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domingo, 27 de noviembre de 2011

BUCEANDO EN LAS ENTRAÑAS DE LOS “PLACERES CULPABLES”: “NUEVA YORK, AÑO 2012”, DE ROBERT CLOUSE


En más de una ocasión he estado tentado –y todavía no he descartado la idea por completo…— de elaborar y publicar aquí una lista de mis guilty pleasures, esas películas acaso imperfectas o incluso decididamente malas que siempre vuelvo a ver con agrado y que me gustan, o simplemente me divierten o me entretienen sobremanera, muchas veces en base a razones tan íntimamente personales que me resultan imposibles de describir y que, en consecuencia, difícilmente pueden ser compartidas por nadie con la misma intensidad; no descarto, tampoco, el publicar algún día una lista de lo peor de lo peor, es decir, de los bodrios más increíbles –según mi parecer, claro está— que me he echado nunca a los ojos; por descontado, ambas listas no tendrían otra intención que la meramente lúdica. Pero, y volviendo al terreno de mis “placeres culpables”, dentro de los mismos englobaría, por un lado, películas que, a fin de cuentas, tampoco están tan mal según aquella entelequia que se conoce como opinión mayoritaria, dado que se trata de títulos que, por lo general y salvo excepciones, están más o menos bien considerados, y dentro de los mismos me atrevo a citar unos cuantos: La dama de armiño (That Lady in Ermine, 1948, Ernst Lubitsch y Otto Preminger), que siempre me ha parecido divertidísimo y lleno de encanto (tuve ocasión de hablar de él, y de defenderlo, en el último dossier que Dirigido por… dedicó a Lubitsch); La máscara de la muerte roja (The Mask of the Red Death, 1964), Roger Corman), que aún reconociendo que no es el mejor título de la serie Poe-Corman-Price, su enloquecido tratamiento plástico del color y el decorado me resulta irresistible cada vez que vuelvo a revisarlo; o Kung Fu contra los siete vampiros de oro (The Legend of the Seven Golden Vampires, 1974, Roy Ward Baker), que con todos sus defectos es lo más parecido a mi idea de la diversión pura cinematográficamente hablando (suponiendo, por descontado, que dicha “pureza” exista). Dentro de mis guilty pleasures “atesoro” otros mucho menos defendibles, y soy perfectamente consciente de ello, tal es el caso de Cuando los dinosaurios dominaban la Tierra (When Dinosaurs Ruled the Earth, 1970, Val Guest), que aún siendo acreedora de todas las pegas del mundo me parece superior a la más famosa incursión de Hammer Films en el terreno de las aventuras prehistóricas, la sobrevalorada y muy mediocre Hace un millón de años (One Million Years B.C., 1966, Don Chaffey…, a pesar de Raquel Welch y Ray Harryhausen); así como de otro título realmente “extremo”, Superman III (ídem, 1983, Richard Lester), que tengo en simpatía únicamente por una secuencia: la batalla entre Clark Kent y un envilecido Hombre de Acero –ambos, Christopher Reeve— en el cementerio de automóviles, un fragmento extraña e inesperadamente sombrío que ni siquiera parece de la misma película.

Pero el guilty pleasure que quiero comentar aquí no pertenece exactamente a ninguna de las dos, digamos, “categorías” que he enunciado, dado que no se trata ni de una película que, por lo general y salvo –sospecho— muy contadas excepciones, sea muy apreciada, ni de un film que, sigamos diciendo, me guste a pesar de su reconocida por mí mismo mediocridad y en base a razones intrínsecamente particulares, dado que se trata de un título que, más bien, defiendo aún con todas sus imperfecciones y con el convencimiento de que no está ni mucho menos tan mal como suele pregonarse. Estoy hablando de Nueva York, año 2012 (The Ultimate Warrior, 1975), una película que carga, de entrada, con el sambenito de carecer de –y aquí parafraseo al amigo Antonio José Navarro— una “firma” de prestigio en tareas de guión y dirección, ambas a cargo de la misma persona: el realizador norteamericano Robert Clouse (1928-1997), uno de esos tantos realizadores “sin firma” que es recordado por sus contribuciones a lo que se conoce popularmente como cine de artes marciales, y sobre todo, por ser el responsable tras las cámaras de dos de los más famosos films protagonizados por la más mítica estrella del género, Bruce Lee: precisamente el último que rodó en vida, Operación Dragón (Enter the Dragon, 1973), y uno de los más tristemente célebres que “protagonizó”… después de muerto, Juego con la muerte (Game of Death, 1978), un siniestro cambalache que, como es bien sabido, fue rodado por Clouse para aprovechar 30 (buenos) minutos de lucha filmados e interpretados por Lee en 1972, y que completó con la participación de dos actores, el chino Biao Yuen y el surcoreano Tai Chung Kim (en ocasiones acreditado como Kim Tai Jong, Kim Tai Chong y Tong Lung), quienes “doblaron” a Lee en todas aquellas escenas necesarias para completar un metraje estándar de 85 minutos. La especialización de Clouse en el género, subgénero o variante genérica de las artes marciales marcó indefectiblemente el grueso de su carrera, que se completa con otros títulos en la misma o similar línea, tal es el caso de Cinturón negro (Black Belt Jones, 1974), Alfileres de oro (Golden Needles, 1974), La furia de Chicago (The Big Brawl, 1980) –protagonizada por Jackie Chan, quien ya trabajara como stunt en Operación Dragón—, Los cinco invencibles (Force: Five, 1981) –con Joe Lewis, quien fuera el protagonista de El felino (Jaguar Lives!, 1979, Ernest Pintoff) (1)—, Gymkata (1985), las dos entregas de las aventuras de China O’Brien protagonizadas por Cynthia Rothrock en 1990 y 1991, e Ironheart (1992), con el no menos famoso Bolo Yeung. A pesar de ello, no falta quien ha roto alguna que otra lanza a favor de este cineasta, dado que cuenta en su haber, sorprendentemente, con dos cortometrajes –The Cadillac (1962) y The Legend of Jimmy Blue Eyes (1964)— que fueron ambos candidatos al Oscar (¡), y con un thriller policíaco de cierto culto, Más oscuro que el ámbar (Darker Than Amber, 1970), adaptación de una novela de John D. MacDonald y con Rod Taylor encarnando al detective Travis McGee, sobre el cual de momento prefiero no pronunciarme, dado que hace muchos años que no he vuelto a verlo.

Nueva York, año 2012 parte de un guión del propio Clouse –quien solía firmar los libretos de sus películas, fueran esos buenos, malos o regulares— que se inscribe dentro de una parcela del cine de ciencia ficción estadounidense que, como ya he repetido en más de una ocasión, bien merecería una aproximación rigurosa: la que se comprende (haciendo una cronología aproximada, dado que cuenta con algunos precedentes) entre el estreno de la primera versión de El planeta de los simios (Planet of the Apes, 1968, Franklin J. Schaffner), y los de las dos producciones, asimismo de ciencia ficción, que finiquitaron con su enorme éxito comercial dicha parcela –La guerra de las galaxias (Star Wars, 1977, George Lucas) y Alien, el octavo pasajero (Alien, 1979, Ridley Scott)—, no sin que antes esta legara (sin ánimo de exhaustividad) producciones como Contaminación (No Blade of Grass, 1970, Cornel Wilde), El último hombre… vivo (The Omenga Man, 1971, Boris Sagal), THX 1138 (George Lucas, 1971), Cuando el destino nos alcance (Soylent Green, 1973, Richard Fleischer), Almas de metal (Westworld, 1973, Michael Crichton), Sucesos en la cuarta fase (Phase IV, 1974, Saul Bass), Rollerball (ídem, 1975, Norman Jewison), The Stepford Wives (Bryan Forbes, 1975), La fuga de Logan (Logan’s Run, 1976, Michael Anderson), Callejón infernal (Damnation Alley, 1977, Jack Smight), La invasión de los ultracuerpos (Invasion of the Body Snatchers, 1978, Philip Kaufman), El planeta de los buitres (Ravagers, 1979, Richard Compton) o hasta las mismas secuelas –nada despreciables— de El planeta de los simios, llegando a ejercer cierta influencia en producciones coetáneas de nacionalidad británica, como Edicto siglo XXI: prohibido tener hijos (Z.P.G., 1972, Michael Campus) o Zardoz (ídem, 1974, John Boorman). Una ciencia ficción apocalíptica y pesimista, poco o nada propensa al “final feliz”, articulada alrededor de fábulas futuristas que mostraban un porvenir en absoluto halagüeño, antes al contrario, aterrador y represivo, brutal y despiadado: el mañana hecho pesadilla.

La película de Robert Clouse –a falta de revisar Más oscuro que el ámbar, la mejor que le conozco— parte de un planteamiento similar a los de Contaminación –un virus ha liquidado a la población británica—, Cuando el destino nos alcance –la superpoblación del planeta ha conducido a la humanidad a un brutal racionamiento de alimentos—, y El último hombre… vivo y las posteriores La fuga de Logan / Callejón infernal / El planeta de los buitres (a las que, incluso, puede haber influido): sendas visiones del futuro de la raza humana después de pavorosas guerras nucleares que han diezmado la población, obligándola a refugiarse bajo domos esterilizados o a sobrevivir como mejor puedan en un panorama arrasado y desolado. La Nueva York del año 2012 que menciona expresamente el título español es una urbe tan solitaria como la de El último hombre… vivo, todo ello como consecuencia –se nos explica— de un virus que, en el pasado, aniquiló buena parte de los recursos alimenticios, animales y vegetales, del planeta; en consecuencia, la mayor parte de la humanidad ha muerto… de hambre. Los escasos supervivientes se organizan, tal y como se muestra en el film, de tres maneras. Unos, como los liderados por un hombre al que llaman el Barón (Max Von Sydow), están atrincherados dentro de una especie de fortificación en una manzana vecinal con patio interior, y constituyen una comunidad escasamente unida. Otros, los comandados por Carrot (William Smith, uno de los protagonistas de Más oscuro que el ámbar), y principales enemigos de los anteriores, se dedican al pillaje por las calles, asesinando a los incautos que tienen la desgracia de caer en sus manos con vistas a arrebatarles sus escasas pertenencias, y en último extremo, quizá para alimentarse con ellos (en un momento de la película se dice que el canibalismo ha empezado a extenderse…). Una tercera modalidad es la que representan los solitarios como el principal protagonista del relato: Carson (Yul Brynner), al que califican rápidamente como “luchador” o “guerrero” y que, armado con un cuchillo, vende su habilidad para el combate cuerpo a cuerpo al mejor postor.

Uno de los aspectos más atractivos de Nueva York, año 2012 reside en la insólita desnudez formal de su estructura narrativa, de tal manera que la aparente simplicidad de sus personajes acaba confiriéndole al relato una inesperada abstracción. Me explico: en cierto sentido, la película potencia las convenciones en las cuales se sustenta, a fin de extraer de ellas una especie de estilización. Por ejemplo, una vez presentados y descritos los dos bandos enfrentados, los de la comunidad dirigida por el Barón y los desperados bajo el mando de Carrot, está muy claro que el personaje de Carson será –utilizando el lenguaje típico del cine de acción norteamericano— el que “marcará la diferencia”; de ahí que a este último se lo presente de forma directa y sin florituras: Carson no “llega” de ninguna parte, simplemente un día, de repente, “está ahí”, de pie en lo alto de un promontorio, con el pecho desnudo y los ojos cerrados como si fuera una estatua, esperando a que alguien se le acerque y le haga una oferta; asimismo, Carson –en el cual no cuesta nada ver un heredero de los antihéroes a sueldo de Yojimbo / El mercenario (Yojimbo, 1961, Akira Kurosawa) y Por un puñado de dólares (Per un pugno di dollari, 1964, Sergio Leone)— termina aceptando la proposición del Barón porque, además de incluir tres raciones de comida diarias, contiene un elemento hedonista: una provisión ilimitada de cigarros puros; así se lo confiesa al Barón cuando este le pregunta qué fue lo que le decidió a inclinarse por su bando, lo cual define muy bien el carácter del protagonista. Por otro lado, la presentación de Carson tiene mucho de irreal, como ya hemos señalado, además de algo de mitológico; irrealidad y mito que vienen reforzados en el plano que establece la primera asociación entre Carson y el Barón: este último se acerca a Carson, acompañado de una pequeña escolta, para ofrecerle su hospitalidad a cambio de su ayuda contra Carrot y los suyos; la cámara traza un movimiento de grúa a espaldas de Carson, situado en primer término del encuadre, mientras que en segundo término, y a sus pies, como si fueran súbditos que vienen a rendir pleitesía a un rey o a un dios, vemos al Barón y sus hombres. Esa visualización de Carson, unida a la carismática presencia física de Brynner y su característico cráneo rasurado, retrotrae a cierta iconografía visual propia del cine asiático; algunas fuentes afirman que el primer candidato a encarnar a Carson fue Gordon Liu, una de las mayores estrellas del cine de artes marciales de Hong Kong mucho antes de que Quentin Tarantino se lo descubriese a mucha gente en su díptico Kill Bill (2003-2004); también se afirma que el fracaso comercial de Nueva York, año 2012 en el momento de su estreno en los Estados Unidos –si bien tampoco debió de ser tan desastroso, habida cuenta el bajo presupuesto con el que se rodó, del orden de los 800.000 dólares de la época— se debió a una engañosa campaña publicitaria, que la promocionó como la primera película que mezclaba ciencia ficción con artes marciales (sic), lo cual provocó el lógico desengaño entre los incondicionales de este último género, y más si a ello unimos que era un-film-del-director-de-Operación Dragón.

Otro aspecto de Nueva York, año 2012 particularmente interesante reside en la aspereza con la que están dibujados los personajes, de tal manera que ni tan siquiera aquellos que son, teóricamente, los “buenos” –Carson, el Barón, su hija Melinda (Joanna Miles) o Cal (Richard Kelton), el padre de la criatura que la anterior está esperando en breve— resultan particularmente simpáticos, de ahí que no haya entre ellos y los, digamos, “malos” –Carrot y su pandilla— unas diferencias tan radicales. Carson es un mercenario que, tal y como afirma, ha aceptado la oferta del Barón porque este le ha ofrecido todos los puros que quiera, y cuando en un momento dado tiene que ponerse “en acción” –cuando Carson tiene que ir a rescatar a una pareja con un bebé que han decidido arriesgar sus vidas yendo a inspeccionar un edificio contiguo, fuera del perímetro de seguridad, para comprobar si hay leche en polvo para el pequeño—, lo hace como parte de su acuerdo con el Barón, y no porque haya en ello nada personal. Por su parte, intuimos en el Barón el drama personal de alguien con sensibilidad que se ve obligado, en contra de su voluntad, a ejercer la crueldad a fin de mantener la cohesión de la comunidad que dirige: al principio del film, y cuando no le ve nadie, le vemos sollozar en un rincón de la escalera, consciente de que sus posibilidades de sobrevivir al hambre y al asedio de la banda de Carrot van menguando día a día; la elegante decoración de su despacho –en lo que puede verse otra influencia de El último hombre… vivo—, lleno de libros y cuadros antiguos, sugiere que nos hallamos en la estancia de una persona con refinamiento (no es casual, en este sentido, la elección de un intérprete de aire distinguido como el gran Max Von Sydow para representar a esta especie de último bastión de la cultura de un mundo agonizante); pero, cuando un miembro de dicha comunidad es acusado (falsamente) de haber cometido el peor crimen de la misma, un robo de comida, no vacila a la hora de condenarle a muerte, esto es, ser arrojarlo atado y con una capucha cubriéndole la cabeza, a “la gente de la calle”. Incluso su aparentemente desvalida hija Melinda, a punto de salir de cuentas, hace gala cuando la situación empeora de una dureza de carácter que contrasta con su dulce apariencia; por ejemplo, su entereza tras el asesinato de Cal a manos de los hombres de Carrot que, una noche, asaltan los tejados de la comunidad y saquean el huerto de tomates y hortalizas que aquel llevaba meses cuidando; o, más tarde, cuando huye junto con Carson por los túneles del metro y se pone de parto: el primero le dice que, si quiere, puede gritar un poco, pues sabe que está sufriendo, y ella contesta que, tal y como le ha prometido un rato antes, no piensa gritar, consciente de que sus gritos pueden poner en aviso a sus perseguidores… Por su parte, hasta el pacífico Cal reacciona con una brutalidad casi animal –por más que no le pueda faltar razón en ello— cuando descubre a los hombres de Carrot robándole el fruto de sus desvelos.



Protagonistas duros y al límite que, a pesar de ello, experimentan una evolución. Carson informa al Barón que se ha detenido temporalmente en la ciudad porque iba camino de una isla, no muy lejos de Nueva York, donde tiene familiares y le consta que existe una buena reserva de comida y agua. Ello incita al Barón a elaborar un plan secreto que consistirá en que Melinda y Cal huyan acompañados por Carson a esa isla, llevando consigo el precioso tesoro que el agricultor ha logrado crear a base de no pocos esfuerzos: unas semillas, preparadas para germinar con garantías de éxito. El asesinato de Cal y la inminencia del ataque decisivo de Carrot acelera los planes del Barón, quien decide adelantar la huida de Melinda con Carson y las semillas; pero, en una nueva demostración de que se trata de alguien con conciencia, el Barón sabe que, con este plan, está favoreciendo a su hija en perjuicio del resto de la comunidad, a quienes no ha hecho partícipes del mismo; de ahí que, en el último momento, mientras Carson carga con Melinda, narcotizada por su padre porque se negaba a obedecerle, le diga al luchador: “Si tiene que elegir, salve las semillas…”. Es un detalle que define excelentemente el contexto de un relato marcado en todo momento por la idea de la supervivencia a cualquier precio: al principio del mismo, vemos cómo un par de hombres son asesinados por Carrot y los suyos mientras se dedicaban a cazar palomas para comérselas; de hecho, el odio que siente Carrot hacia la comunidad del Barón reside principalmente en que está convencido de que tienen más comida que ellos, y nada más: tampoco hay en su actitud –como, al principio, en la de Carson— una implicación personal, más allá de la necesidad de tener que comer todos los días; incluso hay un par de momentos en que se advierte claramente ese pragmatismo: primero, en la secuencia de la incursión nocturna de Carson fuera del recinto de la comunidad para salvar a aquella pareja y su bebé, cuando se da cuenta de que el luchador es un hueso duro de roer y no será fácil acabar con él, llama a sus hombres, que le están persiguiendo, para que le dejen marchar, consciente de que intentar darle caza en aquel momento es un esfuerzo inútil y lo mejor es esperar a que se presente una oportunidad más propicia para matarlo; luego, cuando interroga brutalmente a un hombre de la comunidad del Barón que ha decidido traicionarle con la (vana) esperanza de conseguir comida y protección de Carrot: este último le arranca la información que desea acercándole peligrosamente el rostro a unas brasas encendidas, y cuando le ha sonsacado todo lo que quiere saber, termina abrasándole vivo igualmente: es un gesto que connota a la vez sadismo y sentido de lo práctico, la brutalidad pragmática de alguien que sabe que un nuevo miembro en su banda será otra boca que alimentar…

Sorprende, finalmente, y más viniendo del hombre que firmó Operación Dragón, el tratamiento seco y expeditivo de la violencia: las diversas peleas cuerpo a cuerpo de Carson contra los secuaces de Carrot tienen una coreografía “limpia” que Clouse resuelve mostrándola, de forma sostenida, en planos generales, atento a los movimientos de los actores y supeditando al mismo el trabajo de cámara. Ello da como resultado una violencia cinematográfica vistosa pero no tan espectacular como la coreografiada por Bruce Lee: la intención es aquí, y en consonancia con el duro contexto del relato, mostrar una violencia más cruda, primitiva y desesperada. Ello da pie a momentos tan logrados como la ya mencionada incursión nocturna en la que Carson intenta rescatar a la pareja y al bebé (y fracasa en el empeño: el hombre y la mujer han sido asesinados –la mujer, además, violada—, y el bebé aparece muerto en brazos de alguien que, aparentemente…, tiene la intención de comérselo: “Estaba muerto”, se excusa, cuando Carson lleva a cabo tan horrible descubrimiento); o el asimismo mencionado clímax del relato, la persecución a la que Carrot y sus hombres someten a Carson y Melinda por los túneles del metro, que llama la atención por su crudeza; en particular, la pelea final entre Carson y Carrot, que concluye sangrientamente para ambos: el segundo morirá, aplastado contra el fondo de un pozo lleno de ratas, pero no sin antes haber obligado al primero a cortarse su propia mano de un hachazo para evitar que le arrastre en su caída (¡). Hay que anotar, igualmente, con respecto a esa pelea, que la misma pudo haber inspirado a Tarantino: Carrot emplea contra Carson una cuerda en cuyo extremo hay un par de bolas metálicas, parecida por tanto a las populares “boleadoras” chilenas, un arma muy similar a la que empuña Chiaki Kuriyama contra Uma Thurman en uno de los –escasos— momentos salvables de la soporífera primera entrega de Kill Bill.

(1) Una película que muchos recordamos con regocijo, principalmente, por su desternillante secuencia inicial: un atentado terrorista que termina destruyendo de un bombazo… ¡la cruz del Valle de los Caídos! (¡ni siquiera Álex de la Iglesia se atrevió a ir tan lejos!). Memorable imagen que forma parte de la carátula de presentación de los films que se programan en el entrañable festival de cine popular de Gijón, Peor… ¡imposible!, dirigido por mi querido amigo Chus Parrado: http://www.youtube.com/watch?v=bHB02l5Grmc

4 comentarios:

  1. por fin alguien se atreve a hacerlo . cine sin prejuicios , sin el que diran los demas . yo le llamo CINE TOPO .

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  2. una pelicula no es buena ni mala Siempre hay que buscar la huella del director a veces mas alla de otras consideraciones que del argumento e incluso puesta en escena. Existe un tipo de cine que te gusta sin saber mucho porque. puede ser por recuerdos infantiles , sensaciones diferentes o por el dia que tengas. pero no es casualidad que esas pelis siempre si te fijas bien sean peliculas sin inhibiciones ni coartadas de ningun tipo y hace falta ser un critico VALIENTE para comentarlas en publico m, un saludo y !chapo ! como siempre

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  3. La verdad es que para los que tenemos especial cariño a las películas malas, ni que sea por habernos iniciado con ellas (mi primera experiencia cinéfila fue ni más ni menos que "King Kong contra Godzilla"), Internet se ha convertido en todo un mundo a explorar. Y en el tema de "es tan malo que es bueno" los americanos nos llevan mucha ventaja: no sólo la expresión "guilty pleasure" para referirse a estas cosas es suya, sino que además gracias a un popular programa de TV, Mystery Science Theater 3000, es un aspecto cultural conocido y aceptado por la amplia mayoría. De ahí que las muchas páginas hispanas sobre el tema, que las hay y buenas, como Cinecutre o Nocilla TV, me parece que todavía tienen que subir mucho el listón para recordar por ejemplo a Badmovies.org.

    Por mi parte, entre las habituales dosis de cine negro, western (y aquí le doy las gracias a Tomás por sus reseñas para Cinearchivo, que me han sido muy útiles) y cine de autor con las que me auto-medico, a veces me sorprendo añorando films de la Cannon o de esas costrosos exploits italianos o filipinos que programaba T5 en sus buenos tiempos, entre ración de mamachicho y capítulo doble de "Expediente X".

    Por algo será, digo yo.

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  4. hola TFV. HACE POCO VI UNA PELICULA DE UN TIO QUE HABLABA CON UNA MOTO y estaba ambientada en un futuro apocaliptico Era tan mala que no paraba de reir y llegue a verla hasta el final con agrado quizas debido a la propia insconciencia del autor de hacer un film malo . era claro italiana pero las hay por todo el mundo Solo hay que buscarlas .Por eso te animo a que sigas con estas criticas de vez en cuando ya que a mi me interesa bastante,Por cierto quizas donde mas las encuentres es el genero fantastico y terror que solo con el titulo te asustan por ejemplo : " el asesino del microhondas "

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