ellos, ¡él mismo!) el mejor guitarrista del mundo, después de Django Reinhardt, el único músico al cual hasta el vanidoso Ray respeta por encima de todo. ¿Vanidoso? Ray no solo es eso. También es egoísta, egocéntrico, insensible con los demás y, a ratos, parece que está medio loco: sus aficiones favoritas son mirar pasar los trenes… y dispararles a las ratas en los vertederos. Pero, a pesar de todo eso y mucho más, Ray también es un guitarrista genial: un auténtico artista, un virtuoso de la guitarra cuyo egocentrismo se desvanece únicamente para reconocer la superioridad de Reinhardt: Ray confiesa que, cuando escucha los discos de Reinhardt, llora; y de él se explica en más de una ocasión que llegó a desmayarse hasta dos veces en presencia de Reinhardt, “ese gitano de París”, como él le llamaba.


Acordes y desacuerdos, que me parece el último film de Allen realmente interesante antes de entrar en su muy endeble etapa del primer lustro de la década de 2000 –la que va de Granujas de medio pelo (Small Time Crooks, 2000) a Melinda y Melinda (Melinda & Melinda, 2004), hasta su resurrección artística, a todos los niveles, con la espléndida Match Point (ídem, 2005)–, tiene a grandes rasgos un par de peculiaridades que la hacen harto atractiva. La primera consiste en su descarado, pero a pesar de ello interesante, homenaje a una de las mejores y más famosas películas de su idolatrado Federico Fellini: La Strada (ídem, 1954). La relación que en Acordes y desacuerdos mantienen Ray y la joven muda Hattie (una excelente Samantha Morton) guarda evidentes ecos de la que tenían Zampanò (Anthony Quinn) y la también muda Gelsomina (Giulietta Masina). Tanto los primeros como los segundos son gente que vive en el mundo de la farándula, más humilde en el caso de los protagonistas de la obra maestra de Fellini. Asimismo, el afecto que Hattie profesa hacia Ray es más sensible, visceral, que racional: la muchacha ama a Ray y su música con la pasión desmedida e incondicional de alguien que hasta ese momento se había visto desprovista del amor de un hombre a causa de su defecto físico y de su escaso atractivo como mujer, tal y como le ocurría a Gelsomina respecto a Zampanò. Igualmente, Ray trata a Hattie con la misma falta de respeto y de consideración, usándola para satisfacer sus impulsos sexuales y sin tener casi ninguna delicadeza con ella, que la manifestada por Zampanò con Gelsomina. La resolución de Acordes y desacuerdos es prácticamente idéntica a la de La Strada: con el paso del tiempo, Ray se dará cuenta, cuando ya es demasiado tarde, que el único y verdadero amor de su vida ha sido Hattie, y cuando la haya perdido para siempre, dará rienda suelta a su tristeza y a su desesperación: el momento en que Ray, destrozado por la pérdida de Hattie (que ha acabado casándose con otro), hace añicos su guitarra es, en cierto sentido, un equivalente a la escena final imaginada por Fellini, en la que Zampanò estalla en lágrimas en la playa poco después de conocer la noticia de la muerte de Gelsomina. Pero, más allá de estas obvias equivalencias y alguna más que podríamos apuntar, Acordes y desacuerdos se presenta como una variación, pero no como una mera copia, de La Strada, dado que a pesar de esas semejanzas la película de Allen tiene una poderosa personalidad propia.


La segunda particularidad de Acordes y desacuerdos reside en la manera como está desarrollado el relato. Allen retoma en cierta medida el estilo de falso reportaje que ya había adoptado en otras ocasiones, como en la subvalorada Recuerdos… (Stardust Memories, 1980) o en Zelig (ídem, 1983), algo que, por cierto, también era muy del gusto de Fellini, para mostrarnos de esta manera un retrato, por así decirlo, tangencial y distante del personaje, presentándolo en cierta forma como si fuera un personaje real: el film se abre con las declaraciones en primer plano de una serie de personalidades (entre ellas, el propio Allen) dirigiéndose a la cámara y comentando aspectos de la vida de Emmet Ray; falsas entrevistas que, a lo largo de la narración, se van insertando en momentos puntuales, a modo de comentarios en off que van recordando al espectador que, a fin de cuentas, lo que está viendo es una dramatización de hechos (imaginarios): que lo que se le está ofreciendo es un relato que puede ser aceptado al pie de la letra o tomado con escepticismo. Algo que queda muy claro en la brillante secuencia en la cual Ray espía la infidelidad de su nueva amante Blanche (Uma Thurman) con Al Torrio (Anthony LaPaglia), y, de paso, ¡tiene un nuevo encuentro con su idolatrado Django Reinhardt!, que culmina, cómo no, con un nuevo desmayo suyo…; la secuencia, narrada y vuelta a narrar hasta tres veces desde otros tantos puntos de vista consecutivos, pone de relieve en gran medida el carácter evocativo y fabulador que domina la mayor parte del metraje de Acordes y desacuerdos.



Lo mejor de Acordes y desacuerdos acaba siendo su equilibrio entre, por así decirlo, distintas “realidades”: la que conforman, por un lado, los personajes entrevistados que van glosando “objetivamente” la vida y la obra musical de Emmet Ray; y la que dibuja “subjetivamente” Allen, en cuanto metteur en scène, introduciendo pequeños detalles y numerosos matices que enriquecen todavía más el substrato de un relato que oscila, con aparente facilidad, entre lo cómico y lo dramático: frente a secuencias humorísticas tan logradas como el divertidísimo intento de Ray de hacer una entrada triunfal en el escenario sentado sobre una media luna de cartón, el momento en que, huyendo del club donde tiene que actuar, Ray va a parar a la habitación de unos falsificadores (cuyo dinero falso utilizará… ¡para comprarse un coche!), o la secuencia que ilustra el extraño azar que está a punto de convertir a Hattie en estrella de cine (sic), hay escenas que transmiten un no menos conseguido patetismo; en particular, ese excelente fragmento en el cual Ray y Hattie se reencuentran en el paseo marítimo frente al mar donde se conocieron y allí el primero descubre que la segunda ha rehecho su vida, cuya intensidad es muy superior a la de otras incursiones de Allen en el terreno del melodrama, como Interiores (Interiors, 1978), September (ídem, 1987) u Otra mujer (Another Woman, 1988).

1 comentario:

  1. la "mudita" se come la película... una gran película que en un nuevo visionado creo que pierde frescura y algo más, pero es un Allen auténtico... saludos

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