viernes, 26 de junio de 2020

Una historia, dos versiones, cuatro verdades: “RASHOMON”, de AKIRA KUROSAWA + “CUATRO CONFESIONES”, de MARTIN RITT



Al César lo que es del César: con independencia de que Rashomon (ídem, 1950), de Akira Kurosawa, sea una magnífica película y un título crucial en la historia del cine, en cuanto fue el pistoletazo de salida del conocimiento en Occidente del cine japonés en particular y del cine oriental en general, no es menos cierto que una parte importante de sus méritos a nivel de contenido temático o, si se prefiere, filosófico, es decir, su apasionante e inagotable digresión sobre la relatividad del concepto de “verdad”, ya se encontraba desarrollado en los relatos de Ryunosuke Akutagawa (1892-1927) en los cuales el film se inspira. Dicho de otro modo, hay que reconocer que Rashomon, the movie, halló una espléndida base dramática en dos cuentos de Akutagawa: uno, el homónimo que da título a su edición en castellano (Rashomon y otros cuentos, publicado por editorial Miraguano), del cual Kurosawa tomó el escenario del derruido templo de Rashomon, bajo cuyo frágil techo tres personajes se refugian de una lluvia torrencial (en realidad, el cuento gira en torno a una anciana que acude al lugar para cortarles el cabello a unos cadáveres para luego hacer pelucas (sic), y que luego tiene un dramático encuentro con un joven vagabundo); y el otro, el titulado En el bosque o En el bosquecillo, dependiendo de las traducciones al castellano, que es aquél del cual el realizador adoptó la narración casi detectivesca en virtud de la cual cuatro distintos testimonios ante un juez ofrecen otras tantas versiones diferentes sobre las circunstancias que han rodeado el asesinato de un hombre.


Por más que, para el que suscribe, Rashomon no es la mejor película de su autor, pues creo honestamente que Kurosawa tiene muchos otros films como mínimo de tanta calidad como aquél –El ángel borracho (1948), Duelo silencioso (1949), El perro rabioso (1949), Los bajos fondos (1957), La fortaleza escondida (1958), Los canallas duermen en paz (1960), Mercenario/ Yojimbo (1961), Sanjuro (1961), Barbarroja (1965), Dodes’ka-den (1970), Kagemusha, la sombra del guerrero (1980), Rapsodia en agosto (1991), Madadayo (1993)–, y desde luego, obras maestras muy superiores –Vivir (1952), Los siete samuráis (1954), Trono de sangre (1957), El infierno del odio (1963), Dersu Uzala (1975), Ran (1985)—, lo cierto es que Rashomon fue, además de una formidable carta de presentación de la rica cinematografía nipona a nivel internacional, una inmejorable introducción al estilo de su realizador. Dicho rápidamente: Rashomon es un brillante exponente de la manera de entender el cine de Kurosawa, quien partiendo de una a ratos deliberada teatralidad formal, heredada de los fundamentos del teatro tradicional japonés Nôh, era capaz de ofrecer a pesar de ello films de planteamiento y resolución altamente vitalistas y sensuales, dinámicos y turbulentos, intrépidos y arrojados, cuya entusiasta combinación de furia y serenidad le diferenciaba, contrastándolo con los otros tres grandes clásicos del cine japonés de su generación, del refinamiento estético de Kenji Mizoguchi, la exquisita severidad formal de Yasujiro Ozu y la sobriedad melodramática de Mikio Naruse.


Como siempre en Kurosawa, lo primero que llama la atención de Rashomon es la fuerza que tienen los elementos naturales y de qué magistral manera su visualización sirve para contrastar y reforzar el perfil psicológico de los personajes. Haciendo honor a lo que luego sería uno de los apodos más recurrentes a la hora de referirse al realizador, “el cineasta de la lluvia”, la película arranca con las imágenes de un fuerte temporal que obliga a refugiarse en el porche del viejo templo de Rashomon a tres hombres, un leñador (el gran Takashi Shimura), un sacerdote budista (Minoru Chiaki) y un lugareño (Kichijiro Ueda); la tormenta, que aparentemente dura horas, fuerza a estas personas a compartir el refugio, soportando juntos el frío y aislándolos de tal forma que, casi “naturalmente” (nunca mejor dicho), se crea entre ellos un espacio para la confidencia. El tema de su disquisición es un extraño juicio criminal al cual el leñador ha comparecido en calidad de testigo y el sacerdote como espectador, en virtud del cual se ha juzgado a un violento bandolero, Tajomaru (Toshiro Mifune), por el asesinato en el bosque de otro hombre, Takehiro (Masayuki Mori), y la violación de la esposa de este último, Masako (Machiko Kyo).


A partir de ahí, Rashomon se construye alrededor de una compleja red de flashbacks que se corresponden con las versiones, todas diferentes, que proporcionan los personajes implicados en el drama: el prisionero Tajomaru, quien sabiendo que ya no tiene nada que perder, ofrece un relato burlón de los hechos, presentándose a sí mismo como alguien valiente y astuto que logró matar a Takehiro en justo duelo e incluso seducir a Masako porque ella se dejó; otro testimonio es el de la mujer, la cual, por el contrario, afirma que Tajomaru no es más que un cobarde que la violó en contra de su voluntad y que si consiguió asesinar a su marido fue de forma sucia y rastrera; ¡incluso el mismísimo difunto “declara” ante el tribunal!..., haciéndolo por boca de una médium (Noriko Honma) en estado de trance, y ofreciendo un tercer testimonio diferente, según el cual, efectivamente, Tajomaru se comportó en realidad como un cobarde, y si al final le mató fue porque su propia esposa Masako le instigó a ello… Todavía hay un cuarto testimonio, el del leñador, quien ofrece una versión sucinta ante el juez (se limita a explicar cómo encontró el cadáver de Takehiro), pero que en las secuencias finales llegará a admitir ante sus compañeros en el templo de Rashomon que, además de encontrar el cuerpo sin vida de Takehiro, le robó la espada, con la idea de venderla y así poder dar de comer a sus hijos…


Rashomon retoma, de este modo, la bella reflexión sobre la relatividad del concepto de “verdad” ideado por Akutagawa, de tal manera que pone en cuestión la idea de una verdad única y absoluta, en beneficio de la impresión de que esta última en realidad no existe, sino que tan solo hay tantas “verdades” (o “realidades”) como personas hay en el mundo, o expresado de otro modo, que todo, “verdad” y/ o “realidad”, depende en definitiva del punto de vista. No es de extrañar, en este sentido, que el film también sea, por eso mismo, una digresión sobre la mirada, que Kurosawa visualiza con extremada elegancia mediante un sencillo pero bellísimo procedimiento narrativo basado en la fuerza del contraste. Ya hemos indicado que el cine de Kurosawa es emocional y turbulento como pocos, y que en el mismo el empleo melodramático de las fuerzas de la  naturaleza se presenta a modo de contrapunto estético de las pasiones humanas: ello brilla con luz propia, ya está apuntado, en las lluviosas secuencias en el templo de Rashomon, en las cuales el agua torrencial facilita el aislamiento de los personajes y, al mismo tiempo, parece expresar un indefinible sentimiento de tristeza, casi como si el mismísimo cielo “llorara” ante las miserias de los hombres. No es el único, y memorable, ejemplo: en su declaración ante el tribunal, Tajomaru afirma que: “si no hubiese sido por esa brisa, no habría matado a ese hombre”; entonces, al inicio del flashback que visualiza el relato de Tajomaru, le vemos descansando a la sombra de un árbol, durmiendo una siesta bajo el efecto agobiante del calor que reina en el bosque, hasta que, efectivamente, un ligero viento le despierta, justo en el momento en el cual Takehiro y Masako pasan por el camino muy cerca de él; los planos del sudoriento rostro de Tajomaru y los contraplanos del cuerpo de la mujer montada a caballo y dejando entrever sus tobillos y su rostro por debajo de sus ropajes y el velo que cubre su cabeza expresan muy bien el inmediato deseo que el forajido siente hacia Masako; en este sentido, tanto en la declaración de lo ocurrido llevada a cabo por Tajomaru, como en las posteriores realizadas por Masako o, a través de la médium, el difunto Takehiro, se hace hincapié en la presencia del calor reinante, esto es, de las pasiones humanas en ebullición que se encuentran en el trasfondo del relato.


En cambio, como digo, Kurosawa contrasta toda esa sensual y abigarrada visualización de la tragedia ocurrida en el bosque, filmada con una planificación ágil y dinámica donde no faltan incluso tomas en cámara móvil de una sorprendente modernidad, con las deliberadamente estáticas secuencias del juicio. El juez siempre está fuera de campo, y el testimonio de las personas implicadas en el crimen está visualizado en plano fijo y casi a ras del suelo (los personajes están sentados, asimismo, en el suelo), mientras dirigen sus miradas hacia un punto determinado del encuadre que es donde, se supone, está el juez que lleva el caso. Esta “rigidez” formal, que tanto contrasta con la sensualidad de las escenas del bosque, expresa espléndidamente la frialdad (ergo, la incapacidad) de las instituciones para entender las pasiones de los seres humanos que han participado en esos trágicos acontecimientos. A fin de cuentas, la posición del juez no es más que otro punto de vista a añadir a los restantes, mientras que la verdad absoluta, suponiendo que exista, permanece esquiva, agazapada tras una tupida cortina de conveniencias e hipocresías.


Catorce años después de su estreno, Rashomon fue objeto de una nueva versión de nacionalidad estadounidense, prueba palpable de que la costumbre de la cinematografía norteamericana de rehacer éxitos del cine foráneo viene de lejos, y que se estrenó entre nosotros con el título de Cuatro confesiones (The Outrage, 1964). A partir de un guion escrito por Michael Kanin (hermano mayor de Garson Kanin), y basado a su vez en una adaptación para el teatro de Rashomon firmada por el propio Kanin en colaboración con su esposa Fay, Cuatro confesiones es una obra no exenta de interés. Tiene puntos a su favor: fotografía en blanco y negro del gran James Wong Howe, una como siempre estupenda partitura de Alex North, y un buen reparto de intérpretes. La dirigió, además, el interesante aunque irregular Martin Ritt, de quien personalmente destacaría, sobre todo, Hud, el más salvaje entre mil (1963), El espía que surgió del frío (1965), según el libro homónimo de John le Carré, y Odio en las entrañas (1970). Nacida acaso como consecuencia indirecta del éxito cosechado por John Sturges cuatro años antes al haber trasladado otra película de Kurosawa al género de western, Los siete samuráis, dando por resultado la popularísima Los siete magníficos (1960), y coincidiendo ese mismo año con la operación de trasplante a similares terrenos llevada a cabo por Sergio Leone, en Por un puñado de dólares (1964), a partir de Mercenario/ Yojimbo, lo cierto es que Cuatro confesiones suele salir bastante mal parada cada vez que se la intenta comparar con Rashomon.


Quizá no haya para tanto, habida cuenta de que, insisto, a Cuatro confesiones no le falta interés en sí misma considerada y sin tener en cuenta su ilustre predecesora, por más que también hay que reconocer que, en momentos muy concretos, el trabajo de Ritt remite directamente al de Kurosawa, potenciando de este modo el contraste y las (odiosas) comparaciones. Así, por ejemplo, la escena en la cual se descubre el cuerpo sin vida del marido asesinado (Laurence Harvey) es prácticamente idéntica a la escena homóloga de Rashomon: Ritt inserta aquí un plano de la mano crispada del difunto, colocada en primer término del encuadre, muy parecido al plano de las manos del cadáver de Takehiro, ocupando el lugar preferente del encuadre, justo en el momento en que es descubierto por el leñador. Se conserva, asimismo, la misma construcción narrativa: el relato también arranca en un lugar aislado por la lluvia, en este caso una vieja estación de tren, donde esperan, de nuevo, tres hombres: un joven sacerdote (William Shatner), un lugareño (Howard Da Silva) y un charlatán de feria (Edward G. Robinson), y a partir de ahí se suceden los flashbacks que nos describen el asesinato de aquél hombre hallado muerto en el desierto, y la violación de su esposa (Claire Bloom), a manos de un bandolero mexicano, Juan Carrasco (Paul Newman), quien ha sido capturado casi accidentalmente por el sheriff (Albert Salmi). Se repite, también, el sentido de dichos flashbacks, de tal manera que, por ejemplo, Carrasco se presenta en su relato como un forajido valiente, astuto y seductor, mientras que la versión que proporciona la mujer afirma que en realidad se comportó como un cobarde y un rastrero, y la del difunto, verbalizada a través del relato de un chamán piel roja (Paul Dix), apunta nuevamente a la esposa como instigadora de lo ocurrido y como auténtica responsable de su muerte.



Cuatro confesiones acaba siendo así un relato atípico, dado que a pesar de sus paisajes y personajes extraídos de la imaginería del western, adopta una forma más parecida a la del policíaco clásico. El tono discursivo es el que domina la mayor parte de la función, de tal manera que, a diferencia que en Rashomon, sobre la cual flota en todo momento una atmósfera pegajosa y ambigua, Cuatro confesiones se decanta más bien por la parodia del comportamiento humano. De esta manera, el discurso sobre la relatividad de la verdad se diluye y cede el paso a un amargo y más bien irónico discurso sobre la estupidez del ser humano, empeñado en retratarse a sí mismo de la forma más favorecedora en detrimento de la veracidad de los hechos. Si bien los actores sostienen la función con solidez, y no faltan en la labor de Ritt algunos instantes inspirados (por ejemplo: el hábil uso del formato panorámico en determinados instantes en los cuales vemos a Carrasco jugando a placer con la esposa y el marido atado al árbol), la impresión general que proporciona Cuatro confesiones es un tanto mecánica y apagada, hasta el punto de que casi carece de auténtica importancia quién dice la verdad y quién no: todos los personajes mienten en su propio beneficio, como hacían también en Rashomon, cierto es, pero aquí la sensación general que se tiene es como de artificio, de grotesca farsa teatral que, a pesar de que lo intenta, tampoco termina de funcionar en este sentido (véase ese extraño momento en el cual la mujer explica que intentó suicidarse arrojándose al río: Ritt lo visualiza por medio de una serie de extravagantes transparencias que subrayan, de nuevo, el trasfondo de falsedad que se encuentra en las declaraciones de los implicados en el crimen).                       

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