domingo, 30 de diciembre de 2018

El semidiós que vino del mar: “AQUAMAN”, de JAMES WAN




[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] La primera y grata sorpresa que depara Aquaman (ídem, 2018) es que, contrariamente a lo que afirma su lanzamiento publicitario, no es, realmente, una película “de superhéroes”, o perteneciente al género/ subgénero/ tendencia genérica de las adaptaciones al cine de superhéroes del cómic, en este caso el personaje de DC Cómics creado por Mort Weisinger y Paul Norris, sino más bien un film de aventuras fantásticas, o si se prefiere, una película de género fantástico pasada por el tamiz de lo aventurero. Dicho de otro modo, y para entendernos, el Arthur Curry/ Aquaman encarnado por Jason Momoa está espiritualmente más cerca de Hércules, Maciste, Ursus o cualesquiera otros personajes/ héroes de la mitología grecorromana y/ o del género péplum, de los cuales hay en el film que ha realizado James Wan más de una referencia, que del Universo DC. La prueba de esto es que, más allá de una brevísima referencia verbal a los acontecimientos narrados en Liga de la Justicia (Justice League, 2017, Zack Snyder) (1), Aquaman funciona con completa independencia con respecto a los personajes con los que, se supone, comparte “universo”, esto es, Superman, Batman, Wonder Woman y Flash. Vaya por delante que con esta afirmación no pretendo decir que Aquaman esté bien porque no parece “cine de superhéroes”, y con ello caer en el consabido tópico de que el-cine-de-superhéroes-es-malo por el mero hecho de serlo. Me limito a constatar algo que se desprende de la propia película en sí misma considerada.


Al igual que ocurría, pongamos por caso y salvando las distancias, con uno de los más interesantes films de superhéroes de Marvel, Doctor Strange (Doctor Extraño) (Doctor Strange, 2016, Scott Derrickson) (2), el hecho de poner al frente de Aquaman a un realizador especializado en cine fantástico pero que, además, ha demostrado tener también muy buena mano para las escenas de acción/ el cine de acción –Sentencia de muerte (Death Sentence, 2007) (3), Fast & Furious 7 (Furious Seven, 2015) (4)–, es algo que se nota, positivamente, en el resultado. Explicándolo en términos muy generales, el grueso del cine de superhéroes de Marvel –el protagonizado por Iron Man, Spider-Man, Black Panther, Ant-Man, la Avispa, los Vengadores, los Guardianes de la Galaxia, Hulk o los X-Men–, y DC –el que gira alrededor de los ya mencionados Superman, Batman y la Liga de la Justicia–, beben, sobre todo, del género de la ciencia ficción, y en concreto de un estilo de ciencia ficción tecnológica, para entendernos, “a lo” James Cameron. Pero, dejando aparte la personalidad intrínseca y el mayor o menor acierto de cada film, también hay excepciones a esta regla. Los dos primeros Batman de Tim Burton eran, recordemos, fantasías góticas; los dos siguientes que realizó Joel Schumacher eran… de Joel Schumacher. La conocida como Trilogía del Caballero Oscuro de Christopher Nolan oscilaba entre el híbrido gótico de Burton y la ciencia ficción –Batman Begins (ídem, 2005)–, el thriller policíaco de los 70-80 –El caballero oscuro (The Dark Knight, 2008) (5)– y de nuevo la ciencia ficción –El caballero oscuro: La leyenda renace (The Dark Knight Rises, 2012) (6)–, si bien en el primer y el último caso se trata de una ciencia ficción más metafórica y filosófica, más pesimista incluso, que la practicada luego por Marvel. Las dos primeras películas sobre el Capitán América, la excelente Capitán América: El primer Vengador (Captain America: The First Avenger, 2011, Joe Johnston) (7) y Capitán América: El Soldado de Invierno (Captain America: The Winter Soldier, 2014, Anthony y Joe Russo) (8), bebían a tragos largos del cine bélico y el thriller “conspiranoico”, respectivamente; en cambio, Capitán América: Civil War (Captain America: Civil War, 2016, Anthony y Joe Russo) (9) regresaba al estilo de ciencia ficción impuesto por las franquicias Iron Man/ Los Vengadores. Un punto y aparte fue Escuadrón suicida (Suicide Squad, 2016, David Ayer) (10), una película que por eso mismo me imagino que nos gusta a muy pocos, dado que no era sino una reformulación del cine de realizadores ya “viejos” para el público joven de hoy en día, John Carpenter y Walter Hill, antes que “cine de superhéroes al uso. Logan (ídem, 2017, James Mangold) (11) se desmarcaba de todas ellas ofreciendo una extraordinaria aproximación al personaje de Lobezno desde la perspectiva del Americana. Desde este punto de vista, los únicos films de superhéroes que comparten el trasfondo mítico-mitológico-legendario que exhibe Aquaman serían las tres entregas dedicadas a las aventuras de Thor –si bien cada vez menos: sobre todo, la horrible y paródica Thor: Ragnarok (ídem, 2017, Taika Waititi) (12)– y la simpática Wonder Woman (ídem, 2017, Patty Jenkins) (13).


Por tanto, más que “cine de superhéroes”, que como acabamos de ver es una especie de “macrogénero” que engloba o puede englobar a muchos otros, Aquaman es un film de aventuras fantásticas, o un film fantástico de tono aventurero. Ambas tonalidades, la fantástica y la aventurera, no se excluyen mutuamente, y están muy marcadas, y unidas con armonía, a lo largo de todo el metraje. Al igual que Hércules, Arthur Curry/ Aquaman es hijo de un dios y un humano, en su caso hijo de una “diosa” o más bien semidiosa, la reina atlante Atlanna (Nicole Kidman), y un humilde farero, Tom Curry (Temuera Morrison), y por tanto, él mismo una especie de semidiós. Una vez llegado a adulto, y convertido en miembro activo de la Liga de la Justicia –por más que, insisto de nuevo, apenas se hace referencia a la pertenencia del personaje  a ese equipo superheroico y a los DC Cómics–, Aquaman se ve envuelto en una intriga palaciega que transcurre en las profundidades del océano, más concretamente en Atlantis: su hermanastro por parte de madre, el rey Orm (Patrick Wison), aspira a convertirse en monarca único de todos los reinos de seres, humanos unos, otros no, que respiran y viven debajo del agua, con vistas a lanzar luego un ataque masivo contra la humanidad que habita la tierra firme, para castigarla por la contaminación de los mares. Y lo cierto es que, a pesar de que este detalle ecológico está incluido con vistas a darle a la trama un toque de actualidad, James Wan pasa bastante por encima para centrarse, sobre todo, en lo que el relato tiene de invocación a lo maravilloso.


La narración en off que abre el film, la del propio Aquaman relatando sus orígenes, incluye una referencia verbal a Jules Verne (añado rápidamente que la narración del origen del héroe no es en absoluto ni una invención ni algo exclusivo de los cómics de superhéroes); en un momento dado, vemos un ejemplar de La sombra sobre Innsmouth (1936), la novela de H.P. Lovecraft que tanto influyera en Albert Sánchez Piñol, y lovecraftianos parecen los hombres peces que, en un momento dado, atacan ferozmente a Aquaman y la princesa atlante Mera (Amber Heard); Aquaman y Orm tienen un primer enfrentamiento cuerpo a cuerpo en el centro de un gigantesco coliseo bajo el mar situado justo encima de un mar de lava en ebullición; en su huida de Atlantis, Aquaman y Mera se esconden dentro de las fauces de una ballena (como Pinocho, puntualiza Aquaman a una Mera que desconoce al personaje de Carlo Collodi); la película incluye una parada en un rincón de la costa de Sicilia plagado de ruinas del imperio romano, y en concreto, de los restos de la estatua de un dios que proporcionarán una clave para hacer avanzar la trama; el principal propósito de Aquaman para enfrentarse y derrocar a Orm consiste en hallar el misterioso paradero del legendario tridente de Atlan (Graham McTavish), el primer gran rey de Atlantis, en lo cual puede verse una clarísima referencia al dios del mar griego Poseidón, Neptuno para los romanos (por no faltar, no falta a la cita el flashback, con estética de péplum pasada por el filtro de la imagen CGI, que nos muestra el antiguo esplendor y posterior hundimiento de Atlantis); y, por descontado, el film es un festival de reinos imaginarios poblados por atlantes, criaturas fabulosas y monstruos gigantescos, todo visualizado con lujosos medios y que Wan presenta, asimismo, desde la perspectiva de la maravilla.


A pesar de que, en sus líneas generales, el guion de Aquaman resulta bastante convencional, cuando no demasiado efectista en lo que se refiere a su desarrollo dramático –como bien señala el amigo Diego Salgado en su crítica de film para Dirigido por…, hay un exceso de escenas que son interrumpidas, bruscamente, por una explosión destinada a anunciar el arranque de una nueva secuencia de acción–, sus defectos quedan sobradamente compensados por el caudal de imaginación y fantasía que ofrece a cambio en sus mejores momentos. Es el caso de la memorable escena en la que el Arthur niño (Kaan Guldur) es acosado por dos chicos mayores en el acuario, y cómo los animales marinos al otro lado del cristal amenazan con romper el mismo con tal de defenderlo. A renglón seguido, el “imposible” travelling submarino que pone en relación el final de esta secuencia con el inicio de la siguiente, pasando del interior del acuario al fondo del océano donde navega el submarino ruso que será objeto del ataque de los piratas. El plano fijo que relaciona a Arthur y su padre Tom en la furgoneta aparcada en el muelle del pueblo con la princesa Mera, surgiendo del mar al fondo del encuadre, en una elegante manera de combinar y armonizar, en un mismo encuadre, lo excepcional y lo cotidiano, la realidad y la fantasía. El momento en que Mera salva a Tom de morir ahogado, extrayéndole mágicamente, gracias a sus poderes, el agua que el hombre tiene en sus pulmones; la escena en la que Mera logra activar la llave que abre el secreto del rey Atlan usando esos mismos poderes para extraer una gota de sudor de la frente de Aquaman, necesaria para activar el mecanismo; ese instante en que, a falta de agua, Mera emplea el vino de una bodega como arma contra los asesinos enviados por Orm para matar a Aquaman y a ella en Sicilia. El ataque de los mencionados hombres peces al pequeño barco en el que navegan Aquaman y Mera, en una escena deudora, cómo no tratándose de Wan, de la iconografía del cine de terror. Poco después, hay unos bellos planos submarinos de Aquaman y Mera, descendiendo al oscuro interior de una fosa alumbrados con la única luz de unas bengalas rojas y rodeados de cientos de esos mismos hombres peces…


También hay bonitos detalles auspiciados por la brillantez de la escenografía: ese barco antiguo cuyo interior se mantiene seco gracias a una cámara de aire, donde se reúnen en secreto Aquaman, Mera y el visir atlante Vulko (Willem Dafoe) antes de ser atacados por los hombres de Orm. E, incluso, detalles de humor afortunados: en la pelea en Sicilia, el capitán atlante Murk (Ludi Lin) ve roto de un golpe el cristal del casco lleno de agua que necesita para respirar cuando está en tierra firme y, para no ahogarse, mete la cabeza en un inodoro… Wan tiene muy claro que un relato protagonizado por personas que pueden respirar bajo el agua y que proceden de una civilización milenaria escondida en las profundidades del océano tan solo puede ser un relato fantástico. En consecuencia, la planificación está en consonancia con esta idea, confiriendo a la película una tonalidad completamente fantasiosa.


Tono que se halla presente, asimismo, en la mayoría de las escenas de acción. Gracias al CGI, el cual no es, ni mucho menos, esa maldición que ha venido a acabar con el cine sino una herramienta más con posibilidades de expresión artística si sabe utilizarse con talento, la mayoría de las secuencias de acción tienen esa misma cualidad fantastique a la que me estoy refiriendo todo el rato. Es el caso del momento en que Atlanna lucha contra los guerreros atlantes que irrumpen en la vivienda junto al faro que comparte con Tom y su pequeño hijo Arthur, el futuro Aquaman: como ya hiciera en su momento Bryan Singer, ese buen director hoy maldecido y arrinconado a pesar del éxito popular de Bohemian Rhapsody (ídem, 2018), en X-Men 2 (X2, 2003), Wan resuelve la pelea empleando planos generales trucados digitalmente que siguen, sin cortar, los ágiles movimientos de la reina atlante dentro del encuadre “despachando” a sus enemigos; algunos de esos planos trucados, que prolongan digitalmente los movimientos de los personajes dentro del encuadre con un dinamismo que una cámara convencional no puede registrar siguiendo al unísono esa misma dinámica, reaparecen en la mencionada pelea de Aquaman y Orm en el coliseo de Atlantis y en su pelea final sobre la cubierta de la nave atlante en medio del océano; por no hablar de los espléndidos planos de larga duración, prácticamente planos-secuencia, que jalonan diversos momentos de la brillante pelea de Aquaman y Mera contra los guerreros atlantes en el pueblecito siciliano: incluso en algo así, Aquaman busca distinguirse y diferenciarse del film de acción/ de superhéroes al uso, recurriendo, como digo, a una planificación “fantástica”. Por otra parte, cuando Wan recurre a la planificación fragmentada y el plano corto en las escenas de acción, lo hace adoptando un significativo cambio de perspectiva: es el caso de la secuencia del asimismo mencionado asalto al submarino ruso por los piratas, que a continuación es rescatado por Aquaman: en esta ocasión, quienes luchan, matan y mueren no son atlantes, sino hombres normales y corrientes, y el atlante justiciero que ataca a los piratas es, desde el punto de vista de estos últimos, un “monstruo” dotado de una fuerza sobrehumana y capaz de resistir el impacto de balazos y granadas.


Aquaman, repito una vez más, es una buena película de aventuras fantásticas, a pesar, por descontado, de que no está exenta de defectos. El principal de ellos es la incorporación de Manta Negra (Yahya Abdul-Mateen II), un personaje metido con calzador cuya eliminación de la trama no hubiese afectado a esta en absoluto, y que se limita a dar pie, en la consabida secuencia post-créditos, al anuncio de una más que posible segunda parte, dado el excelente funcionamiento comercial del film en el momento de escribir estas líneas. Los demás personajes tampoco resultan particularmente brillantes, empezando por el propio Aquaman, cuyas “frases graciosas” a ratos resultan algo cargantes (más allá del inesperado sentido del humor demostrado por Jason Momoa). Tampoco puede evitarse la sensación de que, a pesar de la fantasía de su diseño de producción, la película es, casi me atrevería a decir que inevitablemente, deudora de anteriores logros visuales y estéticos de franquicias como Star Wars, Indiana Jones o El Señor de los Anillos/ El hobbit, lo cual coarta un poco la creatividad demostrada en sus mejores instantes. Pero acaso esto último no deje de ser algo consubstancial al cine de James Wan, un realizador que, incluso en sus excelentes producciones inscritas dentro del cine de terror (Insidious, Silencio desde el mal, Expediente Warren 1 & 2), ha demostrado ser antes un renovador que un innovador, un hábil manipulador de formas preestablecidas que un auténtico creador de formas. Tiempo al tiempo.



domingo, 23 de diciembre de 2018

“IMÁGENES DE ACTUALIDAD” de ENERO 2019, a la venta




¡Ya es año nuevo en Imágenes de Actualidad! Y, para celebrarlo, la revista ofrece en su número 397 su tradicional avance del cine más esperado del año con el extenso reportaje 100 películas para 2019.


También se destacan en portada los estrenos en cines de Creed II: La leyenda de Rocky (Creed II, 2018), cuyo reportaje se complementa con las entrevistas con su protagonista principal, Michael B. Jordan, y con su realizador, Steven Caple Jr., y con el artículo Sangre, sudor y lágrimas: Los villanos de la saga de Rocky Balboa; Glass (Cristal) (Glass, 2019, M. Night Shyamalan); y La favorita (The Favourite, 2018, Yorgos Lanthimos); y, dentro de la sección de Televisión, el estreno en streaming de A ciegas (Bird Box, 2018, Suzanne Bier).


El número se completa con los reportajes de otros estrenos en salas: Astérix: El secreto de la pócima mágica (Asterix: Le secret de la potion magique, 2018, Alexandre Astier y Louis Clichy); Familia al instante (Instant Family, 2018, Sean Anders); El vicio del poder (Vice, 2018, Adam McKay); La casa de Jack (The House That Jack Built, 2018, Lars von Trier); Atardecer (Sunset) (Napszállta, 2018, Lászlo Nemes); El blues de Beale Street (If Beale Street Could Talk, 2018, Barry Jenkins); Border (Gräns, 2018, Ali Abbasi); y El gran baño (Le grand bain, 2018, Gilles Lellouche). A ello hay que añadir el artículo ¡Por el poder de Grayskull!; y las secciones Televisión, donde también se habla del estreno en streaming de la nueva versión de Superfly (SuperFly, 2018, Director X.), y de la segunda temporada de la serie española Vergüenza (2018- ); Además…, con otros estrenos del mes; Hollywood Boulevard, de Josep Parera, y Hollywood Babilonia, de Álex Faúndez; News; Stars; ¿Sabías que…?, del profesor Moriarty; Zona sin Límites, de Ángel Sala; Diccionario Fantástico, del Dr. Cyclops; Críticas; Libros, de Óscar Brox; y BSO y DVD & Blu-ray, de Miguel Fernando Ruiz de Villalobos.


La reposición en salas de La lista de Schindler (Schindler’s List, 1993), de Steven Spielberg, con motivo del 25 aniversario de su estreno, es la película de este mes en la sección Cult Movie: “Veinticinco años después de su estreno, el film sigue dividiendo, entusiasmando a unos e irritando a otros, lo cual siempre es estimulante. Pero también, y por más que esto tienda a despreciarse o minimizarse, “La lista de Schindler” es, cinematográficamente hablando, una obra magnífica. Lo mejor de Spielberg en general y de “La lista de Schindler” en particular reside en su concepción del cine entendido como sucesión y asociación de imágenes hechas con la absoluta convicción de que ellas mismas se bastan y sobran para explicar y expresar cualquier idea, pensamiento o sentimiento”.


Mi contribución a este número se cierra con las críticas de la muy comentada (y más bien sobrevalorada) Roma (2018), de Alfonso Cuarón, y la estupenda Ralph rompe Internet (Ralph Breaks the Internet, 2018, Rich Moore y Phil Johnston).


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miércoles, 5 de diciembre de 2018

El terror “intelectual”: “SUSPIRIA”, de LUCA GUADAGNINO




[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Hay que reconocer que una primera e importante virtud de esta nueva versión de Suspiria (ídem, 2018) con respecto a la película homónima original realizada en 1977 por Dario Argento (1) es que trata de alejarse al máximo de esta. La trama delirante, la exuberancia del diseño de producción y de los colores, y sobre todo, el descarado desprecio del verosímil exhibido por Argento en la que, sin duda, es una de sus mejores películas, deja paso en la versión realizada por Luca Guadagnino, a partir de un guion escrito por David Kajganich –a quien se le debe el libreto de la injustamente infravalorada Invasión (The Invasion, 2007, Oliver Hirschbiegel)–, a un sombrío relato narrado con parsimonia, de decorados fríos y colores pálidos, que hace gala de una puesta en escena seca y cerebral.


Como no podía ser menos tratándose de un film estrenado en 2018, la Suspiria de Guadagnino es una película cinéfila, si bien lo es de una manera no tan descaradamente posmoderna como es habitual hoy en día, es decir, alardeando del guiño por el guiño o de la cita por la cita. Por el contrario, la cinefilia exhibida por este film tiene, al menos, una determinada intencionalidad (se esté de acuerdo, y guste o no, la misma). La acción tiene lugar en la ciudad de Berlín en 1977, es decir, el mismo año que se estrenó la Suspiria de Argento; pero, como ya he señalado, Guadagnino no pretende imitar a aquélla, lo cual es de agradecer, sino más bien fijar un tiempo (finales de los años setenta del pasado siglo) y un lugar (Berlín, en vez de la Friburgo de Argento), con vistas a ofrecer, sotto vocce, un retrato del contexto social y político de dicha época y dicho lugar. Llama la atención, por tanto, que la Suspiria de Guadagnino dedique una generosa porción de su ya de por sí largo, muy largo metraje (¡152 minutos!), a incluir referencias a sucesos de la crónica político-negra de la época –los atentados de la banda terrorista Baader-Meinhof–, y en particular, detalle con minuciosidad las vicisitudes de un personaje secundario: el doctor en psiquiatría Josef Klemperer, el mismo que, al principio de la película, recibe en su humilde despacho a Patricia (una Chloë Grace Moretz vista y no vista), una asustada alumna de la escuela de baile Helena Markos, y de quien luego se nos contará, como digo muy detalladamente, sus esfuerzos por conocer lo que ocurre en la mencionada escuela visitando una comisaría de policía, lo cual le exige pasar los pesados controles burocráticos que se imponían a todos aquellos que iban y venían al otro lado del famoso Muro de Berlín. Insisto en que se puede estar o no de acuerdo con esta opción por parte de Guadagnino, pero lo cierto es que su versión de Suspiria pretende ser, también, un retrato de la Berlín de 1977. Otro aspecto cinéfilo llamativo reside en el hecho de que el elenco de actrices que interpreta al equipo de profesoras de la escuela de baile de Helena Markos está integrado en parte por viejas glorias del cine de autor europeo de los años setenta y ochenta: ahí están las alemanas Ingrid Caven (Miss Vendegast) y Angela Winkler (Miss Tanner) y la holandesa Renée Soutendijk (Miss Huller), por citar a las más notorias. Evocación de un cine de otra época que Guadagnino refuerza introduciendo, subrepticiamente, zooms y reencuadres (no muchos, por fortuna) característicos de aquélla. Más convencional, y metida con calzador, resulta la aparición, en plan “estrella invitada”, de la protagonista de la Suspiria de Argento, Jessica Harper, interpretando a la supuestamente fallecida esposa del Dr. Klemperer.


El problema de todas esas referencias, que no están mal en sí mismas consideradas, consiste en que nunca terminan de integrarse satisfactoriamente en el conjunto del relato, dando la impresión de que su inclusión obedece a la intención de dotar a esta nueva Suspiria de un aire de “respetabilidad”, a fin de que no se diga –horror– que se trata “tan solo” de una “película de terror”. Porque Guadagnino, encumbrado recientemente al podio de los autores gracias a la reputación de sus dos anteriores trabajos, Cegados por el sol (A Bigger Splash, 2015) y Call Me by Your Name (ídem, 2017), parece mirarse el género fantástico desde una fría distancia intelectual durante la mayor parte del metraje de “su” Suspiria, hasta el punto de que, como digo, las peripecias del personaje del Dr. Klemperer, el trasfondo del Berlín de los setenta y la presencia icónica de las mencionadas actrices europeas parecen pertenecer a otra u otras películas completamente diferentes de aquella en la que están incluidas, no aportando nada específico al meollo principal del relato. No resulta de extrañar que el film dure más de dos horas y media, pues con semejante planteamiento podría haberse ido tranquilamente a las tres horas de metraje. Y más si tenemos en cuenta que, en resumidas cuentas, las referencias a la Baader-Meinhof no aportan nada substancial a la trama, salvo, quizá, para sugerir una especie de contraposición entre el terror “real” de las acciones violentas de la Fracción del Ejército Rojo y el terror “irreal”, sobrenatural, que se produce dentro de los muros de la escuela, pero que, tal y como está planteada, carece del más mínimo interés; y que los guiños al cine europeo de los 70-80 por mediación de la presencia de las excelentes veteranas que lo representan no tiene más valor que el anecdótico, como anecdótico resulta el suicidio de Miss Griffith (Sylvie Testud), la silenciosa profesora que no parece encajar con el resto de sus diabólicas compañeras y que se quita la vida en un gesto que tiene mucho de liberador. Lo mismo puede decirse del hecho de que Tilda Swinton interprete –por lo demás, tan excelentemente como siempre– nada menos que a tres personajes: el mencionado Dr. Klemperer (su labor, aquí, es particularmente brillante), así como a la profesora de baile y reputada coreógrafa Madame Blanc y a la mismísima Helena Markos; más allá de la exhibición de poderío dramático de la actriz británica, esa triple performance, fuera de su valor en sí misma considerada, no tiene ningún sentido, y, si lo tiene, particularmente el que suscribe no sabe vérselo.


Mal que le pese a Guadagnino, “su” Suspiria funciona mejor cuando se decide a ser lo que, en principio, se supone que es: una película de terror. En este sentido, y a pesar de las muchas pegas que se le pueden poner al film (y tan solo acabo de empezar), hay que reconocer que a esta nueva Suspiria no le faltan ni buenos momentos de “suspense” ni una más que aceptable atmósfera, por más que, voy avanzándolo, la película acumula asimismo fragmentos que dejan bastante que desear (sobre todo lo que refiere a su horrible clímax), y acaba resultando mucho más convencional de lo que, probablemente, a Guadagnino le hubiese gustado. Pero, como digo, sería injusto no reconocerle algunos méritos, que los tiene. El arranque del film, con la llegada de la protagonista, Susie Bannion (Dakota Johnson), a la escuela, resulta sugestivo: como ya he indicado, la frialdad del decorado y la calculada precisión de los movimientos de cámara, hasta cierto punto muy a lo Kubrick de El resplandor (The Shinning, 1980), contribuyen a ir creando una densa atmósfera. Dentro de esos primeros minutos, se produce el que, sin duda, es el mejor, más puramente terrorífico momento de toda la película: la dura y cruel escena en la que el baile de Susie en presencia de Madame Blanc y el resto de alumnas provoca un doloroso efecto en el cuerpo de Olga (Elena Fokina), la bailarina que ha decidido abandonar la escuela; sobre la base de un angustioso montaje en paralelo, vemos cómo –gracias a un “toque mágico” de Madame Blanc en los pies y manos de Susie– los movimientos de baile de la protagonista se traducen en golpes, caídas y roturas de huesos de Olga, encerrada en otra sala de baile de la escuela cuyas paredes están recubiertas de espejos.


Otros recursos se revelan, empero, más convencionales, tal es el caso de las abundantes pesadillas de Susie, según parece como consecuencia de una infancia traumática, en la cual vio morir a su propia madre (Malgorzata Bela) en tristes circunstancias: Guadagnino recurre al inserto de planos cortos de imágenes de impacto, muchas de ellas entrevistas en los tráileres promocionales (unas manos arañando el suelo, una chica reptando de manera imposible por el marco de una puerta, otra con el rostro cubierto de gusanos, Susie y Madame Blanc enzarzadas en una extraña coreografía, etc.), que pretenden crear una sensación de malestar, pero eso se consigue tan solo a medias. Funcionan mejor los recursos, por así decirlo, más “clásicos”: cf. las incursiones del personaje de Sara (Mia Goth), la mejor amiga de Susie en la escuela, por los tenebrosos pasillos de esta, tras descubrir una puerta secreta escondida en la sala de baile de los espejos.


Pero incluso en esos momentos, por lo demás correctamente resueltos, se hace patente que, mal que le pese a Guadagnino, “su” Suspiria funciona cuando el realizador abraza las convenciones del género, y en cambio empeora cuando intenta alejarse de ellas mediante recursos “artísticos” mal entendidos y peor resueltos. Es el caso, sin ir más lejos, de la segunda y definitiva incursión de Sara por los pasillos de la escuela, al mismo tiempo que Susie y el resto de las bailarinas interpretan una sofisticada coreografía de Madame Blanc ante el público. Dejando aparte el hecho de que la secuencia está, de entrada, mal planteada –no se entiende que, en una película tan larga como esta, Guadagnino sitúe a Sara directamente en medio de un oscuro pasillo, maquillada y vestida para participar en el ballet, sin que hayamos visto cómo ha llegado hasta ahí–, dicha secuencia se acaba resolviendo sobre la base de un (otro) montaje en paralelo, tanto o más previsible que el de la secuencia del asesinato “mágico” de Olga: mientras Susie y sus compañeras van bailando, Sara va siendo acosada por horripilantes apariciones y sufre la aparatosa rotura de una de sus piernas, en un vano intento por parte de Guadagnino de convertir la escena en una especie de “sinfonía del horror”.


Pero nada de esto sería particularmente grave si no fuera porque, finalmente, la Suspiria de Guadagnino concluye con la que, con franqueza, me parece la peor secuencia que haya dado el cine de terror de estos últimos años: la del aquelarre presidido por Helena Markos y organizado por Madame Blanc, en el cual participan, desnudas, todas las maestras y alumnas de la escuela, la cual incluye una revelación que le da la vuelta por completo a la Suspiria de Argento –¡Susie es, en realidad, la reencarnación humana de Mater Lacrimarum, la Madre de las Lágrimas!–, y “culmina” en un aborrecible festival de explosiones de cuerpos humanos y salpicaduras de sangre rodadas con feos ralentíes, tan mal planteado y, sobre todo, tan mal filmado, que hace pensar en los peores momentos de Lamberto Bava o Joe D’Amato. Como lo oyen. Y, a pesar de que, en sus minutos finales, la Suspiria de Guadagnino recupera el tono sobrio de la mayor parte del relato, la secuencia del aquelarre ha dejado antes tan mal sabor de boca que pone fácil, muy fácil, destrozar los méritos parciales (que, a pesar de todo, los tiene) de una película no exenta de ideas en sus líneas generales, pero que en la práctica no desarrolla bien la mayoría de ellas.