viernes, 27 de marzo de 2020

La danza del sexo y de la muerte: “LUNAS DE HIEL”, de ROMAN POLANSKI



Lunas de hiel (Biiter Moon, 1992) no solo no me gustó la primera vez que la vi en el momento de su estreno, sino que tampoco dudé a la hora de encuadrarla junto con la para mí peor obra de su autor, Roman Polanski: ¿Qué? (Che?, 1972). Naturalmente, y dado el tiempo transcurrido desde su estreno en España, ahora mismo sería incapaz de rememorar con toda exactitud cuáles fueron los pensamientos y sensaciones que me llevaron a renegar de esta película, mas sí puedo recordar que mi rechazo se debió principalmente a su contraste con la lectura de la interesante novela de Pascal Bruckner, Luna amarga, en la cual se basa y que había leído con entusiasmo poco antes de ver el film. Ni que decir tiene que los casi treinta años transcurridos han afectado, asimismo, a mi recuerdo de dicha novela, dado que tampoco la he releído. Pero, hechas estas precisiones, creo que a pesar de ello estoy en condiciones de comprender y matizar el porqué de mi rechazo inicial hacia el film de Polanski y el porqué aquélla ha dejado paso actualmente a un considerable interés; o, dicho de otra manera, que la revisión de Lunas de hiel me ha hecho reconsiderarla bajo un prisma mucho más positivo.


Luna amarga, de Pascal Bruckner, es en cierto sentido una novela “de tesis” que describe, con todo lujo de detalles, el proceso de destrucción de una pareja de amantes por la vía del sexo. No se vea en ello un discurso moralista y reaccionario sobre la sexualidad sino, por el contrario, una sórdida digresión sobre la naturaleza humana, construida en torno a la relación que se establece entre Oscar, un aspirante a escritor de nacionalidad norteamericana que vive desde hace años en París intentando labrarse un futuro con la literatura, y Mimi, una francesa mucho más joven que él y que trabaja como bailarina y camarera. Lo que empieza siendo un romance, digamos, “puro” entre un hombre y una mujer que se atraen el uno al otro con una fuerza casi magnética, va degenerando a medida que ese primer fuego sexual se va apagando, consumido bajo el peso de la rutina y de lo ya conocido, para ir dejando paso a una vorágine sexual marcada por prácticas, sigamos diciendo, “anormales” como el masoquismo y la coprofagia. Narrada en primera persona por el personaje de Oscar, Luna amarga hace honor a su título proporcionando, mediante una prosa muy depurada, un áspero dibujo del ser humano, dando como resultado un relato marcado principalmente por dos tonalidades: la intimidad y la subjetividad.


En cambio, la película de Polanski, quien firma el guion en colaboración con Gérard Brach y John Brownjohn, y a pesar de que respeta el planteamiento íntimo y subjetivo de la novela, de manera que recoge la narración en sucesivos flashbacks que el personaje de Oscar (Peter Coyote) le relata al de Nigel (Hugh Grant) sobre su relación con Mimi (Emmanuelle Seigner), por otro lado, no respeta esas mismas tonalidades, resultando por comparación fría y cruel. Y puede que fuera ese mismo contraste entre la intimidad y subjetividad del libro y la frialdad y crueldad de la lectura llevada a cabo por Polanski lo que provocara más de un rechazo hacia Lunas de hiel, incluido el mío propio.


Estoy hablando de tonalidades. El cine de Polanski suele identificarse sobre todo por un determinado tono: una mezcla de ironía y humor negro, de distanciamiento y refinamiento estético, que da como resultado una obra a medio camino entre lo abstracto y lo grotesco. Y si, por ceñirnos a los ejemplos más famosos de su filmografía, la mirada de Polanski suele caracterizarse por su concepción cruel y sin miramientos de las debilidades del ser humano, tanto da que las mismas se enmarquen, hablando en términos muy generales, dentro de géneros o temáticas fácilmente reconocibles como el fantástico –Repulsión (Repulsion, 1965), El baile de los vampiros (The Fearless Vampire Killers, 1967), La semilla del diablo (Rosemary’s Baby, 1968), El quimérico inquilino (Le locataire, 1976), La novena puerta (The Ninth Gate, 1999)–, el thriller y/ o el cine negro –Callejón sin salida (Cul-de-sac, 1966), Chinatown (ídem, 1974), Frenético (Frantic, 1988), El escritor (The Ghost Writer, 2010) (1), Basada en hechos reales (D’après une histoire vraie, 2017) (2)–, la comedia –Piratas (Pirates, 1986)–, el melodrama –Tess (ídem, 1979), El pianista (The Pianist, 2002)–, las adaptaciones de obras de teatro –La muerte y la doncella (Death and the Maiden, 1994), Un dios salvaje (Carnage, 2011), La Venus de las pieles (La Vénus à la fourrure, 2013)– o de clásicos de la literatura –Oliver Twist (ídem, 2005)–, o el drama histórico –El oficial y el espía (J’accuse, 2019)–, está muy claro que Lunas de hiel no constituye ni mucho menos una excepción. Ello explica, asimismo, que la tonalidad elegida por Polanski redunde en detrimento de aquello que buena parte del público esperaba encontrar en Lunas de hiel a causa de una engañosa estrategia publicitaria: el erotismo. Bajo cierto punto de vista, no cabe imaginarse una película menos erótica que Lunas de hiel, aún estando llena de escenas cargadas de motivaciones o de sugerencias sexuales y a pesar de que el sexo y el deseo sexual sean los principales motores narrativos del relato.


Esa ausencia de calidez erótica, que todo lo más se limita a tres o cuatro apuntes, deja paso en cambio a una visualización del sexo como mero mecanismo de relación natural entre las personas, lo cual explica que muchas de sus en su momento muy celebradas escenas sexuales estén resueltas por el realizador polaco con un enorme distanciamiento. Y no me refiero solamente al hecho de que Polanski recurra en no pocas ocasiones al plano general para visualizar la actividad sexual de los personajes, o  a que eluda algunos de los fragmentos más escabrosos de la novela original en beneficio de una resolución elíptica –por ejemplo, la escena en la cual Oscar le relata a Nigel el descubrimiento de una nueva faceta de su sexualidad el día en que Mimi se orinó en su cara (sic)–, sino más bien al hecho de que, en Lunas de hiel, el sexo está definido en todo momento como algo no intrínsecamente erótico, de la misma manera que las relaciones entre los cuatro principales personajes, los ya mencionados Oscar, Mimi y Nigel, a los cuales hay que añadir a Fiona (Kristin Scott Thomas), la esposa de este último, tampoco son lo que parecen a simple vista; y no me refiero únicamente a la vieja cuestión de la falsedad de las apariencias, tan presente en el cine de Polanski como una de sus deudas implícitas con el cine de Alfred Hitchcock, sino más bien al hecho de que en Lunas de hiel, como en el grueso del cine de su autor, esas falsas apariencias encubren sórdidos secretos o calladas frustraciones: Oscar se las da de escritor, cuando lo cierto es que jamás ha conseguido publicar ni una sola de sus tres novelas inéditas, del mismo modo que Mimi siempre se define a sí misma como “bailarina” y prefiere ignorar que o bien tan solo consigue trabajo como camarera, o que Oscar la mantiene a cambio de sus favores carnales; asimismo, la flamante pareja de ingleses formada por Nigel y Fiona encubren en realidad a un matrimonio convencional, burgués y aburrido que, a la primera de cambio, juguetea con la posibilidad del adulterio, él con Mimi y ella con un galancete italiano de vía estrecha, Dado (Luca Venalli).  


En este sentido, no comparto la opinión, muy difundida en el momento del estreno de este film, de que Lunas de hiel podía verse como el proceso de seducción, degradación y casi de destrucción que una pareja “impura” –Oscar y Mimi– ejerce sobre otra “pura” –Nigel y Fiona–, por la sencilla razón de que los segundos ocultan secretos acaso no tan oscuros como los de los primeros, pero en el fondo no resultan menos infelices y desdichados que los anteriores. El encuentro entre ambas parejas se produce a bordo de un transatlántico que recorre el Mediterráneo camino de Estambul y a punto de celebrarse la nochevieja (lo cual puede verse como una especie de símbolo de la opulencia y decadencia de la clase social que viaja a bordo: no por casualidad, y en medio de una tormenta que zarandea el navío y hace vomitar a algunos comensales borrachos, Oscar grita que aquello le hace pensar en el Titanic…). Justo cuando ese encuentro tiene lugar, ambas parejas se encuentran en un punto crucial de sus relaciones: Oscar, paralítico y en silla de ruedas, es una víctima de la crueldad de Mimi, que se venga así de las humillaciones a las cuales él mismo la sometió en el pasado, y Nigel y Fiona viven lo que se conoce popularmente como la crisis del “séptimo año” de su matrimonio. De este modo, la fascinación que Nigel siente por el morboso relato íntimo de Oscar y ante la posibilidad de poder beneficiarse a la turgente Mimi (dejando así bien claro que la temperatura sexual de su relación con Fiona hace tiempo que se ha enfriado), termina derivando en un extraño juego de complicidades, de tal manera que los cuatro personajes acabarán confluyendo en el ritual erótico-mortal de Oscar y Mimi, el cual culmina con la muerte de estos dos últimos, el colofón perfecto para una relación sostenida, primero, por el sexo más enfermizo, y luego, por el odio más absoluto.


Polanski desgrana este carrusel de sexo, dolor, odio y muerte mediante una planificación, como digo, extremadamente sobria y contenida, que se sostiene, como asimismo ya he indicado, sobre la base formal del plano general y la elipsis. Ello no es obstáculo para que, en medio de ese rigor formalista (y que confiere al conjunto un exceso de rigidez, acaso ante el temor fundado del realizador de que el sexo despistara la atención del espectador, o, dicho de otra manera, que los árboles no dejaran ver el bosque), afloren algunos apuntes sofisticados que nos recuerdan el carácter un tanto surrealista del cine de su autor. Señalo, al principio del flashback en el cual Oscar rememora la primera vez que vio a Mimi en el autobús, ese magnífico primer plano de la chica, sentada en la parte trasera del vehículo y con el paisaje urbano de París circulando a sus espaldas, en un encuadre rodado de tal manera que Mimi parece “flotar” en medio de la ciudad por la cual se desplaza, una imagen que está a tono con el carácter ensoñador del recuerdo de Oscar. Ese carácter onírico reaparece, esporádicamente, en la sobreimpresión del rostro de Oscar en la ventanilla del avión de pasajeros donde Mimi ha sido introducida por el primero mediante engaños, destacando de este modo el temperamento ingenuo de la muchacha y, en cierto sentido, el final de su auténtica inocencia: cuando, en su imaginación, el rostro de su amado Oscar se desvanece de la ventanilla, en ese preciso instante “nace” la Mimi que dedicará el resto de su existencia a un único propósito: vengarse de Oscar. Similar sentimiento de extrañeza provoca la escena en la cual Oscar y Mimi descubren por primera vez las posibilidades de excitación sexual del sadomasoquismo: él se está afeitando a navaja, tal y como tiene por costumbre, y Mimi, jugando, le pide que le deje terminar de rasurarle; previsiblemente, la joven hiere levemente a Oscar en la mejilla, y entonces lame la sangre de la herida: ese pequeño dolor, y la gota de sangre de Oscar en los labios de Mimi, como si fuera una vampiresa, abre para los protagonistas una inesperada puerta a un mundo de placer y dolor.   

(2) http://elcineseguntfv.blogspot.com/2018/08/basada-en-hechos-reales-cloverfield.html        

No hay comentarios:

Publicar un comentario