viernes, 17 de abril de 2020

Una comedia de crímenes: “LA TRAMPA DE LA MUERTE”, de SIDNEY LUMET



Puede interpretarse el hecho de que Sidney Lumet rodara La trampa de la muerte (Deathtrap, 1982) entre las mucho más graves y densas El príncipe de la ciudad (Prince of the City, 1981) (1) y Veredicto final (The Verdict, 1982) como el resultado de cierta necesidad del realizador de abordar algo más, digamos, “ligero” en medio de lo que son dos de sus grandes películas de los ochenta. En el momento en que lo realizó, La trampa de la muerte venía a erigirse, por un lado, en un curioso, inesperado aunque parcialmente fallido retorno al estilo de cine-teatro que su director desarrolló con maestría a finales de los cincuenta y, sobre todo, durante la década de los sesenta, como demuestran Doce hombres sin piedad (12 Angry Men, 1957), Panorama desde el puente (Vue du pont, 1962), Larga jornada hacia la noche (Long Day’s Journey Into Night, 1962) y The Sea Gull (1968); mientras que, por otra parte, La trampa de la muerte es una especie de simbólica despedida y cierre de esa etapa de cine-teatro, al mismo tiempo que una demostración palpable y fehaciente de que Lumet había dejado atrás, muy atrás, esa época.


En primera instancia, La trampa de la muerte tenía suficientes y adecuados elementos para jugar (como, de hecho, juega) con el artificio del teatro aplicado al cine, empezando por su misma trama, planteada asimismo como un juego de teatro-dentro-del-teatro que su traslación a la pantalla respeta escrupulosamente. A partir de una pieza teatral de Ira Levin estrenada en 1978 y adaptada al cine por Jay Presson Allen, el film se centra básicamente en cuatro personajes: Sidney Bruhl (Michael Caine), un dramaturgo especializado en comedias de crímenes; su adinerada esposa Myra (Dyan Cannon); Clifford Anderson (Christopher Reeve), un exalumno de Sidney en un seminario impartido por este último y autor de una nueva y prometedora comedia de crímenes, “La trampa de la muerte”; y Helga Ten Dorp (Irene Worth), la vecina de Sidney y Myra, una mujer que colabora habitualmente con la policía porque sus supuestos poderes paranormales le permiten intuir cuándo y dónde se han cometido delitos (sic). Hay, también, un juego de falsas apariencias: agobiado por el fracaso demoledor de su más reciente comedia, Sidney hace partícipe a Myra de su plan de invitar a Clifford a su casa en el campo, asesinarle y estrenar “La trampa de la muerte” firmada por él, convencido de que será el éxito que necesita para remontar su mala racha creativa; en realidad, el propósito del plan de Sidney es matar de miedo a Myra, que sufre del corazón, de manera que su muerte parezca accidental, con la complicidad de Clifford, cuyo asesinato ha sido fingido por este último y Sidney… porque ambos, además de cómplices, son amantes, en lo que pueden verse fácilmente ecos de Las diabólicas, tanto la famosa novela de Pierre Boileau y Thomas Narcejac como el popular film homónimo realizado a partir de la misma por Henri-Georges Clouzot en 1955. [Nota bene: Se dice que la escena en la que Sidney y Clifford se besan en la boca, dejando así bien clara la naturaleza de su relación, no estaba en la obra de teatro original, y que dicho beso causó malestar entre los asistentes a algunos pases previos para público seleccionado, y acaso pudo influir en el escaso éxito comercial del film; así lo habría declarado en cierta ocasión su coprotagonista, Christopher Reeve, por aquella época todavía muy presente en el inconsciente colectivo gracias a su popular interpretación del viril Superman.] Consumado el crimen, en el segundo acto Sidney planea a continuación deshacerse de Clifford, porque este último está decidido a escribir y estrenar una nueva obra de teatro… directamente inspirada en el asesinato de Myra cometido por ambos, lo cual teme que serviría para delatarles ante la policía; pero la treta de Sidney fracasará a causa de la intromisión de Helga; Sidney y Clifford hallarán la muerte en su pelea final, y Helga acabará estrenando, bajo su nombre y con gran éxito, ¡¡“La trampa de la muerte”!!…


Comparada a menudo con La huella (Sleuth, 1972), de Joseph L. Mankiewicz, a lo cual ayuda la presencia en el reparto de Michael Caine y las similitudes argumentales que se producen entre aquélla y la segunda mitad del film de Lumet (el juego del gato y el ratón que se establece entre Sidney y Clifford, cuando ambos deciden al unísono intentar el asesinato del otro), La trampa de la muerte tiene el inconveniente de que su primera mitad, brillante y creativa, no está adecuadamente rematada en esa segunda parte, más mecánica y apática, a pesar de la ironía puesta en juego y del buen hacer de sus intérpretes. En la primera parte de la película, la utilización del artificio inherente al teatro (e, indirectamente, también al cine) juega sus mejores bazas; por ejemplo, en la primera escena, que se abre con un primer plano de un personaje anónimo sacando la cabeza por detrás de una pared, al cual le sigue un nuevo primer plano, en este caso de Sidney, observando a ese primer personaje desde detrás de una cortina: solo gracias a la sucesión de planos siguiente nos daremos cuenta de que en realidad estamos en un teatro, y que ese primer personaje es uno de los intérpretes de la última (y fracasada) comedia policial de Sidney, la cual está siendo vista a distancia por este último la noche del estreno. Más adelante, cuando Sidney regresa a casa al lado de su esposa, su primera escena juntos está resuelta por Lumet mediante un plano general de larga duración, cuya composición, sacando provecho del formato panorámico, convierte por unos instantes la pantalla en la “cuarta pared” del teatro. Estos dos momentos que acabo de describir pueden verse como claros avisos, dirigidos hacia espectadores atentos, destinados a advertirle de que va a presenciar una “función” donde las fronteras entre cine y teatro, la realidad y las falsas apariencias, no van a estar del todo claras. Como reforzando esta idea, Lumet recupera más adelante un travelling de 360º muy parecido al que usara en Larga jornada hacia la noche para sugerir, en este caso, la falsedad del personaje de Sidney cuando concierta por teléfono una cita con Clifford, en un gesto pensado para engañar a Myra, que le está mirando y escuchando su conversación.


Puede que el descenso del interés de la segunda mitad de la película se deba a una debilidad presente en la obra original del irregular Ira Levin, un autor que al menos como novelista era capaz de lo mejor –La semilla del diablo, Las poseídas de Stepford y Los niños del Brasil, base de excelentes films de Roman Polanski, Bryan Forbes y Franklin J. Schaffner, respectivamente– y de lo peor –La astilla, pésima fuente de inspiración de la no menos horrible Sliver (Acosada) (Sliver, 1993), de Phillip Noyce–, pero lo cierto es que el brillo y ocasional encanto de la primera mitad de La trampa de la muerte deviene, en la segunda, una exhibición de falso virtuosismo escénico. Buena prueba de ello es la resolución de la escena final, en la cual pasamos, por corte de montaje, de la pelea entre Sidney, Clifford y Helga… a la falsa pelea que llevan a cabo los intérpretes que les interpretan, sobre el escenario de un teatro, la noche del exitoso estreno de “La trampa de la muerte”, firmada por Helga Ten Dorp: a falta de conocer con mayor profundidad la obra de Levin, me aventuro a especular que la resolución visual de la pelea, que se desarrolla en la oscuridad de la noche y bajo la luz intermitente de los relámpagos de una tormenta, puede ser un efecto estético heredado del original escénico.

(1) http://elcineseguntfv.blogspot.com/2020/04/todos-corruptos-el-principe-de-la.html

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