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sábado, 12 de agosto de 2017

La espía que surgió del frío: “ATÓMICA”, de DAVID LEITCH



[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Hay películas que tienen, a priori, todos los elementos para suscitar lo que suele denominarse rechazo crítico. Atómica (Atomic Blonde, 2017) es una de ellas. De entrada, se presenta a sí misma como una especie de descarado exploitation de acción-pura-y-dura, hecho además a-mayor-honra-y-gloria de su protagonista (y coproductora) Charlize Theron; o sea, lo que suele denominarse un “vehículo de lucimiento”. ¡Y menudo lucimiento! Atómica tiene toda la apariencia de limitarse a ser un típico bodrio actioner, modelo años 80, en el cual la bella actriz sudafricana da carnaza a sus admiradores con una espectacular exhibición física/ erótica/ glamurosa que incluye estratégicos desnudos, pases de lencería, abundantes peleas cuerpo a cuerpo contra hombres e, incluso, escenas lésbicas.


Desde el punto de vista argumental, lo que ofrece Atómica tampoco es, sobre el papel, demasiado estimulante: una historia de espionaje que se desarrolla en Berlín poco antes de la caída del muro el 9 de noviembre de 1989, poniendo punto final de manera oficial a la Guerra Fría entre los Estados Unidos y la antigua Unión Soviética, y que no se caracteriza precisamente por su originalidad. A grandes rasgos: una agente del servicio secreto británico, Lorraine Broughton (Theron), es enviada a la capital alemana poco antes de aquella efeméride histórica para que investigue las misteriosas circunstancias que rodean al asesinato de otro agente secreto inglés, James Gasciogne (Sam Hargrave), a manos de un sicario del KGB, Yuri Bakhtin (Jóhannes Jóhannesson), y de paso, recupere una lista que contiene los nombres de todos los espías soviéticos. A falta de conocer La ciudad más fría, la novela gráfica de Antony Johnston y Sam Hart en la que se inspira el guion, firmado por Kurt Johnstad, la oferta de Atómica se circunscribe, en sus líneas generales, a todos y cada uno de los tópicos del género –literario y cinematográfico– de espionaje: los jefes de Lorraine –su superior dentro del MI6, Eric Gray (Toby Jones), y el agente especial de la CIA Emmett Kurzfeld (John Goodman)– son fríos e insensibles, indiferentes ante los peligros y sufrimientos que ha tenido que sufrir la protagonista en el cumplimiento de su misión; el Berlín anterior a la caída del muro es un cubil de espías hacinado y asfixiante; los contactos entre agentes de ambos lados del Telón de Acero se hacen a través de alguien que tiene, en apariencia, un oficio inofensivo: un relojero (Til Schweiger); se sospecha que entre los agentes británicos hay un traidor que está pasando información a los rusos; el “hombre clave” es un antiguo miembro de los servicios secretos soviéticos, apodado Spyglass (Eddie Marsan), que ha memorizado la lista de espías y pide que le ayuden a huir a Occidente junto a su familia a cambio de revelar esa valiosa información…


Como digo, la vulgaridad del planteamiento estético y argumental de Atómica son de los que invitan al rechazo. Y sin embargo, contra todo pronóstico, y a pesar de partir de semejante material de derribo, el resultado final del film es muchísimo más interesante de lo que cabía esperar. Porque, a pesar de la debilidad de sus puntos de partida, Atómica se sostiene muy bien –a ratos, admirablemente– sobre el vigor, la solidez y, a ratos, la esporádica creatividad de la puesta en escena del realizador David Leitch. A falta de haber visto el anterior trabajo no acreditado tras las cámaras de este antiguo coordinador de especialistas –John Wick (Otro día para matar) (John Wick, 2014), oficialmente realizada por Chad Stahelski, quien luego se haría cargo en solitario de su secuela, John Wick: Pacto de sangre (John Wick: Chapter 2, 2017) (1)–, la labor de Leitch en Atómica tiene la rara virtud de ser capaz de remontar por sí sola una película que, sin esa labor de dirección, lo más probable es que no tendría el más mínimo interés.


Un primer aspecto que llama la atención –por más que quizá sea mérito del relato gráfico original que, como digo, desconozco– es el carácter antipático de los personajes. La heroína, Lorraine, es una especie de “supermujer” que parece inhumana, algo que Charlize Theron viene explotando últimamente desde que Ridley Scott descubriera en su excelente Prometheus (ídem, 2012) (2) esta faceta de la actriz. Alta, fuerte, poderosa, astuta, implacable y letal, Lorraine no es tanto un personaje como un estereotipo que parece sacado de un relato de ciencia ficción; y eso a pesar de que no faltan apuntes destinados a humanizarla, tal es el caso del dato de que James Gascoigne, el agente asesinado por Bakhtin, era su amante, y por tanto, eso añade una vengativa motivación personal a su misión berlinesa; el dibujo de su relación, primero sexual y luego sentimental, con la agente francesa Delphine Lasalle (Sofia Boutella); incluso la corriente de simpatía que se establece entre ella y Spyglass, por más que esté motivada, en parte, por el orgullo profesional de la protagonista (“Nunca he perdido un paquete”, afirma Lorraine para tranquilizar a Spyglass antes de su intento de huida de la Alemania del Este). Otro tanto ocurre con el agente británico David Percival (James McAvoy), el contacto de Lorraine en Berlín que se dedica a realizar sucios trapicheos a un paso de la delincuencia con los alemanes del este y con los del oeste. Huelga añadir que los personajes de los villanos o, mejor dicho, de los villanos más villanos –el mencionado sicario Bakhtin, o el mafioso Aleksander Bremovych (Roland Moller)–, no alimentan la empatía del espectador. Atómica describe, de manera dura y directa (también, estereotipada), un mundo cruel y despiadado.


En este sentido, el film deviene un artefacto casi abstracto, atractivo gracias, precisamente, a esa aparente ausencia de matices. El tono fotográfico contribuye a ese distanciamiento: la mayoría de escenas están iluminadas con fríos colores azulados y grises, que confieren una palidez casi fantasmagórica a los intérpretes en la mayoría de las escenas diurnas o en las que transcurren en determinados interiores; a ratos, esos azules y grises dejan paso, por el contrario, a fuertes rojizos y dorados (cf. las escenas en los bares de copas o en la discoteca que involucran a Lorraine y Delphine, o la secuencia en la que hacen el amor en el apartamento de la segunda); pero dichos contrastes lumínicos no hacen sino reforzar esa distancia a base de embelesamiento estético, a ratos esteticista. Otro efecto de distanciamiento está construido a partir de la propia estructura narrativa: al principio de la película, Lorraine es sometida a un interrogatorio a cargo de Gray y Kurzfeld, seguido, a través de un falso espejo, por otro jefe de la protagonista, apodado simplemente “C” (James Faulkner); de este modo, la protagonista va explicando, en abundantes flashbacks, su versión de lo ocurrido durante su misión en Berlín. No hace falta añadir, como bien saben los lectores de Ryunosuke Akutagawa, que en estos casos la verdad absoluta no existe, y que podemos estar asistiendo a una simple visualización de una sarta de mentiras.


El hecho de que Atómica se entregue con fruición a las convenciones del género de espionaje, y gracias a ese planteamiento estético que busca distanciar al espectador de lo que se le está narrando, provoca que el film acabe siendo un inesperado experimento formal y narrativo en la línea, pongamos por caso, del Steven Soderbergh de la estupenda Indomable (Haywire, 2011): un relato de acción “pura”, en el sentido de que la brillantez de las secuencias de acción acaba siendo el principal propósito hacia el cual va dirigida la intencionalidad de la puesta en imágenes. Atómica acaba ofreciendo aquello que el espectador busca dentro del género actioner, es decir, acción a raudales, sin cortapisas, sin medias tintas, sin vericuetos dramáticos y/ o psicológicos; en suma, convirtiendo la acción en el eje mismo del relato. De hecho, las secuencias de acción son las que, realmente, narran la película. No es de extrañar, por tanto, que los mejores momentos de Atómica no solo sean dichas, y magníficas, secuencias de acción, sino también todos aquellos momentos que están directamente relacionados, a nivel argumental, con aquéllas.


En Atómica, sus aspectos puramente exploitation y los abstractos se superponen constantemente: la frontera entre unos y otros no siempre está clara. Véase, sin ir más lejos, la secuencia de presentación de la protagonista: Lorraine emerge de una bañera cuya superficie está cubierta de cubitos de hielo; un par de esos cubitos le sirven para enfriar el vodka que se bebe de un trago (la protagonista bebe mucho a lo largo de la trama); su espalda, casi todo su cuerpo, su cara, están llenos de señales de golpes, moratones y arañazos; uno de sus ojos está inyectado en sangre (el cínico Gray se lo comenta: “Debería cuidarse ese ojo…”). En esa secuencia de presentación de Lorraine, el exhibicionismo físico de la actriz Charlize Theron está indisolublemente ligado al hecho de estar presenciando las desastrosas secuelas que tiene en su cuerpo su arriesgadísima manera de ganarse la vida. Cierto: la protagonista es una aparentemente invencible agente, una “supermujer”; también cierto: Lorraine es, asimismo (aunque no lo parezca a simple vista), un ser humano al que se puede golpear, herir e incluso matar. Puede decirse que Atómica vendría a ser un relato marcado por el cada vez mayor dolor y deterioro físicos que Lorraine va sufriendo a medida que aumenta la peligrosidad de su misión.


Las secuencias de acción responden, como digo, a una progresión que va in crescendo. La primera pelea de Lorraine contra unos falsos agentes secretos británicos, en realidad soviéticos, que acuden a recogerla al aeropuerto, se produce en el interior de un coche: la protagonista usa el afilado tacón de uno de sus zapatos para herir al hombre que tiene sentado a su lado. El momento en que Lorraine registra un apartamento, y es sorprendida por la policía, de los cuales se deshace a golpes, está excelentemente planificado en función de la espectacular coreografía de los combates cuerpo a cuerpo y el estupendo uso del espacio fílmico que Leitch sabe captar tan bien con su cámara. Hay otra secuencia de acción dentro de un cine donde se proyecta… Stalker (ídem, 1979), lo cual da pie a una brillante paradoja metafílmica: la “película de acción” que es Atómica se enmarca momentáneamente dentro de una sala donde se proyecta la “película de autor” de Tarkovski. Pero el momento de mayor virtuosismo es, sin duda, alguna, ese extraordinario fragmento resuelto sobre la base de un plano-secuencia de casi diez minutos de duración, en el cual presenciamos la pelea de Lorraine contra los sicarios que intentan asesinar a Spyglass y que culmina en una persecución automovilística, con la cámara siempre acompañando a Lorraine y Spyglass en su odisea. Además de ser un fragmento de cine de primer orden (una lección para el inepto Paul Greengrass de la aburrida franquicia Jason Bourne), expresa muy bien cómo el carácter de “supermujer” de la protagonista se viene abajo por culpa de la brutalidad de sus oponentes: Lorraine acaba cubierta de sangre, de golpes, desencajada, exhausta… Es entonces, y solo entonces, cuando esa “supermujer” que tanto ha admirado el público acaba dejando paso a un ser humano que tan solo lucha por sobrevivir. Por otro lado, el tratamiento dirty de las escenas de violencia en este plano-secuencia convierte la convencional “película de acción” dentro del cual se enmarca en una inesperada reflexión sobre los mecanismos narrativos del actioner, obligando al espectador a mirar de frente, sin tapujos, una violencia cuya espectacularidad no descuida los aspectos más crudos y desagradables de aquélla. Una interesante película, por más que su planteamiento pueda parecer, a simple vista, execrable.

(2) http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2012/08/el-amanecer-del-hombre-prometheus-de.html

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