martes, 10 de diciembre de 2019

Más alcohol que sangre en las venas: “BAJO EL VOLCÁN”, de JOHN HUSTON




En los últimos años de su carrera, y quién sabe si con la conciencia de estar quemando sus últimas naves, cinematográficamente hablando, John Huston se permitió abordar por fin dos proyectos que tenían mucho de personal, habida cuenta que, además de reflejar buena parte de sus obsesiones temáticas más recurrentes, tenían el carácter de reto particular: la adaptación de dos novelas de difícil plasmación en imágenes, sobre todo la primera: Bajo el volcán, de Malcolm Lowry, y Los muertos, de James Joyce. Esta última sería, como es sobradamente conocido, la base de su película postrera: Dublineses (The Dead, 1987), un film extraordinario que el que suscribe no duda en colocar entre lo mejor legado por este cineasta junto con Moby Dick (ídem, 1956) (1). Bajo el volcán (Under the Volcano, 1984) sería, por tanto, su antepenúltima película, y la culminación de, como digo, una especie de desafío personal muy característico de un realizador para quien muchos de sus proyectos eran auténticas aventuras que tenían su razón de ser en el mero hecho de abordarlas, con independencia casi de sus resultados finales.


El tiempo no ha tratado mal a Bajo el volcán, por más que el film se encuentre lejos de los mejores trabajos de su autor. Ello puede deberse, naturalmente, a la complejidad del original literario, aquí notablemente rebajada en virtud de un trabajo de guion, firmado por Guy Gallo, que si no recuerdo mal en su momento fue calificado por José Luis Guarner, con respecto al libro de Lowry, como “una cura de adelgazamiento” (sic). Puede que ello explique que Bajo el volcán, versión John Huston, no termine de ser la pieza maestra turbulenta, etílica y casi infernal que podría haber sido tratándose, como se trata, de la descripción, llevada hasta sus últimas consecuencias, del proceso de autodestrucción de un hombre desesperado, el cónsul británico en Cuernavaca Geoffrey Firmin (Albert Finney): un personaje por cuyas venas corre más alcohol que sangre, que manifiesta que únicamente se siente realmente lúcido cuando está borracho (y lo está la mayor parte del tiempo) y que afirma que el único lugar en el cual él tiene ya cabida es el infierno… Razones no le faltan para beber alcohol a todas horas: Firmin ha sido destinado a un puesto diplomático de segunda fila en una localidad mexicana donde ingerir whisky, vodka, tequila o mescal es prácticamente la única salida de ocio; por si fuera poco, pululan por la localidad una serie de siniestros personajes los cuales, se dice, están siendo financiados por subrepticias cédulas nazis que operan en México; téngase en cuenta que nos hallamos en 1938 y que, tal y como se explica en los diálogos, el primer ministro inglés Chamberlain acaba de firmar con Hitler un pacto de no agresión en el cual nadie con dos dedos de frente confía, tal y como la Historia vendría a demostrar trágicamente tan solo al año siguiente; además, Firmin vive solo desde que fuera abandonado por su esposa Yvonne (Jacqueline Bisset), la cual le comunicó por carta que ya había firmado los papeles del divorcio pero que, a pesar de ello, se presenta en Cuernavaca con vistas a lograr una reconciliación con su exmarido; reconciliación que, para Firmin –en el fondo, un antiguo idealista que había creído que la bondad y la justicia podrían llegar a ser, algún día, los valores preeminentes en el mundo entero–, resulta ahora del todo imposible: Yvonne le fue infiel con su propio hermanastro, Hugh Firmin (Anthony Andrews), o su medio hermano como a él le gusta llamarle, y esa infidelidad, esa traición, no puede perdonarla bajo ningún concepto, dado que el hacerlo sería tanto como traicionarse a sí mismo: a su propio sentido de la existencia. El alcohol es, por tanto, su única manera de soportarlo.


Todo ello está expuesto por John Huston con firmeza y solidez, pero sin brillo ni demasiada inspiración. El realizador descarga buena parte de la eficacia del relato en la gran interpretación, un tanto histriónica a ratos, pero muy efectiva en todo momento, que Albert Finney hace de Geoffrey Firmin, sobre todo teniendo en cuenta que el actor hace un notable esfuerzo de cara a exteriorizar el tormento interior del personaje. Jacqueline Bisset, Anthony Andrews y un buen elenco de intérpretes de carácter –entre ellos, algunos grandes del cine mexicano como Katy Jurado e Ignacio López Tarso–, además de un par de extraordinarios colaboradores en apartados técnico-artísticos –el director de fotografía Gabriel Figueroa y el compositor Alex North–, contribuyen a que el resultado final de Bajo el volcán sea apreciable y a ratos bueno, por más que en escasos instantes alcance la intensidad que el relato reclama a gritos. Un relato sórdido, etílico y pesimista que culmina, coherentemente, en tragedia, por más que la misma no termine de impregnar al espectador con la fuerza que sería de desear. Empero, hay excelentes apuntes que sugieren lo que la película podría haber sido. Llaman la atención, en particular, los numerosos signos de muerte que jalonan el desarrollo de la trama, y que vienen a expresar, en cierto sentido, que Firmin y, de refilón, también Yvonne, son ya personas muertas, cada una a su manera, antes de que la Parca les alcance fatídicamente: véase la secuencia inicial, el sobrio paseo de Firmin por las atestadas calles de Cuernavaca durante la celebración del Día de los Muertos, en el cual la mirada sin brillo del personaje a través de sus gafas de sol parece corresponderse con las miradas de los ojos sin vida de las calaveras de azúcar; está, asimismo, la celebración de una corrida de toros, durante la cual Hugh se atreve a saltar al ruedo, que puede verse como una fiesta de la muerte, o cuanto menos, una fiesta de la vida enfrentada a la muerte; durante su viaje en autobús, Firmin, Yvonne y Hugh comparten el vehículo con uno de los siniestros acólitos nazis mexicanos; en una de las paradas, descubren tirado en la carretera el cadáver de un joven flautista asesinado y, más tarde, observan que las monedas manchadas de sangre que había sobre el cuerpo sin vida del muchacho han sido recogidas por el simpatizante nazi; todo ello conduce, claro está, a una tensa conclusión final en una miserable y nada recomendable cantina, El Farolito, que es prácticamente una antesala de ese infierno que, simbólicamente, arde en el interior del desdichado y alcoholizado cónsul Geoffrey Firmin, por más que ese calor del averno, ese dolor insoportable, tan solo lo intuyamos en contadas excepciones.


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