viernes, 19 de junio de 2020

Recuerdos de la frontera mejicana: “LONE STAR”, de JOHN SAYLES



En los principios de su carrera, John Sayles desempeñó varios empleos antes de su popular etapa como guionista para diversas producciones de terror de Roger Corman de entre finales de los setenta y principios de los ochenta, tales como Piraña, Aullidos (ambas de Joe Dante), La bestia bajo el asfalto (del hoy olvidado Lewis Teague) o la delirante Los siete magníficos del espacio (un film de Jimmy T. Murakami donde trabajó como decorador un primerizo James Cameron). Uno de esos trabajos en la época en la que residía en el East Boston consistió en la redacción de relatos cortos, uno de los cuales acabaría dando pie a su novela Pride of the Bimbos, publicada en 1975 gracias al soporte editorial del Atlantic Monthly. No puedo –ni pretendo– afirmarlo con rotundidad, pero no sería de extrañar que ese aprendizaje literario en el terreno de la narración de poca extensión fuese el germen del característico gusto de Sayles por las pequeñas anécdotas y la multitud de personajes agrupados en relatos corales que ha marcado el grueso de su filmografía como realizador, tendencia de la cual probablemente siga siendo Lone Star (1996) su mejor y más lograda expresión.


Revisando esta película de cara a la confección de estas líneas, una cosa que resulta sorprendente de hacer sobre todo si, como en mi caso, hace tiempo que no se ha vuelto a ver este film de John Sayles, es su asombroso parecido a nivel visual e incluso temático con la película de Joel y Ethan Coen No es país para viejos (2007), basada en la novela homónima del prestigioso Cormac McCarthy. Coinciden en el paisaje, un rincón de Texas situado muy cerca de la frontera mejicana, en el caso de Lone Star la localidad de Río. El arranque de ambos relatos es relativamente similar: en Lone Star, se trata del descubrimiento del esqueleto de un antiguo sheriff de Río misteriosamente desaparecido muchos años atrás, Charlie Wade (Kris Kristofferson); en No es país para viejos (tanto el libro de McCarthy como el film de los hermanos Coen), consiste en el hallazgo de los cuerpos sin vida de varios traficantes de droga que se han tiroteado entre ellos. Asimismo, en Lone Star y en No es país para viejos es el personaje de un sheriff local quien asume la voz principal de ambas narraciones: Sam Deeds (Chris Cooper) en la primera, Ed Tom Bell (Tommy Lee Jones) en la segunda; dos hombres al servicio de la ley y el orden que asisten, desde su posición oficial en el entramado del sistema social que rige el lugar donde viven, al desmoronamiento del mundo que conocían: en Lone Star, Sam sabe que ese va a ser su último año como sheriff, pues hay un nuevo candidato a su puesto pisando fuerte detrás suyo y él ya no se siente con ánimos de presentarse a la reelección; en No es país para viejos, Ed Tom se encuentra a un paso del retiro. Por si fuera poco, sobre ambos personajes pesa el recuerdo de un pasado traumático que condicionó para siempre el devenir de sus respectivas existencias. En No es país para viejos, Ed Tom lleva a cabo una nostálgica remembranza de la figura de su padre, fallecido muchos años atrás (por más que el film de los Coen omite, respecto a la novela de McCarthy, un duro recuerdo de sus memorias como soldado durante la Segunda Guerra Mundial). Curiosamente, en Lone Star Sam también recuerda a su padre muerto, pero su remembranza no es elegíaca, como la de Ed Tom, sino amarga: durante todos los años que ha ocupado el cargo de sheriff, ha tenido que oír constantemente que su padre, Buddy Deeds (Matthew McConaughey), quien le precedió en ese puesto, fue el mejor hombre que ocupó nunca el cargo (dicho de otro modo: fue mejor que él); además, sobre el recuerdo de Buddy pende la sospecha de que probablemente fue él quien asesinó a Charlie Wade, cuyo esqueleto ha sido hallado en el desierto nada más empezar el relato.


Mas, a diferencia de No es país para viejos, el sheriff Sam Deeds de Lone Star no es, como Ed Tom, un testigo impotente de los hechos, sino alguien que está directamente implicado en ellos. Y, a partir de la figura de Sam y del ya mencionado descubrimiento del esqueleto de Charlie Wade (los cuales funcionan muy bien por sí solos, pero también como pretextos narrativos), el argumento de Lone Star se bifurca en distintas direcciones. Sam, quien tiempo atrás vivió la experiencia de un matrimonio fracasado con una mujer psíquicamente inestable (Bunny: Frances McDormand), sigue enamorado de Pilar Cruz (Elizabeth Peña), la maestra mejicana del pueblo, que fue su amor de juventud veintitrés años atrás. Por su parte Pilar, viuda y madre de un par de hijos adolescentes, es a su vez hija de Mercedes Cruz (Miriam Colón), también viuda y dueña de un restaurante de la cual descubriremos que, en el pasado, fue amante de Buddy, el padre de Sam y verdadero padre de Pilar, lo cual convierte a esta última y a Sam en hermanastros (sic). Otros personajes vienen a añadirse a la trama: el coronel Delmore Payne (Joe Morton), cuyo padre es Otis Payne (Ron Canada), a quien todos apodan “O”; Otis es, a su vez, dueño de un club: el mismo local donde, se rumorea, Buddy mató a Charlie Wade; en ese mismo lugar, se afirma, estaba presente Hollis Pogue (Clifton James), antiguo oficial de la oficina del sheriff que, en su juventud (interpretado entonces por Jeff Mohanan), fue junto con Buddy uno de los ayudantes de Charlie Wade. De este modo, la investigación llevada a cabo por Sam en torno al pasado de su padre va descubriendo lo ocurrido en Río años atrás. Diversos flashbacks nos sitúan en ese pasado, lo cual nos permite asistir a la descripción de la mala fama que se ganó Charlie Wade como sheriff corrupto y violento, amigo de extorsionar a los más desvalidos (preferentemente, negros y mejicanos), y cómo Buddy se atrevió a plantarle cara negándose a aceptar esos cobros ilegales y amenazando con denunciarle a las autoridades. Sobre el recuerdo de Charlie Wade pesa, además, la sospecha (luego corroborada) de que asesinó a sangre fría a Eladio Cruz (Gilbert R. Cuellar Jr.), el primer marido de Mercedes Cruz, porque se negaba a darle una parte del dinero que aquél se sacaba ayudando a “espaldas mojadas” a entrar en los Estados Unidos escondidos en su camión.



Todo esto lo cuenta Sayles partiendo, en primer lugar, de un minucioso guion propio, en el que como apuntaba al principio de estas líneas se advierte el gusto (y el buen hacer) de alguien que, en la mayoría de las ocasiones, ha demostrado mayor talento como guionista que como realizador. Todas esas pequeñas historias y personajes que acaban teniendo una sutil relación entre sí permitirían por sí solas situar Lone Star entre las más interesantes aportaciones del cine norteamericano de los años noventa a una especie de género, subgénero o variante genérica formada por un abultado grupo de películas corales bastante frecuentes en aquella época: recordemos al respecto celebradas aportaciones de Robert Altman (Vidas cruzadas) o Paul Thomas Anderson (Magnolia), pero también de otros cineastas menos renombrados como Rodrigo García  (Cosas que diría con solo mirarla, Nueve vidas) o Jill Sprecher (Vidas contadas). Pero, al margen de sus cualidades estrictamente dramáticas, o si se prefiere “literarias”, que a ratos hacen pensar en la literatura que practica, por ejemplo, Paul Auster, también brilla el talento visual de Sayles para darle coherencia e incluso belleza a este alambicado relato por medio de una puesta en escena concisa y elegante que se encuentra, con razón, entre lo más logrado de su carrera. El uso del formato panorámico se revela a la vez tan vistoso, visualmente hablando, como coherente desde un punto de vista dramático: la amplitud de los encuadres se combina armoniosamente con la intimidad de los sentimientos de los personajes, y al mismo tiempo sugiere que hay “algo más” que lo que se muestra en ellos, “escondido” en esos espacios vacíos de esos encuadres tomados en horizontal: o, dicho de otro modo, que aquí es tan importante lo que se ve como lo que no se ve, el presente y el pasado, los secretos y las mentiras. No es de extrañar, en este sentido, que prácticamente cada vez que un personaje evoca ese pasado turbulento, cada flashback empiece o termine poniéndole en relación con la época de la que está hablando; cada vez que se abre o se cierra una evocación de ese tiempo pretérito, la cámara de Sayles empieza o termina la secuencia poniendo en directa relación visual a personaje y pasado por medio de cortas panorámicas. Además de darle, como ya hemos apuntado, cierta coherencia visual que dota a Lone Star de su carácter general de fresco panorámico sobre personajes y hechos, este juego narrativo y visual entre pasado y presente acaba proporcionando otra de las claves de la película: que ambos tiempos son, en el fondo, lo mismo. Que el pasado no existe sin su evocación desde el presente, y que este tampoco tendría sentido sin su observación desde una perspectiva pretérita. De ahí que el film dé tanta importancia a los lazos de sangre: Sam investiga el pasado de su padre; también Pilar intenta que su madre, Mercedes, le hable del suyo (la hija nunca ha conseguido que su madre le explique cómo fue su llegada a los Estados Unidos desde Méjico); a su vez, Delmore Payne ha dado la espalda a su padre, Otis/ “O”, porque en el pasado les abandonó a él y a su madre; mas, a pesar de ello, el propio hijo de Delmore no puede resistir la imperiosa necesidad de conocer a su abuelo Otis. Lone Star acaba siendo un melodrama familiar construido a la sombra de un crimen: el misterio que envuelve el asesinato de Charlie Wade es únicamente la punta del iceberg de una compleja red humana tras la cual se oculta el origen mismo de la comunidad multicultural y multirracial que habita la localidad de Río.


Chris Cooper y John Sayles.

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