Cuando un cineasta es ya un veterano con una trayectoria profesional consolidada y, lo que aquí más interesa destacar, con un estilo tan personal e inconfundible que prácticamente se identifica a simple vista en virtud de una determinada manera de planificar o iluminar un encuadre, se tiene la sensación de que los guionistas les escriben los textos expresamente a su medida. Éste parece el caso de Nick Schenck, firmante del guión del último film dirigido y protagonizado por Clint Eastwood, Gran Torino (ídem, 2008), escrito a partir de un argumento previamente elaborado por Schenck en colaboración con Dave Johanson. De creer lo que afirman las notas de producción al respecto, Schenck acredita una escasa experiencia profesional previa como guionista, actor y productor en producciones más bien de segunda fila, mientras que para el también mencionado Johanson éste es su primer crédito profesional como coautor del argumento para una película. Se dice, incluso, que Schenck desconocía el dato de que, en algunos de sus films de la serie
Harry el Sucio, Eastwood conducía un modelo Gran Torino como el que da título a esta película; y que, cuando tuvo el libreto en sus manos, el realizador lo aceptó tal y como estaba, sin modificar nada del mismo excepto el escenario principal, que pasó de ser Minneapolis a convertirse en Detroit.
Puede que los acontecimientos se produjeran exactamente así, pero cuesta de creer que fuera de ese modo habida cuenta de que, una vez vista la película, se tiene la sensación de que la misma o bien ha sido desde un principio escrita expresa y meticulosamente a la medida de Clint Eastwood, o bien ha habido alguna intervención posterior no acreditada por parte de Eastwood o sus colaboradores más estrechos, dado que el film exhibe muchas de las características temáticas y estilísticas que su director ha ido forjando a lo largo de su carrera. Ahora bien, también cabe una tercera posibilidad: que Eastwood haya llegado a tal punto de madurez como cineasta que se permite absorber cualquier libreto que le interese, apropiarse del mismo y hacérselo suyo mediante la potenciación de aquellos elementos que le son más cercanos y la minimización de los que no.
Sea como fuere, Gran Torino es lo más parecido a una compilación o compendio sobre su cine, y en particular sobre su imagen cinematográfica más popularizada, que haya realizado hasta la fecha. Ahora bien, no es un homenaje como en su momento lo fue En la línea de fuego (In the Line of Fire, 1993, Wolfgang Petersen), o en este caso un auto-homenaje, sino un paso más en la evolución de un proyecto en torno a la creación de un
determinado personaje que arranca desde los tiempos de sus primeros trabajos como intérprete a las órdenes de Sergio Leone y que llega hasta el momento actual. En este sentido, no cuesta demasiado ver en Walt Kowalski, el personaje central de Gran Torino, una prolongación casi podríamos decir que lógica del Hombre Sin Nombre, o de Harry Callahan, el protagonista de la serie Harry el sucio, o de tantos y tantos personajes inconformistas, antisociales y ligeramente marginados por una sociedad que no comprenden ni les comprenden que pueblan la carrera de Eastwood como realizador, y que van desde el pinchadiscos de Escalofrío en la noche (Play Misty for Me, 1971) hasta el solitario entrenador de boxeo Frankie Dunn de Million Dollar Baby (ídem, 2004), pasando por los héroes de sus westerns, el Bronco Billy del film homónimo de 1980, el sofisticado ladrón Luther Whitney de Poder absoluto (Absolute Power, 1997), el periodista desclasado Steve Everett de Ejecución inminente (True Crime, 1999) o el expolicía Terry McCaleb de Deuda de sangre (Blood Work, 2002).
Está muy claro a estas alturas que, aún partiendo de idéntica raíz y estando interpretados por el mismo actor, el Hombre Sin Nombre y Walt Kowalski no son exactamente la misma persona (de la misma manera que Eastwood tampoco es exactamente la misma persona que trabajó con Leone). Entre ambos personajes hay un profundo y apasionante proceso de madurez (y, por qué no admitirlo, dado que es natural: de envejecimiento), cuyo planteamiento y resolución vuelven a demostrar la agudeza del realizador. El Walt Kowalski de Gran Torino no es un héroe (aunque, en un momento dado, para sus convecinos de su barrio sí lo sea), sino un anciano todavía lúcido y para nada decrépito, pero que está quemando sus últimas naves. Nada más empezar el relato le vemos recién enviudado y asistiendo a las exequias de su esposa: es un signo de muerte, que de entrada ya viene a decirnos que él será, “naturalmente”, el siguiente en caer (por más que, en el clímax del relato, su destino final diste mucho de producirse por causas naturales). Pero, a pesar de que la muerte ronda en muchos momentos del relato, o mejor dicho, la amenaza de una muerte brutal y repentina a manos de una pandilla de violentos delincuentes juveniles de ascendencia oriental, Gran Torino no es un film sobre la muerte, o al menos no es únicamente eso, sino más bien un film sobre la vida, entendida esta última como acumulación de conocimientos y experiencias humanas en la que la muerte no es tan sólo final de la existencia sino en cierto sentido su culminación, tal y como también se postula, en parte, en El curioso caso de Benjamin Button (The Curious Case of Benjamin Button, 2008, David Fincher).
Como no podía ser menos en estos tiempos de corrección política, la actitud del protagonista de Gran Torino hacia otras razas o etnias distintas a la suya ha sido objeto de controversia. Kowalski, de quien se nos dice que participó en la guerra de Corea (un conflicto bélico que, al menos en el cine norteamericano, suele carecer de las
connotaciones derrotistas de la guerra de Vietnam), es un hombre marcado por esa circunstancia, la cual flota sobre el relato en determinados momentos, impregnándolo sutilmente (y resulta de agradecer, en este sentido, que Eastwood no caiga en la tentación de visualizarlo por medio de los preceptivos flashbacks). Ello explica, sin justificarlo, su odio hacia las personas de raza oriental y la aversión que le producen los vecinos instalados en la casa contigua a la suya. Como el protagonista de El sargento de hierro (Heartbreak Ridge, 1986), otro militar, éste todavía en activo pero que también está pegando sus últimos tiros, Kowalski suelta muchos tacos; y, al igual que en El sargento de hierro, el lenguaje soez del personaje forma parte de una especie de código vital; es, según Kowalski, la manera que tienen de hablar “los hombres”, tal y como queda claro en las hilarantes escenas en las que el personaje, solo o acompañado por su joven protegido Thao (Bee Vang), visita la barbería de Martin (John Carroll Lynch). Resulta lícito pensar que Kowalski es, en primera instancia, un racista, un grosero y un misógino; pero la película añade nuevos e insospechados matices a esta primera impresión, conformando un retrato completo, y complejo, de un ser humano con defectos y virtudes.
En una nueva demostración de que la pretensión de limitar o acotar lo que transmite el cine de Clint Eastwood (o de cualquier otro cineasta) dentro de simples parámetros políticos es un ejercicio estéril, los consabidos árboles que no dejan ver el bosque, Gran Torino se reafirma y en cierto sentido culmina el soterrado discurso contra la
familia, como institución social, que se encuentra en la mayoría de películas de este realizador, se supone, de ideología conservadora, votante republicano, ex amigo de Ronald Reagan y que, por tanto, en teoría debería ser un defensor a ultranza de la institución familiar, o mejor dicho, de la familia como institución natural o biológica. En cambio, en el cine de Eastwood se encuentra muy presente un ácido discurso contra la familia biológica, y no es nada raro que en sus películas los personajes renieguen de los parientes que les han tocado “por nacimiento” y creen, a cambio, “su” familia a partir de amigos o allegados que van conociendo a lo largo de su vida. Eso está muy claro en el caso de personajes que, en un momento dado, han vuelto la espalda a “los suyos”, o se han visto obligados a ello por las circunstancias, para crear por su cuenta y riesgo otros núcleos de afectividad similares o equivalentes a los familiares, tal y como hace el protagonista (William Holden) de Primavera en otoño (Breezy, 1973), Josey Wales en El fuera de la ley (The Outlaw Josey Wales, 1976) –que, tras el asesinato de su familia biológica, acabará creando una segunda familia a base de mujeres abandonadas y pieles rojas que va recogiendo por el camino—, el protagonista de El sargento de hierro –para el cual el ejército es “su familia”—, el pequeño Phillip (T.J. Lowther) y su “nuevo padre” Butch (Kevin Costner) en Un mundo perfecto (A Perfect World, 1993), o el veterano entrenador de boxeo y “su hija” Maggie (Hilary Swank) en Million Dollar Baby (recuérdese, asimismo, el retrato de la egoísta y desaprensiva familia biológica de la boxeadora en este film). Por el contrario, Eastwood suele mirar con malos ojos la defensa a ultranza de la familia biológica, tal es el caso del personaje de Jimmy (Sean Penn) en Mystic River (ídem, 2003), cuya venganza por el asesinato de su hija desembocará en un trágico e irreparable error. Esa visión negra del núcleo familiar preestablecido está muy clara en Gran Torino: Kowalski tiene una familia que no comprende ni le comprende, y acabará teniendo “otra”, la formada por Thao y los suyos, a los que quizá tampoco termina de comprender ni ellos completamente a él, pero respecto a los cuales establece una relación de afectividad basada en algo que no se da entre Kowalski y su familia biológica: el respeto mutuo.
Otro aspecto importante de Gran Torino, estrechamente vinculado con el anterior, vuelve a ser la enésima defensa de la mujer que aquí lleva a cabo el realizador: la dignidad con la que retrata a Sue (Ahney Her), la hermana mayor de Thao, se inscribe en la ya notable galería de personajes femeninos cuya actitud resulta decisiva en la de los hombres de su entorno, tal es el caso de las protagonistas femeninas de Escalofrío en la noche, Primavera en otoño, El fuera de la ley, Ruta suicida (The Gauntlet, 1977), Bronco Billy, Impacto súbito (Sudden Impact, 1983), El jinete pálido (Pale Rider, 1985), el telefilm Vanessa en el jardín (Vanessa in the Garden, 1985), El principiante (The Rookie, 1990), Los puentes de Madison (The Bridges of Madison County, 1995), Poder absoluto, Medianoche en el jardín del bien y del mal (Midnight in the Garden of Good and Evil, 1997), Space Cowboys (ídem, 2000), Deuda de sangre, Mystic River, Million Dollar Baby y El intercambio (Changeling, 2008). Llama la atención al respecto que Eastwood también reincida, en Gran Torino, en la figura de la esposa muerta, tan fordiana, como determinante de la conducta del marido que todavía la llora en vida, algo asimismo evidente en El fuera de la ley y Sin perdón (Unforgiven, 1992).
De hecho, el pasado tiene un enorme peso específico en el meollo del relato. Kowalski no sólo llora a su difunta esposa; también tiene un coche “anticuado”, un Gran Torino de los años setenta, que conserva en perfecto estado; y, además, está calladamente traumatizado por sus recuerdos, para nada heroicos, de la guerra de Corea, cuyo comentario con el joven sacerdote de su feligresía, el padre Janovich (Christopher Carley), es un tema que sigue causándole malestar, en lo que puede verse, conversaciones con el cura y evocación traumática
de hechos bélicos del pasado, sendas referencias a Million Dollar Baby y Banderas de nuestros padres (Flags of Our Fathers, 2006), respectivamente. Pero el pasado no sólo afecta a Kowalski: también lo hace sobre la familia oriental de Thao y Sue, que se vieron obligados a emigrar de su país e instalarse en los Estados Unidos, donde siguen estando considerados extranjeros; incluso los pandilleros que atemorizan al barrio, sean de ascendencia asiática o hispana, son indirectamente víctimas de un pasado remoto cimentado alrededor de un odio ancestral, en virtud del cual, aún siendo norteamericanos de segunda o tercera generación, continúan estando considerados a los ojos de los demás e incluso entre ellos mismos “amarillos” y “sudacas”; ¡incluso bromeando, Kowalski sigue siendo, para su amigo barbero, un “puto polaco”, y para él este último es “un italiano” o un “puto espagueti”! [Nota bene: en el momento de escribir estas líneas todavía no he visto The Visitor (ídem, 2007, Thomas McCarthy), pero me pregunto si su dibujo de la emigración es tan sutil y profundo como el que muestra Eastwood en Gran Torino].
En cierto sentido, la interacción entre pasado y presente constituye en gran medida el meollo del substrato dramático de Gran Torino. El detonante de la relación entre Kowalski y la familia de Thao tendrá lugar por el intento de robo de su Gran Torino por parte del chico a instancias del grupo de pandilleros en el cual pretenden que se integren (en particular el líder de la banda, su propio primo: otro apunte corrosivo en torno a los lazos familiares “naturales”). Kowalski vive aferrado a ese pasado que compartió con su difunta mujer, y por eso no consiente que nadie toque ese pasado (su Gran Torino); también rechaza los interesados cuidados de su familia, porque le hablan de cosas que le son ajenas (pinzas para coger objetos que están colocados en lo alto, residencias para ancianos donde pretenden llevarle a morir…); y, por descontado, desconfía de los orientales porque tuvo que luchar contra ellos en Corea. De ahí la importancia del personaje de Sue, una chica que juega un papel integrador (es la única de su casa que tiene un nombre en inglés, “americanizado”), rechaza los prejuicios del pasado e intenta avanzar hacia un futuro conciliador: planta cara a los prejuicios ancestrales representados tanto por Kowalski como por su primo pandillero, tan joven como ella pero en el fondo más reaccionario e intolerante que su viejo vecino polaco; no sólo invita a Kowalski a comer con su familia, incluso le anima a bajar al sótano y a relacionarse con los jóvenes.
No obstante, Kowalski es consciente de que, para él, ya es demasiado tarde. Su forma de plantar cara a los pandilleros es decidida, pero tiene algo de patético: ese gesto con la mano, en virtud del cual amenaza a los delincuentes fingiendo que empuña una pistola, demuestra hasta qué punto está el personaje condicionado por un pasado marcado por la violencia, así como la imposibilidad, dada su edad avanzada y ya con serios problemas de salud diagnosticados, de resolver mediante esa misma violencia el conflicto que se le plantea. La fatídica decisión de Kowalski –que, en atención a quien todavía no haya visto el film, aquí no detallaremos— es el resultado de una previa toma de conciencia, que la película va desgranando minuciosamente, en torno a una vida que el protagonista descubre vacía de contenido, sobre todo a raíz de la muerte de su esposa; acaso la simbología cristiana que reviste el sacrificio de Kowalski resulte excesivamente retórica, por más que pueda verse en ello un último gesto de homenaje a su difunta esposa, una católica practicante a la que su marido acompañaba a los oficios religiosos, aún a regañadientes, por su amor y respeto hacia ella. Eastwood muestra sutilmente todo ese proceso en virtud de una planificación donde abundan los planos generales y los planos medios, de tal manera que las asociaciones entre los personajes se dan con una pasmosa sensación de naturalidad. Hay, no obstante, algunas rupturas de carácter introspectivo: en la escena en la que su hijo le telefonea para preguntarle qué tal le va, Kowalski contesta al teléfono en el garaje donde tiene su Gran Torino: Eastwood inserta un breve plano del cartel de una cervecería que cuelga en una pared, mientras el protagonista le dice simplemente a su hijo que todo le va bien (antes hemos visto a Kowalski bebiendo con sus amigos en el bar, y no es nada raro verle en su propia casa tomándose latas de cerveza: Kowalski es demasiado orgulloso para reconocer que, en el fondo, está hundido y acabado). Asimismo, la secuencia en la que el protagonista recibe la visita de su hijo y su nuera, pretendiendo venderle las supuestas excelencias del asilo (perdón: residencia geriátrica) donde intentan meterle, está planificada poniendo el acento en la ruptura de las relaciones de Kowalski con los suyos: un primer plano progresivamente más cerrado sobre el iracundo rostro del personaje
da paso, por corte de montaje, a un plano del hijo y la nuera de Kowalski abandonando precipitadamente su casa tras haber sido expulsados de ella por el anciano: un corte de montaje que expresa, asimismo, el “corte” entre Kowalski y aquéllos que se supone que son “los suyos”. La conclusión de Gran Torino atesora, a pesar de su tono sombrío y pesimista, un apunte esperanzador: al final será Thao y no la repelente nieta de Kowalski quien heredará el Gran Torino, dando a entender así que, para vencer las miserias del presente, en ocasiones hay que volver la mirada hacia el pasado y conservar del mismo aquello que vale la pena si se quiere avanzar, como hace Thao en el plano que cierra la película, por el camino que le conduce, o puede conducirle, a un futuro mejor. La herencia de Walt Kowalski es, en cierto sentido, el legado del cine de Clint Eastwood: el puente que une, simbólica y cinematográficamente hablando, un cine del pasado que, sin renegar de su condición de tal, está hecho desde una perspectiva de presente y mira de frente al futuro.