Siempre que se discrepa en torno a la valía de un fenómeno de masas, surgen las habituales sospechas relacionadas, por lo general y salvo honrosas excepciones, con la supuesta incapacidad de entendimiento del discrepante ante el fenómeno en cuestión; también surgen otras, más desagradables pero no por ello menos recurrentes, relativas a la supuesta envidia, pedantería o ganas de destacar del discrepante, o simplemente que este último se ha convertido en, o es, un anticuado. Es como, en una situación que he vivido en infinidad de ocasiones, cuando le dices a alguien que una determinada y “prestigiosa” película no te ha gustado, y entonces ese alguien, a quien sí le gusta la película en cuestión, intenta amablemente sacarte de tu oscuridad explicándote la trama de la misma; es decir, tu interlocutor está convencido de que esa película no te ha gustado porque no la has entendido, y lo que es peor, de que puede hacerte cambiar de opinión mediante una descripción rigurosa y pormenorizada de su sinopsis; dicho de otro modo, en ocasiones no se concibe que a uno no le guste algo –sea una película o una novela— por razones que nada tienen que ver con el de qué trata o el de qué va.
Mas, ante la apabullante campaña mediática que hace semanas inunda nuestro país en forma de amplios reportajes en periódicos, suplementos dominicales o televisión ensalzando las virtudes del malogrado escritor sueco Stieg Larsson y de su trilogía superventas Millennium –Los hombres que no amaban a las mujeres, La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina y La reina en el palacio de las corrientes de aire—, coincidiendo con el estreno a finales del pasado mes de mayo de la primera adaptación al cine de la trilogía –Los hombres que no amaban a las mujeres (Män som hatar kvinnor, 2009, Niels Arden Oplev)— y con el lanzamiento editorial en España este mismo mes de junio del tercer volumen de la misma, no puedo menos que preguntarme: ¿hay alguien que no ame a Stieg Larsson?
Comprendo que plantear esta cuestión aquí puede parecer reiterativo; recientemente he tenido
ocasión de pronunciarme al respecto en los números 292 de Imágenes de Actualidad y 390 de Dirigido por…, y entonces ya afirmé que la primera novela de la trilogía –la única que he leído— me pareció muy mediocre, literariamente hablando, y que la primera película que ha inspirado la trilogía Millennium –y que pronto contará con las otras dos entregas llevadas a la pantalla, pues se están realizando al unísono— me pareció asimismo muy poca cosa, en este caso cinematográficamente hablando y por más que sea ligeramente superior o como mínimo preferible al libro, en cuanto elimina –que no sintetiza: el film dura 152 minutos— algunos de los peores fragmentos de la obra de Larsson. De hecho, recomiendo a quien no se sienta muy atraído por el “fenómeno Larsson” pero quiera hacerse una mínima idea al respecto que pase de largo de las más de 660 páginas de la novela –666 (sic) en la edición de Círculo de Lectores que yo he leído— y se decante por la película; y, desde luego, a quien no esté en absoluto interesado, que prescinda de libro y film, pues dudo mucho que ninguno de ambos cambie sustancialmente su vida, sobre todo si se trata de alguien acostumbrado a leer buena literatura y/o a ver buen cine.
Quede claro que esto no es la consabida pataleta de alguien que pretende desmarcarse de un fenómeno popular, dado que si bien discrepo cordial pero abiertamente de quienes afirman que Los hombres que no amaban a las mujeres es una buena novela –y mantengo dicha opinión porque tengo todo el derecho del mundo a hacerlo, o cuanto menos el mismo derecho que tienen otros, por ejemplo Ferran Torrent, a alabar las virtudes del libro de Larsson—, intento entender el porqué de todo ese entusiasmo, por más que sospecho que la mayoría de las adhesiones hacia esta novela se fundamentan en razones de índole sociológica y psicológica, derivadas en su mayoría de la coyuntura, que poco o nada tienen que ver con el interés exclusivamente literario de la propuesta. Del mismo modo que para mí el valor de una obra cinematográfica no se deriva necesariamente de su de qué va o de su de qué trata, sino de valores derivados de su confección y uso del lenguaje cinematográfico, el valor de una obra literaria –o el de cualquier otra manifestación artística— se deriva de su confección, del empleo de su lenguaje específico, en este caso tratándose de una obra literaria de la riqueza de su literatura; en suma, de la belleza de su expresión. Con franqueza, no leí en Los hombres que no amaban a las mujeres nada que me pareciera literariamente bello (o, sencillamente, no supe verlo), con lo cual no tengo más remedio que pensar que el éxito de este libro se deriva principal o exclusivamente de sus componentes temáticos, o sea, de su de qué va o de su de qué trata; el estilo, una vez más, es lo de menos.
El éxito de Los hombres que no amaban a las mujeres se debe a varias razones, entre ellas, por descontado, una muy bien montada campaña publicitaria que se apoya, por un lado, en el carácter póstumo de la trilogía Millennium (es bien sabido a estas alturas que Stieg Larsson falleció prematuramente en 2004, sin llegar a conocer el éxito internacional de su obra, lamentable circunstancia que casi siempre suscita o puede suscitar cierto sentimiento de adhesión y/o curiosidad, sincera o malsana, hacia una obra que para bien o para mal se encuentra ya cerrada para siempre); y por otra parte, en cierto boom en España de la literatura policíaca escandinava que ha abanderado en estos últimos años el también sueco Henning Mankell con sus novelas protagonizadas por el inspector de policía Kurt Wallander y al cual se han unido muy poco después otros autores, como Camilla Läckberg, Jo Nesbo, Anne Holt, Arnaldur Indridason, Christian Jurgersen y la pareja formada por Maj Sjöwall y Per Wahlöö.
Pero la que creo es la principal razón del triunfo de Los hombres que no amaban a las mujeres
reside en su condición de alegato contra una de las lacras de la sociedad mundial: el maltrato a las mujeres, la mal llamada violencia de género o, algo mejor, violencia doméstica; cuestión terminológica que no debe apartarnos de la cuestión de fondo: la existencia de una arraigada costumbre que existe desde hace siglos, en base a razones de todo tipo (culturales, religiosas; sobre todo estas últimas), por la cual el varón de la especie humana se cree naturalmente superior a la hembra, hasta el punto de poner en práctica sobre ella un inexistente derecho a demostrar esa supuesta superioridad natural por medios coactivos. Tengo entendido, y corríjanme si me equivoco, que el título original sueco de la novela se traduciría literalmente al castellano como Los hombres que odiaban a las mujeres, y que el título de las actuales traducciones a lenguas oficiales del territorio español (el libro está publicado en castellano y catalán; ignoro si lo está también en gallego y euskera) está tomado del de la edición francesa, Les hommes qui n’aimaient pas les femmes. (Reproduzco aquí tanto la portada de dicha edición francesa, así como el cartel italiano del film, que en cambio se pronuncia en términos idénticos a los del título original del libro en sueco.) De hecho, en la propia novela su protagonista femenina, la inverosímil Lisbeth Salander, llega a tildar al asesino en serie
cuyas actividades secretas se encuentran en el nudo de la trama como a “otro cabrón que odia a las mujeres”. Interesante matiz, dado que no es lo mismo NO AMAR algo o a alguien que ODIAR algo o a alguien; mala cosa, además, habida cuenta de que en esta matización de la traducción española vuelve a aflorar, ni que sea subrepticiamente, la execrable costumbre ibérica de etiquetar en bandos separados/enfrentados a aquellas personas que no siguen la corriente de pensamiento establecida. Que no ames algo o a alguien no significa en absoluto que lo odies. Pero, por ejemplo, que no ames (votes) a un determinado partido político equivale para mucha gente de aquí a que lo odias (y, en consecuencia, que amas/votas al partido político del signo ideológico teóricamente opuesto o contrario al primero); y, sin salirnos de este blog, que no ames a Pedro Almodóvar es interpretado automáticamente como que lo odias. Parece por tanto que para una inmensa mayoría el amor y el odio son sentimientos tan absolutos que no admiten matizaciones, medias tintas o posicionamientos intermedios carentes de componentes emocionales: o se ama, o se odia. Y así nos va.
El odio a las mujeres por parte de los hombres es el tema principal que recorre las páginas de la primera novela de la trilogía Millennium (como ya indiqué en su momento, la lectura de Los hombres que no amaban a las mujeres me desanimó de cara a leer los otros dos volúmenes de la trilogía, sobre los cuales no pienso entrar al no haberlos leído ni tener, al menos por ahora, la menor intención de hacerlo). Tampoco hay que echar en saco roto el impacto de su ilustración de portada, en la cual se ve a una mujer atada de pies y manos, indefensa pero no sumisa, pues en su mirada desafiante se sugiere una especie de advertencia que quizá busca provocar el remordimiento de la persona (¿un hombre?: no lo duden) que la ha colocado en esa situación vejatoria. De hecho, Larsson incluye en su libro a modo de nota a pie de página una serie de datos estadísticos, se supone que reales, con los cuales abre cada una de las cuatro partes que componen el relato: en Suecia, el 18% de las mujeres han sido amenazadas en alguna ocasión por un hombre, el 46% han sufrido violencia por parte de alguno, el 13% han sido víctimas de una violencia sexual extrema fuera del ámbito de sus relaciones sexuales, y el 92% que han sufrido abusos sexuales en la última agresión no lo han denunciado a la policía. La intriga del libro gira en torno al descubrimiento de las actividades criminales de un asesino en serie de mujeres jóvenes, cuyas atrocidades vienen revestidas por una amplia parafernalia bíblica y se inspiran en el pasado nazi de algunos miembros de los Vanger, el núcleo familiar en torno al cual gira esa investigación de corte policíaco. Por otra parte, uno de los puntos “fuertes” de la trama consiste en la vejación sexual y posterior venganza contra la misma de Lisbeth Salander, la cual al principio es extorsionada por el abogado Nils Bjurman encargado de su custodia legal a pesar de que la joven sobrepasa desde hace seis años la mayoría de edad de 18 años (dicho sea de paso, la dureza de la legislación sueca se hace patente tanto en este extremo, probablemente verosímil, según el cual una mujer de 24 años no puede disponer por sí misma del dinero que tiene depositado en su propia cuenta bancaria sin la autorización previa de ese tutor legal designado por el Estado, como en un suceso que ha saltado a la palestra recientemente a raíz de la publicación de la tercera novela de la trilogía Millennium, dado que por lo visto la mujer que fue la pareja de hecho de Stieg Larsson durante treinta años no puede percibir ningún beneficio derivado de las ventas mundiales de los libros porque la legislación de su país no reconoce derecho hereditario alguno a las parejas no casadas).
Pero sigamos con Lisbeth Salander: con tal de conseguir dinero, su dinero, para comprarse un ordenador nuevo, la muchacha es obligada por
Bjurman a hacerle una felación; más adelante, Salander se presenta en el apartamento de Bjurman con un plan preparado, pero que tan sólo sale bien a medias (esto queda más claro en el libro que en la película), ya que no cuenta con el brutal ataque del abogado, que la esposa a su cama y la sodomiza, si bien dicha acción queda inmortalizada por la pequeña cámara que Salander oculta en su bolsa; finalmente, Salander se presenta por segunda vez en el apartamento de Bjurman y en esta ocasión ella toma las riendas de la situación: inmoviliza al abogado, lo desnuda y lo ata, le explica que una copia de esa grabación será distribuida a la prensa y entre sus superiores si él no accede a todo lo que ella le pida a partir de este momento, y para rematar la faena, tatúa en el pecho de Bjurman una difícilmente borrable leyenda en la que afirma que es un cerdo y un violador de mujeres. En la sesión para la prensa de Barcelona donde visioné el film, un pequeño grupo de mujeres sentado delante mío (se supone que personas adultas y con formación) aplaudieron por lo bajini; semanas más tarde, con motivo del estreno de la película en la Ciudad Condal, se difundieron por televisión algunas cortas entrevistas cuidadosamente seleccionadas (no hay que despreciar el papel manipulador de los medios), las cuales recogían opiniones de personas del público, mayoritariamente femenino, que salía de las primeras proyecciones del film y afirmaban (al menos, insisto, en las declaraciones seleccionadas por quien o quienes llevaran a cabo ese reportaje) que lo que más les había gustado era la revancha de Lisbeth Salander contra el desaprensivo que la había ultrajado.
Se dan, así, dos paradojas. Por un lado, parece a simple vista que ni que sea una parte, esperemos que pequeña, de la aceptación popular de Los hombres que no amaban a las mujeres reside o puede residir en la presentación de una figura (me niego a escribir personaje), la de Lisbeth Salander, que se erige en una especie de justiciera-vengadora que se rebela contra la opresión masculina. Es posible que esta interpretación no fuera pretendida ni siquiera por el propio Stieg Larsson, pero desde este punto de vista su Lisbeth Salander no estaría demasiado lejos de erigirse en una variante femenina de Charles Bronson. De este modo, lo que en su origen era y probablemente es una honesta defensa de la mujer puede haber acabado siendo interpretado como un acto de venganza pura y dura. La segunda paradoja a la que me refiero deriva de las motivaciones que proporciona Larsson a su violador y asesino en serie de mujeres (cuya identidad, en atención a quien no haya leído el libro o visto la película, no desvelaré); motivaciones, criminales por descontado, cuyo origen se remonta al nazismo y antisemitismo de la primera mitad del siglo XX y que se mezclan, en un explosivo cóctel reaccionario, con cierta parafernalia bíblica que reviste de macabra “creatividad” cada uno de esos atroces delitos. Como recurso dramático-literario es perfectamente plausible, mas es una pena que Larsson no fuera más allá (al menos, vuelvo a insistir, en este primer libro) y se contentara con una explicación sobre la naturaleza del mal tan tópica y previsible, siendo así que quizá hubiese sido más interesante explorar un territorio más cotidiano y no menos sugestivo, que se insinúa en el mismo título de la novela pero que por desgracia no se desarrolla: la idea de que hay hombres que “no aman” u “odian” a las mujeres por la sencilla –que no simple— razón de que NO LES GUSTAN; y no estoy hablando de homosexualidades reprimidas o no asumidas, sino de hombres heterosexuales que desprecian todo lo que tenga que ver con las mujeres sin perjuicio de que, a pesar de eso, deseen sexualmente su compañía.
Son esos hombres (no todos, esperemos, pero muy abundantes) que incluso admirando la belleza femenina no soportan su presencia más allá del sexo; que, por ejemplo, les irrita ir con sus propias compañeras “de compras” porque les aburre mortalmente lo que a ellas les interesa o
sencillamente les divierte; que se toman a guasa verlas trabajar en puestos laborales importantes; o que dicen, también por lo bajini (la cobardía y la hipocresía son consustanciales a todo el género humano), que las mujeres que tienen éxito desde un punto de vista social probablemente son en compensación malas esposas, o malas madres, o aplicándoles el castizo latiguillo made in Spain, van “mal folladas” (sic). Ese, digamos, “machismo simpático” de cada día; esa misoginia soterrada incluso entre hombres que se definen a sí mismos como progresistas, abiertos y comprensivos con la, digamos, condición femenina; en suma, ese pequeño fascismo cotidiano contra las mujeres es el gran ausente del libro de Larsson; mas, a pesar de ello, la lectura reivindicativa de la mujer que se encuentra en el fondo de la novela –y por lo que parece en sus dos continuaciones, con nuevos y sendos personajes femeninos en sus títulos, las cuales vuelvo a insistir que desconozco— parece haber “tocado” a un amplio sector de público no exclusivamente femenino, el que ha comprado los más de 10 millones de ejemplares de la trilogía que se han vendido en todo el mundo, lo cual sin duda es un mérito que debe reconocérsele al malogrado Larsson; mérito no literario, por descontado, sino más bien sociológico, aunque no por ello menos respetable que el artístico, siempre y cuando no se malinterprete como una mera apología de la venganza de la mujer contemporánea contra siglos de opresión masculina.