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viernes, 13 de febrero de 2015

El Sol es Dios: “MR. TURNER”, de MIKE LEIGH



[ADVERTENCIA: EL PRESENTE ARTÍCULO ES UNA VERSIÓN REVISADA DE MI CRÍTICA PUBLICADA EN EL NÚM. 450 DE “DIRIGIDO POR…”.] La última película de Mike Leigh, Mr. Turner (ídem, 2014), se aleja con decisión de las convenciones del film biográfico al uso, para mostrarnos de manera atípica y personal un retrato humano y mordaz de quien probablemente fuera el pintor británico más audaz, atrevido e innovador de su época.


Contraviniendo ese tópico según el cual Mike Leigh tan solo sabe planificar-en-función-del-movimiento-de-sus-actores (?) —lo cual viene a ser sino una versión suavizada de esa corriente de opinión que sigue firmemente convencida de que los méritos de la cinematografía británica son más teatrales que fílmicos—, la primera y bellísima secuencia de Mr. Turner  es un contundente ejemplo de la capacidad de su realizador para sugerir ideas exclusivamente mediante la elección del encuadre. Un hermoso plano general del paisaje holandés, molino de viento incluido, iluminado bajo la luz del crepúsculo da paso a un lento travelling lateral de derecha a izquierda de la imagen, aparentemente siguiendo el paseo de dos mujeres con el traje típico holandés que avanzan hacia la cámara, rematando la escena con un suave reencuadre que nos descubre la silueta de un hombre en lo alto de un promontorio que está trazando esbozos en su bloc: el pintor británico J.M.W. Turner (Timothy Spall). Es decir: la película arranca con una imagen —ese plano general del paisaje holandés— que parece indicarnos que, en efecto, vamos a ver un film sobre la vida de un artista que se va a esforzar en reproducir en pantalla las más famosas imágenes y hasta los colores característicos de la obra del pintor biografiado, un poco salvando las distancias como hiciera Vincente Minnelli con Van Gogh en El loco del pelo rojo (Lust for Life, 1956); pero, a partir de esa imagen estática y «artística» a lo Víctor Erice o Isaki Lakuesta, Leigh traza, como digo, un movimiento de cámara que rompe ese estatismo y resitúa la imagen «a ras del suelo» (el paseo de dos campesinas); y, a renglón seguido, reencuadra hacia el hombre embebido por la belleza de ese paisaje y su afán de llevar a cabo una captura del mismo.


Dicho de otro modo: Mr. Turner no es una recreación de la obra de J.M.W. Turner (1775-1851), por más que no evite la misma, la cual está en todo momento dramáticamente justificada; tampoco es, ni mucho menos, aquello que suele denominarse un biopic al uso, dado que no pretende abarcar la totalidad de la existencia del pintor porque se centra en sus últimos años (salvo algunas breves, y oportunas, referencias verbales a su infancia y juventud); Mr. Turner más bien pretende ser el retrato de un hombre que además era un gran artista, o si se prefiere, el retrato de un gran artista desde un punto de vista humano.


Cayendo en la tentación de hacer uso de unos términos pictóricos (fáciles, lo reconozco, a la hora de referirnos a un film de estas características), Mr. Turner vendría a ser un dibujo impresionista de la vida del pintor, llevado a cabo mediante rápidas pinceladas sobre momentos relevantes de esa última etapa de su existencia: su relación con el también pintor Benjamin Robert Haydon (1786-1846) —encarnado en el film por Martin Savage—, quien suele acudir a Turner para que le preste dinero con el cual paliar su acuciante situación económica; su enfrentamiento con John Constable (1776-1837) —a cargo del actor James Fleet—, a quien insulta gravemente delante de sus colegas de la academia de arte corrigiéndole una de sus pinturas mediante una sola pincelada en rojo y un par de retoques con su uña (sic); o la relación que le vinculó a la viuda Sophia Booth (Marion Bailey), con la que convivió hasta su muerte, a los 76 años de edad, que tuvo lugar inmediatamente después de que pronunciara sus famosas —y reales— últimas palabras: «¡El Sol es Dios!».


Pero Mr. Turner no es solo eso (que ya es mucho), sino también el retrato en profundidad de su protagonista, un personaje singular que bajo su apariencia huraña y presuntuosa esconde un alma sensible, bondadosa e inteligente que lucha por mantener su personalidad propia y su integridad artística en el contexto de un mundo, el del arte de su época, todavía incapaz de ver hasta qué punto está avanzada su pintura, la misma que con sus marinas tempestuosas de cielos borrascosos está ya diluyendo las formas en beneficio de la luz y el color en sí mismos considerados, o lo que es casi lo mismo, está llamando a gritos al impresionismo. La película ofrece, a través de la lucha de Turner contra el canon pictórico de su tiempo, una dura y a la vez mordaz digresión sobre la pedantería que envuelve al así llamado mundo del arte, mostrado como un entorno plagado de imbéciles que se llenan la boca con elevados conceptos intelectuales en su afán de clasificar, ergo domesticar, el insondable misterio de la creación artística. Un ejemplo de lo afirmado lo hallamos en la espléndida secuencia en la que un lechuguino pagado de sí mismo, John Ruskin (Joshua McGuire), afirma que la pintura de Turner es muy superior a la de otro pintor amante de la temática de las marinas, Claude Lorrain (1600-1682), la cual le parece insulsa; Turner replica que «Claude Lorrain era un genio» y, sarcástico, le pide a Ruskin que le dé su opinión sobre dos tipos de comida..., dándole a entender, a él y a otros imbéciles de su calaña, que antes de pasarse de listo y dejarse cegar por lo moderno también hay que saber guardar el debido respeto a los artistas que desarrollaron sus creaciones en otra época, y por tanto bajo otras circunstancias: de Lorrain, se dice, pintaba sus marinas desde tierra firme, al contrario que Turner, y este, lejos de despreciarlo por el mero hecho de ser diferente a él, respeta su punto de vista y valora su obra en sí misma considerada. Cámbiese pintura por cine, y véase cómo dicha reflexión sigue siendo perfectamente válida. 


Al margen de su (brillante) discurso sobre la creación artística, Mr. Turner es, asimismo, una de las obras más cálidas y humanas de Leigh. Cierto: hay en ella mucho de ese dibujo de personajes antisociales e iconoclastas propio del autor de Grandes ambiciones, Naked (Indefenso) o Happy, un cuento sobre la felicidad, pero también considerables dosis del Leigh más psicológicamente introspectivo, ácido y comprensivo con las debilidades de las personas de Secretos y mentiras, Todo o nada, El secreto de Vera Drake y Another Year. Resultan excelentes, en este sentido, las escenas que en la primera mitad del metraje, muestran la relación cariñosa de Turner hacia su anciano padre, William (Paul Jesson). Todo está mostrado mediante una puesta en escena repleta de ingeniosas soluciones, que confieren al relato esa tonalidad sobria y contenida tan característica de su autor y donde brilla a una altura excepcional la labor de sus magníficos intérpretes —empezando por un genial Timothy Spall, y acabando por todos y cada uno de los componentes del reparto—, pero también lo hacen los recursos expresivos de un cineasta excesivamente comparado con Ken Loach por su fidelidad compartida a la tradición realista del cine británico, pero que se diferencia del firmante de El viento que agita la cebada en una mayor capacidad de elaboración de sus imágenes.
     

Leigh se mantiene fiel a ese tipo de planificación a base de planos generales de larga duración, de inspiración teatral pero de resultados eminentemente cinematográficos, que da pie a momentos tan excelentes como la llegada de Turner a su casa inmediatamente después de ese viaje a Holanda que ha abierto el relato, en particular la escena en la que toca el pecho y el sexo de su criada Hannah (Dorothy Atkinson), en un gesto perfectamente ilustrativo del tipo de relación que se da entre ellos; o ese momento extraordinario, en el cual tras haberse encarado con Haydon y accedido a prestarle al menos cincuenta de las cien libras que le suplica para subsistir (sugiriendo de este modo algo que se confirmará más adelante: que el propio Turner tampoco anda sobrado de dinero), vemos a Haydon cómo va alejándose al fondo del plano, mientras Turner y otros colegas comentan de qué modo Haydon ha terminado convirtiéndose en un paria de la sociedad artística como consecuencia de sus radicales ideas y la falta de respeto hacia quien no las comparte.


Pero también hay instantes en los que Leigh hace gala de otros recursos no tan habituales en él y que pueden provocar cierto rechazo por interpretarse como una especie de —horror— traición hacia el estilo característico de un cineasta que no ha hecho otra cosa sino mejorar, perfeccionar y evolucionar desde el principio de su carrera. Es el caso, por ejemplo, de ese gran momento en que, para poder ver por sí mismo la violencia de una tormenta en alta mar a fin de incorporarla a sus pinturas, Turner se hace atar al palo mayor de un navío, soportando, la lluvia, la nieve y el frío; lo relevante de la escena reside en el hecho de que Leigh la planifica mostrándonos la demencial hazaña de Turner, pero sin caer en la tentación de insertar los consabidos contraplanos desde el punto de vista del pintor, dado que lo que le interesa resaltar no es lo que el artista está viendo, sino lo que tiene de relevante su gesto de cara a su exploración personal de las posibilidades del arte. Un artista que, además, está mostrado no como alguien pagado de sí mismo, que lo sabe todo y no acepta los consejos de nadie, sino por el contrario como una persona siempre dispuesta a aprender de los demás. Salvo ese sarcástico momento en que un ya envejecido Turner suelta una risotada burlona ante un par de pinturas prerrafaelitas, de las que se mofa por lo que tienen de teórico retroceso al arte figurativo, el protagonista demuestra que también es alguien abierto a sugerencias. Véase su relación con la científico y polímata Mary Somerville (1780-1872) —Lesley Manville en el film—, en la que queda patente la curiosidad del protagonista ante todo lo que sea innovación, y lo que quizá es más importante, su actitud abierta, humilde y respetuosa ante quienes hacen gala de conocimientos que él no posee; esa secuencia en la que, paseando en barca con unos amigos, acepta la posibilidad de pintar la que acabará siendo una de sus más famosas obras, «El Temerario remolcado a dique seco» (1838); o el momento en que el paso de un tren de vapor le inspira el famoso «Lluvia, vapor y velocidad. El gran ferrocarril del Oeste» (1844): una obra maestra de la pintura, como el film de Mike Leigh lo es del cine, por descontado.

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