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domingo, 26 de noviembre de 2017

Retrato de detective con sospechosos al fondo: “ASESINATO EN EL ORIENT EXPRESS”, de KENNETH BRANAGH



[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] La primera de las muchas cosas positivas que llaman la atención de esta nueva versión de Asesinato en el Orient Express (Murder on the Orient Express, 2017) dirigida y protagonizada por Kenneth Branagh es lo poco que recuerda al Asesinato en el Orient Express (Murder on the Orient Express, 1974) realizado, en horas no muy altas, por Sidney Lumet. Sorprende, agradablemente, la diferencia en cuanto a planteamiento argumental y tratamiento narrativo, en buena parte debido al guionista Michael Green: si la versión de Lumet, escrita por Paul Dehn con aportaciones no acreditadas de Anthony Shaffer, era muy fiel a la famosa novela homónima de Agatha Christie, la de Branagh se toma algunas libertades con el original literario, la menor de ellas, convertir al personaje de Arbuthnot, un coronel británico caucásico en el libro encarnado por Sean Connery en el film de Lumet, en un exmilitar y doctor de raza negra (Leslie Odom Jr.), transformando por tanto su discreto romance con Mary Debenham (Daisy Ridley) en una historia de amor interracial; algo, por cierto, nada raro dentro del cine de Branagh, si recordamos al Don Pedro (Denzel Washington) de Mucho ruido y pocas nueces (Much Ado About Nothing, 1993) o a Dumaine (Adrian Lester) y Maria (Carmen Ejogo) en Trabajos de amor perdidos (Love’s Labour’s Lost, 2000).


También a diferencia del libro y de la película de Lumet, la de Branagh empieza con una secuencia inexistente en aquéllos en la que Hércules Poirot –o “Hercule” Poirot, como le gusta recalcar a todos sus interlocutores– resuelve el misterio del robo de una valiosísima reliquia en Jerusalén, delante de una gran multitud y al pie del Muro de las Lamentaciones. Este añadido tiene una doble función: en primer lugar, la de demostrarnos que el Poirot encarnado excelentemente por el propio Branagh, omnipresente en la práctica totalidad de las secuencias de su film –lo cual servirá, de paso, para reavivar las acusaciones de arrogancia que siempre le han perseguido–, es, como digo, un detective mucho más activo, dinámico y arrojado que el ideado por Christie e interpretado por Albert Finney, Peter Ustinov, David Suchet y tantos otros: un hombre de acción (cf. Poirot deja su bastón horizontalmente clavado en una rendija en el Muro de las Lamentaciones y, en su intento de huida, el ladrón desenmascarado por el detective se golpeará contra ese bastón… tal y como Poirot había previamente calculado); y, en segundo lugar, dicho añadido tiene la función de introducir un importante matiz en el perfil psicológico del protagonista.


Respecto a esto último, Poirot es presentado tomando un desayuno antes de dirigirse hacia el Muro de las Lamentaciones para resolver el misterio del robo de la reliquia; el detective exige que le traigan dos huevos de gallina idénticos, y su nivel de exigencia llega al extremo de medir con una diminuta regla el tamaño de los huevos y comprobar que estén “equilibrados” a la misma altura; no obstante ese carácter quisquilloso, Poirot bromea con el niño (Yassine Zeroual) que le ha traído los huevos, diciéndole que la gallina no ha conseguido poner dos del mismo tamaño… Posteriormente, una vez resuelto el caso del robo de la reliquia, Poirot comenta con un oficial británico que en el mundo tan solo existen el Bien y el Mal, y que en medio no hay nada. Esas dos ideas, la del equilibrio y la del maniqueísmo, tan equidistantes entre sí, conforman la entraña del personaje dentro de un film que, a diferencia de la mayoría de las versiones para cine y televisión de la creación de Agatha Christie, y a pesar del notable carácter coral de esta película, tiene a Poirot no solo no como eje central de la intriga, sino también como objetivo primordial de su discurso. Asesinato en el Orient Express, versión Branagh, no es tanto un caso “de” Poirot sino, sobre todo, un relato “sobre” Poirot: a medida que le vemos interrogando a los sospechosos del asesinato de Ratchett (Johnny Depp) a bordo del Orient Express, el público va descubriendo los pormenores del crimen, y al mismo tiempo, a un Poirot más humanizado que nunca.


Hay un momento, magnífico, que resulta crucial en este sentido: aquél en el que Poirot, de noche y en la soledad de su compartimento, reflexiona en voz alta sobre su situación. Un detalle importante, asimismo inédito en la novela de Christie y que ahora mismo ignoro si se hallaba presente –si bien sospecho que no– en otros libros de la misma autora u otras adaptaciones al audiovisual, es que Poirot viaja con una foto de un antiguo amor suyo: una muchacha llamada Katherine (“una vez hubo una persona”, le hemos oído confesar en un momento de rara intimidad). En su parlamento solitario –que Branagh resuelve en un primer plano sostenido de notable intensidad–, el célebre detective llega a confesar algo insólito en él: que tiene miedo. Miedo a equivocarse en sus deducciones, al fracaso; en suma, al “desequilibrio” entre el Bien y el Mal. Branagh completa la secuencia con un bello plano general del exterior del vagón del tren combinado con grúa, en el cual vemos a Poirot, en la ventana del compartimento, mientras la grúa traza un movimiento de arriba abajo, como sugiriendo de ese modo la caída en la desesperación –literalmente, al vacío– del personaje. En cambio, al día siguiente y pocas escenas más tarde, Branagh repite ese movimiento de grúa pero de forma inversamente proporcional, pues ahora es de abajo arriba, insertándolo en medio de la secuencia de la conversación en el vagón de equipajes entre Poirot y Mary Debenham [véase foto de rodaje]; en esta ocasión, el movimiento de cámara ascendente expresa la “subida de ánimo” del detective, porque está manteniendo una conversación crucial para el esclarecimiento del asesinato (y no se equivocará: poco después, y dentro de esa misma secuencia, Arbuthnot, descubierto por Poirot, tratará de asesinarle a tiros, en otra audaz innovación con respecto al original literario).


Asimismo, y a pesar de que la versión de Branagh se mantiene fiel a la resolución proporcionada por Christie en su novela, en esta ocasión la decisión de Poirot de ofrecer una falsa explicación a las autoridades en vez de la auténtica verdad sobre lo ocurrido a bordo del tren no es, como en el libro, una defensa a ultranza de la pena de muerte –a la cual la escritora británica parecía ser particularmente aficionada: recuérdense sus novelas póstumas, Un crimen dormido y Telón, últimos casos de la señorita Marple y Poirot, respectivamente–, sino más bien una cuestión moral y ética. Recordemos de nuevo que, en ese prólogo ambientado en Jerusalén, Poirot hablaba de su obsesión por el equilibrio y por el Bien y el Mal. Branagh resuelve el esclarecimiento del asesinato, en el que Poirot pronuncia un largo discurso de aclaración de los hechos delante de todos los sospechosos reunidos –un momento clásico en las novelas de Christie y en las numerosas adaptaciones al audiovisual de sus obras–, colocando a los personajes sentados en una larga mesa situada en la entrada de un túnel, en vez de hacerlo dentro del vagón (como se hacía, una vez más, en el original literario o en la versión de Lumet). De este modo, son los sospechosos quienes, dispuestos de ese modo, parecen –paradójicamente– los miembros de un tribunal que está juzgando a Poirot, en vez de ser ellos los juzgados por el detective. Quizá porque, en esta ocasión, Poirot no juzga tanto a los sospechosos como, sobre todo, a sí mismo. Un Poirot que ya no es el mismo que subió al Orient Express porque, durante el trayecto, ha tenido que hacer frente a un caso que ha puesto en cuestión su visión “equilibrada” y maniqueísta del mundo y de la vida, obligándole a evolucionar.


Asesinato en el Orient Express me parece la mejor película como realizador de Kenneth Branagh desde su extraordinaria La flauta mágica (The Magic Flute, 2006). Y, si bien es verdad que no está, ni mucho menos, a la altura de esta última, ni de las no pocas grandes películas que pueblan su irregular filmografía –a las ya citadas Mucho ruido y pocas nueces y Trabajos de amor perdido añadiría no solo Enrique V (Henry V, 1989) (1), Hamlet (ídem, 1996) o esa obra maestra que a tan pocos nos gusta que es Frankenstein de Mary Shelley (Mary Shelley’s Frankenstein, 1994), sino también la injustamente subvalorada Morir todavía (Dead Again, 1991)–, no es menos cierto que Asesinato en el Orient Express es bastante mejor que su fallido remake de La huella (Sleuth, 2007) o que sus poco afortunados trabajos hollywoodienses de estos últimos tiempos: el meramente aceptable Thor (ídem, 2011), el mediocre Jack Ryan: Operación Sombra (Jack Ryan: Shadow Recruit, 2014) (2) y el aburrido Cenicienta (Cinderella, 2015) (3).


Asesinato en el Orient Express supone, a mi entender, una feliz recuperación de, si no todos, al menos sí algunos de los recursos de cine-teatro que pueblan sus mejores trabajos tras las cámaras. Ya he hecho mención, sin ir más lejos, al primer plano de Poirot en la escena de su confesión íntima en voz alta, equivalente a la figura teatral del aparte (yendo un poco más lejos, ¿hace falta volver a recordar que, como decía Jan Knott, en Shakespeare un monólogo equivale a un primer plano?; táchese al bardo de Stratford-upon-Avon y colóquese en su lugar a Agatha Christie o, por qué no, a Michael Green, y, valores artísticos de cada uno al margen, el efecto cine-teatro viene a ser aproximadamente el mismo). A ello hay que añadir ese bigote, tan teatralmente exagerado, que luce aquí Poirot, unido a cierta “irrealidad” escénica inherente al diseño de producción y al vestuario. Está presente, asimismo, el sentido coreográfico de algunas escenas, tal es el caso del repetidamente mencionado prólogo en Jerusalén, con esa tan teatral caída del ladrón de la reliquia tras golpearse con el bastón aviesamente colocado por Poirot en el Muro de las Lamentaciones; la escena de presentación de los condes Andrenyi, en particular del conde Andrenyi a cargo, no por casualidad, del actor y bailarín ruso Sergei Polunin, golpeando y pateando a los periodistas que intentan sacarles fotos como si interpretara una suerte de ballet violento; el momento en que –en otra incorporación a la trama con respecto a la novela y a la versión de Lumet– Poirot persigue fuera del tren a MacQueen (Josh Gad), reafirmando de paso la renovada concepción del personaje del detective de Christine como hombre de acción; o la asimismo mencionada pelea de Poirot y Arbuthnot en el vagón de equipajes.


Destaca, asimismo, la belleza de los movimientos de cámara: a los ya mencionados planos con grúa de la escena de Poirot en su compartimiento y la de su conversación en el vagón de equipajes con Mary Debenham, cabe añadir el excelente plano-secuencia en cámara móvil que pone en inmediata relación a Poirot, caminando por la estación de tren de Estambul y subiendo a bordo del Orient Express con todos los personajes relevantes del drama; los travellings que recorren el interior del vagón restaurante, estableciendo una suerte de coreografía visual entre los personajes y las miradas que se arrojan los unos a los otros; o, cerca del final, el no menos espléndido movimiento de cámara con steadycam que sigue a Poirot a sus espaldas, atravesando los vagones del tren hasta llegar al de cola, donde están todos los sospechosos del asesinato de Ratchett esperando saber cuál será la decisión final del detective, momento trascendental que viene anunciado, precisamente, por la solemnidad del travelling que lo precede. A todo ello hay que añadir la extraordinaria utilización del plano picado en momentos como el descubrimiento, fuera de campo, del cadáver de Ratchett, o el de la inspección del compartimento de este último, llevada a cabo por Poirot junto con Bouc (Tom Bateman), en los cuales se altera el concepto teatral de “cuarta pared” colocando la cámara no frente a los intérpretes sino, como en este caso, sobre sus cabezas. O un par de planos en los que, mediante la elección del ángulo adecuado de la cámara, los rostros de los personajes aparecen “duplicados” gracias al efecto óptico del relieve del cristal de las puertas de los vagones, sugiriendo de este modo que todos tienen una “segunda cara”, esto es, algo que ocultar. Por comparación con todo esto, resulta más convencional el recurso al flashback corto en blanco y negro –como en Morir todavía–, efectivo, pero meramente explicativo, en la línea de lo ya ensayado, por la vía del inserto con gran angular, por Sidney Lumet en su versión (recordemos que Lumet también recurría parcialmente al blanco y negro para visualizar el secuestro y asesinato de la hija pequeña de los Armstrong en la primera secuencia de su adaptación). Todos los intérpretes contribuyen a sostener el buen nivel de la función, aunque merecen menciones especiales Derek Jacobi, Willem Dafoe –estos dos, como siempre– y Josh Gad.

(3) http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2015/05/chappie-cenicienta-una-noche-para.html

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