
Una película que, lejos de ser una maravilla, pero bastante mejor de lo que se dijo en su momento, es Desapariciones, contra todo pronóstico uno de los trabajos más solventes –si no el que más— de Ron Howard, realizador cuya “mala fama” entre la prensa especializada europea se ha labrado gracias a una filmografía tan correcta como insulsa y que, dentro del western, cuenta con un precedente tan dudoso como es la infame Un horizonte muy lejano (Far and Away, 1992). Otra de las razones que fomentaron el rechazo hacia Desapariciones ya antes de haberse estrenado fue una equivocada campaña publicitaria basada en sus supuestos parecidos con Centauros del desierto (The Searchers, 1956). Imagínense: ¡el firmante de 1,2,3… Splash (Splash, 1983), Cocoon (ídem, 1985) y Llamaradas (Backdraft. 1991) poniendo sus sucias manos encima de John Ford! Con semejantes antecedentes, y a la vista de la actual pereza a la hora de valorar el cine en función de criterios de puesta en escena, no es de extrañar que Desapariciones fuera olímpicamente despreciada por los guardianes de la moral y el buen gusto “posmodernos”(sic).

Como si se tratara de un western de Anthony Mann, los hermosos paisajes naturales de Desapariciones funcionan a modo de contrapunto dramático en relación con el carácter y los sentimientos de los personajes. A pesar de que las relaciones que se dan entre ellos –la aversión de Maggie hacia el progenitor que la abandonó siendo niña, el deseo de Samuel de reconciliarse con su hija sintiéndose a las puertas de la vejez, la admiración de la pequeña Dot hacia ese abuelo de aspecto mitológico— y la evolución que experimentan los mismos –el restablecimiento del amor paterno-filial entre Samuel y Maggie, la madurez que alcanza Lilly en manos de sus crueles secuestradores— se inscriben en el terreno del estereotipo, Howard demuestra aquí una notable pericia a la hora de combinar esos elementos dramáticos con una puesta en escena atenta a lo físico y a su correspondencia con lo emocional. De este modo, la belleza de un bosque puede albergar un paisaje de horror indecible, como en la escena del descubrimiento que hace Maggie del asesinato de Brake y su ayudante mejicano y del secuestro de Lilly, sin duda una de las mejores de la película. Una estrecha cañada atravesada a caballo de noche puede devenir una trampa mortal por culpa de una riada: Samuel salva a Dot de morir ahogada y, de este modo, estrecha lazos con su familia (se gana el agradecimiento de su hija y esta última tiene que aceptar los mocasines de india que su padre le regala a Dot para reemplazar los zapatos que la niña ha perdido en el torrente). Un viejo poblado de piedra abandonado deviene un espacio para el descanso, la reflexión e incluso la magia (véase la secuencia en la que Samuel y sus amigos pieles rojas ahuyentan el conjuro maléfico que Chidin ha arrojado sobre Maggie a distancia: sorprende gratamente la sobriedad con que Howard la resuelve). Una meseta puede servir como parapeto para que Samuel y Maggie se defiendan a tiros de los apaches y para que, aislados allá arriba, ambos puedan pedirse perdón el uno con el otro. La aridez del paisaje se corresponde, asimismo, con el tono del relato, que oscila según las ocasiones entre lo descriptivo, lo cruel y lo violento: la relación amorosa entre Maggie y Brake está mostrada como algo más rutinario que romántico; Chidin tortura sádicamente a un fotógrafo, al que obliga a sacar fotos de las chicas que ha secuestrado, arrojándole un veneno a los ojos; los soldados que comanda el teniente Ducharme (Val Kilmer) saquean la casa de la familia cuyos miembros han sido asesinados por los apaches de Chidin y se niegan a ayudar a Maggie en su rescate; Samuel le entrega un arma a la pequeña Dot en el momento en que avistan a los apaches y le explica cómo debe afinar la puntería; por el contrario, una mujer secuestrada por los apaches, enloquecida por la muerte de su bebé, usa la pistola que Lilly le tiende durante su intento de fuga para suicidarse…

Está muy claro que, tanto en lo que se refiere al cine como incluso a la vida misma, resulta recomendable mantener cierta actitud socrática: no hay que comulgar con piedras de molino, pero tampoco dejar que las ideas personales se conviertan en algo monolítico e inmovilista, y procurar que de vez en cuando entre un poco de aire fresco que permita la apertura hacia cosas nuevas o la renovación de las viejas. He despotricado más de una vez con respecto al realizador británico Paul Greengrass, el cual hasta ahora tan sólo me había convencido, y mucho, con su magnífico docudrama Bloody Sunday (Domingo sangriento) (Bloody Sunday, 2002) (si bien, y hay que sacar de nuevo a colación a Sócrates, puede que esté equivocado en mi apreciación al respecto: Quim Casas, cuyo criterio respeto mucho, escribía hace poco que Bloody Sunday le parecía el film más endeble de su director (¿más que, ¡cielos!, Extraña petición / The Theory of Flight, 1998…?)). También renegaba hace poco, en mi comentario de la para mí insufrible En tierra hostil (entrada del 4 de febrero de 2010), de la poca alegría que me inspiran, por regla general, las películas que se han realizado en torno a la guerra de Irak. Pues bien, todo tiene sus excepciones, ya que contra todo pronóstico Green Zone: distrito protegido me ha parecido el mejor film que he visto hasta la fecha sobre ese conflicto y uno de los mejores trabajos de Greengrass, aún siendo, paradójicamente, la película sobre Irak con el planteamiento más convencional y hollywoodiense de todas las que se han realizado a día de hoy.
Comprendo que a muchos puede parecerles, y con razón, que lo que explica el film es, a estas alturas, demasiado obvio: que la acción bélica de los Estados Unidos sobre Irak no fue tanto para derrocar al dictador Saddam Hussein como para favorecer los intereses petrolíferos norteamericanos en la zona (véase, sin ir más lejos, el plano general sobre la refinería que cierra el relato), y que la excusa que se utilizó a nivel internacional para “justificar” la guerra y darle una especie de aureola de “justa” o de “santa” fue la de afirmar que el gobierno iraquí disponía de grandes arsenales de armas de destrucción masiva preparadas para ser utilizadas contra objetivos occidentales, en connivencia con los terroristas islámicos de Al-Qaeda; todo ello favorecido, claro está, por el clima de psicosis vivido a raíz del atentado al World Trade Center de Nueva York el 11 de septiembre de 2001, abordado en parte por el propio Greengrass en su muy decepcionante, superficial y demagógica United 93 (ídem, 2006). Todo esto está explicado, además, de manera convencional mediante el siguiente procedimiento, tan tradicional dentro del cine estadounidense de todos los tiempos, consistente en tomar a un personaje protagonista en funciones de “héroe”, aquí el oficial del ejército norteamericano en Irak Roy Miller (Matt Damon), y seguir sus movimientos de principio a fin, de tal manera que a medida que este último va “descubriendo” la verdad (que las famosas armas de destrucción masiva no existían), lo hace asimismo el espectador. Pero si bien es verdad que todo lo que cuenta Green Zone no tiene absolutamente nada de novedoso a estas alturas, no es menos cierto que, de entre todas las últimas películas sobre el conflicto iraquí, la de Greengrass es la única que lo dice todo en voz alta y clara; y lo hace, además, con gran habilidad.



Por más que la sombra de Alfred Hitchcock suele planear sobre cualquier película susceptible de crear esa suspensión de la incredulidad popularmente conocida como suspense, creo que el más reciente film de Roman Polanski es mucho más langiano que hitchcockiano. No lo digo sólo porque el personaje que centra la “autobiografía” que debe reescribir anónimamente un escritor sin nombre (Ewan McGregor), el cual ha sido contratado por una poderosa editorial a tales efectos, sea un ex primer ministro de Inglaterra (Pierce Brosnan) que se apellida Lang; ni tampoco porque la primera secuencia de la película contenga un explícito homenaje a uno de los mejores momentos del último film de Fritz Lang, el extraordinario Los crímenes del doctor Mabuse (Die 1000 augen des Dr. Mabuse, 1960): ese coche estacionado a bordo de un ferry, que obstaculiza la salida de los demás vehículos porque su conductor no se encuentra sentado al volante (el cadáver del dueño de aquel coche aparecerá en una playa un par de planos después de esta primera secuencia), remite al gran plano picado sobre el coche cuyo conductor ha sido asesinado, en este caso al volante y mientras estaba detenido ante un semáforo en rojo, de la película de Lang. La influencia de este último sobre El escritor, más que en detalles tan concretos como los que acabamos de mencionar, se percibe suavemente en la tonalidad del film, narrado con una puesta en escena que exhibe un mal llamado “clasicismo” –término que hoy en día suele salir a relucir, curiosa y paradójicamente, cada vez que alguien hace una película bien planificada, narrada con sobriedad, componiendo los encuadres en función de la luz, el espacio y profundidad de campo y el movimiento de los actores, y tomándose su tiempo para explicar cosas, como si todo esto ya no formara parte del lenguaje “habitual” no ya del cine, sino del arte y la cultura en general—, mezclándolo con una tonalidad fría y desapasionada, que mira a los personajes de frente y sin compasión, empezando por el propio protagonista, ese escritor contratado para reescribir anónimamente, en funciones de “negro” (o “escritor fantasma”), la “autobiografía” del mencionado ex primer ministro inglés, Adam Lang, el cual se convierte así en una entelequia que hace pensar, si bien de una manera muy distinta y salvando todas las distancias del mundo, a la que mencionábamos líneas arriba en relación al Héroe Americano que encarna Matt Damon en Green Zone. La diferencia estriba en que el escritor presentado por Polanski es un ser humano reconocible y dibujado con matices, al contrario que el estereotipo (sea o no deliberado) del film de Paul Greengrass; y precisamente en el dibujo del protagonista es donde afloran muchos de los rasgos característicos de la personalidad, en este caso, del propio Polanski: “su” escritor no anda lejos de los atribulados personajes protagonistas de otras aventuras cinematográficas suyas que se enfrentan a circunstancias extraordinarias que nunca terminan de comprender del todo, peripecias narradas además con un poso de ironía o cierto humor soterrado muy propio de los cineastas originarios del Este de Europa, por más que, y a pesar de su interés, El escritor sea una película más cerca del Polanski más “intrigante”, el de La semilla del diablo (Rosemary’s Baby, 1968), Chinatown (ídem, 1974) o sobre todo el del film al que quizás más se le parece, Frenético (Frantic, 1988), que del Polanski más excéntrico –cf. Callejón sin salida (Cul-de-sac, 1966), El baile de los vampiros (The Fearless Vampire Killers, 1967)—, turbador –cf. Repulsión (Repulsion, 1965), El quimérico inquilino (Le locataire, 1976)— o visualmente más refinado –Tess (ídem, 1979)—, sin que ello sea óbice para que en El escritor contenga apuntes de excentricidad, turbiedad y estética refinada.

