miércoles, 5 de diciembre de 2018

El terror “intelectual”: “SUSPIRIA”, de LUCA GUADAGNINO




[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Hay que reconocer que una primera e importante virtud de esta nueva versión de Suspiria (ídem, 2018) con respecto a la película homónima original realizada en 1977 por Dario Argento (1) es que trata de alejarse al máximo de esta. La trama delirante, la exuberancia del diseño de producción y de los colores, y sobre todo, el descarado desprecio del verosímil exhibido por Argento en la que, sin duda, es una de sus mejores películas, deja paso en la versión realizada por Luca Guadagnino, a partir de un guion escrito por David Kajganich –a quien se le debe el libreto de la injustamente infravalorada Invasión (The Invasion, 2007, Oliver Hirschbiegel)–, a un sombrío relato narrado con parsimonia, de decorados fríos y colores pálidos, que hace gala de una puesta en escena seca y cerebral.


Como no podía ser menos tratándose de un film estrenado en 2018, la Suspiria de Guadagnino es una película cinéfila, si bien lo es de una manera no tan descaradamente posmoderna como es habitual hoy en día, es decir, alardeando del guiño por el guiño o de la cita por la cita. Por el contrario, la cinefilia exhibida por este film tiene, al menos, una determinada intencionalidad (se esté de acuerdo, y guste o no, la misma). La acción tiene lugar en la ciudad de Berlín en 1977, es decir, el mismo año que se estrenó la Suspiria de Argento; pero, como ya he señalado, Guadagnino no pretende imitar a aquélla, lo cual es de agradecer, sino más bien fijar un tiempo (finales de los años setenta del pasado siglo) y un lugar (Berlín, en vez de la Friburgo de Argento), con vistas a ofrecer, sotto vocce, un retrato del contexto social y político de dicha época y dicho lugar. Llama la atención, por tanto, que la Suspiria de Guadagnino dedique una generosa porción de su ya de por sí largo, muy largo metraje (¡152 minutos!), a incluir referencias a sucesos de la crónica político-negra de la época –los atentados de la banda terrorista Baader-Meinhof–, y en particular, detalle con minuciosidad las vicisitudes de un personaje secundario: el doctor en psiquiatría Josef Klemperer, el mismo que, al principio de la película, recibe en su humilde despacho a Patricia (una Chloë Grace Moretz vista y no vista), una asustada alumna de la escuela de baile Helena Markos, y de quien luego se nos contará, como digo muy detalladamente, sus esfuerzos por conocer lo que ocurre en la mencionada escuela visitando una comisaría de policía, lo cual le exige pasar los pesados controles burocráticos que se imponían a todos aquellos que iban y venían al otro lado del famoso Muro de Berlín. Insisto en que se puede estar o no de acuerdo con esta opción por parte de Guadagnino, pero lo cierto es que su versión de Suspiria pretende ser, también, un retrato de la Berlín de 1977. Otro aspecto cinéfilo llamativo reside en el hecho de que el elenco de actrices que interpreta al equipo de profesoras de la escuela de baile de Helena Markos está integrado en parte por viejas glorias del cine de autor europeo de los años setenta y ochenta: ahí están las alemanas Ingrid Caven (Miss Vendegast) y Angela Winkler (Miss Tanner) y la holandesa Renée Soutendijk (Miss Huller), por citar a las más notorias. Evocación de un cine de otra época que Guadagnino refuerza introduciendo, subrepticiamente, zooms y reencuadres (no muchos, por fortuna) característicos de aquélla. Más convencional, y metida con calzador, resulta la aparición, en plan “estrella invitada”, de la protagonista de la Suspiria de Argento, Jessica Harper, interpretando a la supuestamente fallecida esposa del Dr. Klemperer.


El problema de todas esas referencias, que no están mal en sí mismas consideradas, consiste en que nunca terminan de integrarse satisfactoriamente en el conjunto del relato, dando la impresión de que su inclusión obedece a la intención de dotar a esta nueva Suspiria de un aire de “respetabilidad”, a fin de que no se diga –horror– que se trata “tan solo” de una “película de terror”. Porque Guadagnino, encumbrado recientemente al podio de los autores gracias a la reputación de sus dos anteriores trabajos, Cegados por el sol (A Bigger Splash, 2015) y Call Me by Your Name (ídem, 2017), parece mirarse el género fantástico desde una fría distancia intelectual durante la mayor parte del metraje de “su” Suspiria, hasta el punto de que, como digo, las peripecias del personaje del Dr. Klemperer, el trasfondo del Berlín de los setenta y la presencia icónica de las mencionadas actrices europeas parecen pertenecer a otra u otras películas completamente diferentes de aquella en la que están incluidas, no aportando nada específico al meollo principal del relato. No resulta de extrañar que el film dure más de dos horas y media, pues con semejante planteamiento podría haberse ido tranquilamente a las tres horas de metraje. Y más si tenemos en cuenta que, en resumidas cuentas, las referencias a la Baader-Meinhof no aportan nada substancial a la trama, salvo, quizá, para sugerir una especie de contraposición entre el terror “real” de las acciones violentas de la Fracción del Ejército Rojo y el terror “irreal”, sobrenatural, que se produce dentro de los muros de la escuela, pero que, tal y como está planteada, carece del más mínimo interés; y que los guiños al cine europeo de los 70-80 por mediación de la presencia de las excelentes veteranas que lo representan no tiene más valor que el anecdótico, como anecdótico resulta el suicidio de Miss Griffith (Sylvie Testud), la silenciosa profesora que no parece encajar con el resto de sus diabólicas compañeras y que se quita la vida en un gesto que tiene mucho de liberador. Lo mismo puede decirse del hecho de que Tilda Swinton interprete –por lo demás, tan excelentemente como siempre– nada menos que a tres personajes: el mencionado Dr. Klemperer (su labor, aquí, es particularmente brillante), así como a la profesora de baile y reputada coreógrafa Madame Blanc y a la mismísima Helena Markos; más allá de la exhibición de poderío dramático de la actriz británica, esa triple performance, fuera de su valor en sí misma considerada, no tiene ningún sentido, y, si lo tiene, particularmente el que suscribe no sabe vérselo.


Mal que le pese a Guadagnino, “su” Suspiria funciona mejor cuando se decide a ser lo que, en principio, se supone que es: una película de terror. En este sentido, y a pesar de las muchas pegas que se le pueden poner al film (y tan solo acabo de empezar), hay que reconocer que a esta nueva Suspiria no le faltan ni buenos momentos de “suspense” ni una más que aceptable atmósfera, por más que, voy avanzándolo, la película acumula asimismo fragmentos que dejan bastante que desear (sobre todo lo que refiere a su horrible clímax), y acaba resultando mucho más convencional de lo que, probablemente, a Guadagnino le hubiese gustado. Pero, como digo, sería injusto no reconocerle algunos méritos, que los tiene. El arranque del film, con la llegada de la protagonista, Susie Bannion (Dakota Johnson), a la escuela, resulta sugestivo: como ya he indicado, la frialdad del decorado y la calculada precisión de los movimientos de cámara, hasta cierto punto muy a lo Kubrick de El resplandor (The Shinning, 1980), contribuyen a ir creando una densa atmósfera. Dentro de esos primeros minutos, se produce el que, sin duda, es el mejor, más puramente terrorífico momento de toda la película: la dura y cruel escena en la que el baile de Susie en presencia de Madame Blanc y el resto de alumnas provoca un doloroso efecto en el cuerpo de Olga (Elena Fokina), la bailarina que ha decidido abandonar la escuela; sobre la base de un angustioso montaje en paralelo, vemos cómo –gracias a un “toque mágico” de Madame Blanc en los pies y manos de Susie– los movimientos de baile de la protagonista se traducen en golpes, caídas y roturas de huesos de Olga, encerrada en otra sala de baile de la escuela cuyas paredes están recubiertas de espejos.


Otros recursos se revelan, empero, más convencionales, tal es el caso de las abundantes pesadillas de Susie, según parece como consecuencia de una infancia traumática, en la cual vio morir a su propia madre (Malgorzata Bela) en tristes circunstancias: Guadagnino recurre al inserto de planos cortos de imágenes de impacto, muchas de ellas entrevistas en los tráileres promocionales (unas manos arañando el suelo, una chica reptando de manera imposible por el marco de una puerta, otra con el rostro cubierto de gusanos, Susie y Madame Blanc enzarzadas en una extraña coreografía, etc.), que pretenden crear una sensación de malestar, pero eso se consigue tan solo a medias. Funcionan mejor los recursos, por así decirlo, más “clásicos”: cf. las incursiones del personaje de Sara (Mia Goth), la mejor amiga de Susie en la escuela, por los tenebrosos pasillos de esta, tras descubrir una puerta secreta escondida en la sala de baile de los espejos.


Pero incluso en esos momentos, por lo demás correctamente resueltos, se hace patente que, mal que le pese a Guadagnino, “su” Suspiria funciona cuando el realizador abraza las convenciones del género, y en cambio empeora cuando intenta alejarse de ellas mediante recursos “artísticos” mal entendidos y peor resueltos. Es el caso, sin ir más lejos, de la segunda y definitiva incursión de Sara por los pasillos de la escuela, al mismo tiempo que Susie y el resto de las bailarinas interpretan una sofisticada coreografía de Madame Blanc ante el público. Dejando aparte el hecho de que la secuencia está, de entrada, mal planteada –no se entiende que, en una película tan larga como esta, Guadagnino sitúe a Sara directamente en medio de un oscuro pasillo, maquillada y vestida para participar en el ballet, sin que hayamos visto cómo ha llegado hasta ahí–, dicha secuencia se acaba resolviendo sobre la base de un (otro) montaje en paralelo, tanto o más previsible que el de la secuencia del asesinato “mágico” de Olga: mientras Susie y sus compañeras van bailando, Sara va siendo acosada por horripilantes apariciones y sufre la aparatosa rotura de una de sus piernas, en un vano intento por parte de Guadagnino de convertir la escena en una especie de “sinfonía del horror”.


Pero nada de esto sería particularmente grave si no fuera porque, finalmente, la Suspiria de Guadagnino concluye con la que, con franqueza, me parece la peor secuencia que haya dado el cine de terror de estos últimos años: la del aquelarre presidido por Helena Markos y organizado por Madame Blanc, en el cual participan, desnudas, todas las maestras y alumnas de la escuela, la cual incluye una revelación que le da la vuelta por completo a la Suspiria de Argento –¡Susie es, en realidad, la reencarnación humana de Mater Lacrimarum, la Madre de las Lágrimas!–, y “culmina” en un aborrecible festival de explosiones de cuerpos humanos y salpicaduras de sangre rodadas con feos ralentíes, tan mal planteado y, sobre todo, tan mal filmado, que hace pensar en los peores momentos de Lamberto Bava o Joe D’Amato. Como lo oyen. Y, a pesar de que, en sus minutos finales, la Suspiria de Guadagnino recupera el tono sobrio de la mayor parte del relato, la secuencia del aquelarre ha dejado antes tan mal sabor de boca que pone fácil, muy fácil, destrozar los méritos parciales (que, a pesar de todo, los tiene) de una película no exenta de ideas en sus líneas generales, pero que en la práctica no desarrolla bien la mayoría de ellas.



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